Hachijo-Jima, a 100 millas de Tokio
Hacía un par de horas que el día había terminado por
despejarse, lo que animó a Kohtaro a salir a pescar con sus dos viejos amigos y
ese afán juvenil por conseguir su propia comida.
Los rayos del sol rebosaban por detrás de un denso
mar de nubes que probablemente estuviese dejando derramar su ira sobre el
mismísimo emperador, pero las aguas entorno a la isla parecían tranquilas, así
que Kohtaro y sus dos vecinos, desoyendo a sus respectivas esposas, se habían
hecho a la mar en su pequeña barca de junco.
Mei se despidió de sus afligidas compañeras que
quedaron en la playa mirando cómo los tres ancianos pescadores se alejaban mar
adentro. Porque a diferencia de ellas, Mei no dudó ni un momento de que Kohtaro
fuese a volver: había sido un héroe de la guerra y desde entonces nunca le
había fallado. Así que se refugió en su cabaña, dispuesta a preparar todo lo
necesario para brindar a su valiente compañero una cena digna de un dios, confiada
en que no sólo volvería sano y salvo, sino que además lo haría con una buena
captura.
Se puso a cortar verdura y algas, a lavar el arroz y
a preparar Tosajouyu y disponer todo en el orden adecuado para que las tareas
de preparación fuesen las mínimas en presencia de Kohtaro. El viento se había convertido
en dulce brisa y la luz del atardecer se filtraba en tonos naranjas y cárdenos
a través de los juncos de las paredes de la cabaña. Mei tuvo que encender la
luz eléctrica para poder trabajar lo que le pareció una grosería pues hacia que
desapareciera ese dulce efecto que transmitía la paz y armonía que tanto
deseaban desde hacía muchos meses.
Un poco antes, a doscientos kilómetros,
efectivamente, las fuerzas de la naturaleza no parecían tan pacíficas. Una
impresionante tromba de agua caía sobre el aeropuerto de Narita justo cuando
Antonia López entró en la terminal de equipajes a recoger su enorme baúl de
artista globalizada.
Un mozo, pequeño y enguantado, le ofreció sus
servicios, pero los rehusó. Aún tenía algo que hacer en privado y no convenía
que hubiese muchos testigos.
A falta de que empezaran a salir las maletas por la
boca de la cinta automática rodeada de pasajeros, Antonia se acercó con el equipaje
de mano a unos servicios. Entró y, tras un leve fogonazo y unos segundos de
espera, salió Paco el Camboyano, encantado de volver a la vida en el lejano
oriente. Ahora sí solicitó ayuda para transportar un baúl en el que bien podría
haber viajado él mismo.
Tras una pesada hora de taxi, tomar la habitación en
el Ritz-Carlton y un breve paseo hasta el centro de Tokio, Paco observaba
aturdido el tablao flamenco donde se suponía iban a actuar en un par de días.
El Flamingo era no más que un escenario negro de “foco visto” encajonado por
cortinas igualmente negras en mitad de una galería comercial de acero y cristal
atiborrada de japoneses. “Cuando la Antonia vea esto se va a morir”.
Pensaban Paco y Antonia que, una vez en la palestra
mundial, los escenarios serían de categoría, pero aquél tablao tenía menos gracia
que una caseta del Ikea.
Mañana por la mañana sería Antonia quién descubriría el
esperpento, pero por ahora ella permanecía ignorante, feliz, creyéndose que iba
a actuar en un teatro tradicional japonés o en una reproducción de un tablao flamenco,
y no en el escenario de una tómbola minimalista y lúgubre.
Eso sí, público no les iba a faltar. En Japón había
más gente que cogiendo duros. Todos a lo suyo, todos callados, sin rozarse.
Caminando como si lo que les rodeaba no fuesen personas sino estatuas móviles.
Aunque como decía su madre: “To er mundo tié su
guasa”. Y era cierto.
Porque si uno podía admirar ese orden casi mágico,
esas calles impolutas, esos empleados con guantes, y pensar después que el
pueblo japonés era un pueblo serio, de fiar, como Dios manda, de pronto se
encontraba con una enorme estatua de un robot gigantesco a la entrada del
centro comercial y cuatro pavas, que ya no cumplirían los cuarenta, disfrazadas
de colegialas de dibujos animados haciéndose una foto: “To er mundo tié su
guasa”.
Miró
el reloj: las ocho de la tarde, era la hora en que había quedado con Antonio
Japón, un coriano que se había venido aquí a dar el cante, y el baile, y que
según La Peligro era su contacto para lo del contrato. Habían quedado en la
cafetería de enfrente del tablao, enfrente y al otro lado de un río inmenso de
orientales. Paco suspiró y empezó a vadear la marea humana para llegar al lugar
de encuentro aturdido de tanto “gomenasai”
cada vez que tropezaba con alguien.
Parecía mentira, pero aunque se creía incapaz de
hablarlo, entendía directamente el sentido de lo que oía, no su traducción,
sino su significado. Estos poderes de La Ninja siempre le revelaban algo nuevo.
Por fin llegó al otro lado del corredor comercial. Un
tío con más pinta de español que Chiquito de la Calzada se le acercó sonriente.
-¿Paco el Camboyano? ¡Ven pacá!- Le abrazó como si
fuese su primo hermano.
-¿Antonio, supongo?- dijo Paco agobiado de tanta
efusividad.
-Perdona, Paco, pero si vieras las ganas que tengo de
tocar a alguien.
-Hombre a lo mejor yo no soy tu tipo de alguien.
-No, no me entiendes. Aquí está todo el mundo tan
preocupado por no rozarse que un buen apretón de amigo se echa de menos.
Paco quedó un poco escamado así que decidió dejar las
cosas claras desde el principio.
-¿Y tú de qué conoces a La Peligro?
-¿Quién?
-La persona que nos ha puesto en contacto.
-A mí quien me ha hablado de vosotros es Alberto
Mastrey, el agente de artistas. Me ha dicho que erais muy buenos y que teníais disponible
estas fechas. Es que ahora en primavera se van todos para allí, a actuar en las
ferias e “impregnarse” de arte, como dicen ellos y yo me quedo a dos velas.
Vamos, que me venís de perlas.
-¿Alberto cómo...? Bueno, da igual. He visto el
tablao. Me ha dejado un poco frío.
-Oh. Ya. No te preocupes. De noche esto se vacía de
gente y se pone muy acogedor, te lo aseguro. Ven, vamos que te enseñe mi
academia, está muy cerca. Allí podréis ensayar mañana, antes de la actuación.
Paco iba a decir algo pero un ligero temblor bajo sus
pies le detuvo.
-¿Qué pasa?
-Tranquilo. Esto aquí es un diario, temblores
pequeños constantemente. Son tranquilizadores, cuanto más temblores pequeños,
menos temblores grandes.
Paco se encogió de hombros y siguió al coriano en
dirección a la salida del centro comercial. Pero cuando estaban en la puerta
otro temblor, un poco más prolongado, les detuvo.
-Esto, tu no ves, ya no es normal. Aligera, salgamos
de aquí antes que se ponga todo a rebosar de gente.
Y Paco, con más miedo que el vecino de Freddy
Krueger, apretó el paso sin chistar.
En Hachijo-Jima, Mei permanecía callada, mirando su
mesa de rodillas vestida con su viejo y lujoso kimono, con sus pelos canos
torpemente recogidos en un moño y su cara cubierta a medias de polvo de arroz.
Por fin escuchó acercarse a alguien y su corazón
empezó a latir con fuerza. El característico sonido de chocar del bambú que
hacían los aparejos de pesca cayendo sobre el porche la tranquilizó justo antes
de que la puerta se abriera y apareciera su venerado Kohtaro con un par de
cestas colgando del hombro izquierdo.
-¿Ves mujer?- dijo con orgullo- Nada ha pasado y aquí
traigo comida suficiente para media semana.
La vieja Mei se inclinó profundamente orgullosa de su
marido, luego, sin levantar la mirada le mostró la mesa que había dispuesto con
todo lo necesario para una buena cena, a falta claro está del ingrediente
principal.
Kohtaro se inclinó para soltar su carga junto a su
esposa y luego, admirando sus desvelos se volvió a inclinar, ahora mucho más. Luego
se miró a si mismo, sucio, mojado, desaliñado y volvió a inclinarse para
disculparse. Mei, sin levantar la mirada, le hizo un gesto con la mano para que
se sentara.
Por fin se sentó en el suelo, frente a ella, que ya
examinaba cuidadosamente la preciada carga de las cestas. Le miró y sonrió
satisfecha.
-¿Te gustaría Sashimi?
-Me parece bien si a ti te parece bien.
Mientras Mei tomaba con exquisito cuidado los peces y
mariscos de la cesta para ponerlos sobre la tabla de cortar, se produjo un
ligero temblor que ignoraron. La anciana siguió con lo suyo y Kohtaro siguió disfrutando
de los movimientos de su esposa, tan precisos, armónicos y sutiles como
siempre; como si en vez de preparar la comida estuviese ejecutando algún tipo
de danza ritual. El segundo temblor, un poco más prolongado, les obligó a
consultarse con la mirada.
-Sigue, mujer, ¿qué nos puede pasar, que se nos
caigan cuatro paneles de bambú?
Mei rió de buena gana y continuó preparando la comida
bajo la atenta y satisfecha mirada de su marido.
Con una mano cogía un pescado que aún se rebelaba a
su fatídico destino y lo cortaba y limpiaba, luego lo hacía filetes, los lavaba
en un recipiente con agua de mar y los disponía cuidadosamente sobre una
bandeja de bambú decorada con algas y arroz. En ese momento, un tercer temblor,
bastante más fuerte, les hizo quedar a oscuras.
-Kohtaro, ¿crees que deberíamos salir?
El viejo no habló. La cara blanquecina de su esposa
estaba ahora iluminada de un tenue resplandor verdoso. Kohtaro bajó la mirada y
descubrió la procedencia de la luz.
-Mei, no toques nada, levántate y salgamos.
-¿Crees que viene uno grande?
-No pienses, recuerda, hay que salir y subir a la
montaña. Sólo debes pensar en…
Una sucesión de pequeñísimos temblores que se
acercaban, como el repique de un tambor, acalló la voz de Kohtaro: “dum, drum,
drum, dum….”
-¿Qué es eso Kohtaro?
-No pienses, salgamos.
De pronto un estridente chirrido se extendió por toda
la isla. El anciano abrió la puerta de la cabaña y quedó estupefacto. Su grito
de aviso fue cortado al mismo tiempo que él mismo. Mei quedó clavada ante el
cadáver dividido y sangrante de su marido pero no tuvo tiempo de más: con un
rápido chasquido, su cuerpo también fue cortado. Mei cayó entre una montaña sanguinolenta
de vísceras y dolor.
Los vecinos de Kohtaro y Mei que observaban asustados
la escena intentaron huir, pero no llegaron demasiado lejos. Uno a uno, como
los pescados de Mei, fueron cortados por la mitad sin vacilación. Los gritos de
horror llenaban el aire nocturno de la isla y se perdían en la lejanía, la
bestia continuó su trabajo sin descanso.
En la cabaña de Mei, las pequeñas criaturas verdosas
que aún permanecían enteras sobre la mesa, junto al cuchillo, empezaron a dar
botes de alegría.
1 comentario:
Coooño. A tomá´porculo los ancianos. Joder, no me lo esperaba.
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