Laboratorios secretos de la
empresa Himitachi,
en algún lugar del norte de Hokkaido.
en algún lugar del norte de Hokkaido.
En la oscuridad más absoluta, las caras iluminadas de
cientos de operadores de pantallas de ordenador parecían representaciones
fantasmales de un inmenso juego de “Quién es Quién”, aunque con una
particularidad: todas las caras parecían la misma.
En medio de esa sala se encontraba el centro de
mando, donde una docena de hombres, todos con pantalones negros y camisa
blanca, discutían acaloradamente aunque sus voces no lograsen atravesar las
mamparas de vidrio.
-Ya está bien, guarden silencio.
Como si se hubiesen desinflado, todos tomaron asiento
de forma automática esperando a que el que diera la orden de callar continuara.
-El sujeto ya está en el laboratorio, sabemos lo que
ha contado y vamos a extraer de su mente lo que ha visto. Hasta ese momento no
podremos seguir discutiendo qué hacer. La reunión ha terminado.
Sin rechistar, como un solo hombre, los once cerraron
sus pantallas sobre la mesa, se levantaron y empezaron a salir uno tras otro
haciendo su correspondiente reverencia. En un instante, la sala quedó desierta.
El doctor Toojo cerró su propia pantalla dejando que la mesa pareciera sólo
eso: una simple mesa de reuniones. Se levantó y caminó hacia la salida. Algo en
las entrañas del complejo notó que ya no quedaba nadie y apagó las luces.
Toojo atravesó el gran espacio negro repleto de
operadores y se dirigió hacia la puerta metálica del ascensor que se abrió nada
más notar la presencia de su tarjeta identificadora. Entró y dijo en voz alta,
-Toojo Hideiki. Sótano 25.
El ascensor cerró las puertas y comenzó a descender.
En el sótano 25, el doctor salió hacia la derecha por
un corredor gris discretamente iluminado. Las puertas que lo jalonaban
encendían una pequeña luz verde a su paso, pero no hacían nada. Sólo cuando se
detuvo ante una de ellas, la luz se tornó roja y la puerta se abrió.
En el interior, una joven guardia de seguridad
permanecía sentada ante un pequeño mostrador con pantalla y teclado. Una gran
arma colgaba de su cintura. El logotipo de Himitachi, una simplificación de la
puerta torii, colgaba en la izquierda
de su prominente busto, justo encima de su tarjeta de identificación. La chica
reconoció al doctor e hizo una leve reverencia de respeto. Toojo continuó hacia
el interior donde un par de japoneses, acompañados por Calatrava y la doctora
Manuela Klein, todos con una bata blanca de la empresa y su correspondiente
tarjeta de identificación, parecían esperarle.
-Bien- Toojo obvió la reverencia –Pasemos al
interior, tenemos que hablar.
Los cinco entraron en una pequeña sala y esperaron a
que el doctor tomase asiento para hacer lo propio.
-Veo que esta vez sí ha tenido éxito, señor
Calatrava.
-Gracias doctor, no ha sido fácil, hemos tenido que
entrar en la boca del lobo.
-Era lo menos que debía hacer, después del fracaso
por capturar al último espécimen de la doctora Klein.
La pequeña doctora mostró su conformidad con la
afirmación del japonés. A pesar de los halagos, Calatrava no estaba contento. Sudaba.
Sentía que en cualquier momento lo iban a “retirar” y miraba nerviosamente a la
pequeña pero malvada Manuela.
-Sin embargo, no hemos podido sacar demasiada información
del sujeto, ¿no es así, doctora?
-El sujeto está muy alterado. Nos ha descrito todo
perfectamente, aunque hemos necesitado varias dosis de Pentotadine. Parece que
es especialmente resistente a las drogas.
-Tengo entendido que porque las consumía con
asiduidad.
-Sin duda. Sin embargo hace una descripción del
monstruo excesivamente contaminada por sus vivencias personales. No es persona
leída y todo es como algo que él recuerda de su vida anterior. Necesitamos más
información.
-Y esa información, más fiable, sólo está en su
cerebro. ¿No es así, Sho?
-Efectivamente, tendremos que sacrificar al paciente
para extraer las imágenes. -¿Alguna
objeción?
Todos menos el doctor se volvieron hacia Calatrava.
-Quedamos en que esa operación sería de mi responsabilidad.
-Si- dijo Toojo sin mirarle.-Lamento dejarle sin
trabajo.
Esas palabras sonaron a Calatrava como una sentencia
de muerte. El doctor continuó para su tranquilidad.
-De momento, sólo de momento.
-Por otra parte- dijo Sho, un hombre de mediana edad,
bajo y robusto – Ya tenemos barcos en la zona donde sucedieron los hechos. Un
par de balleneros falsos. Parece que aún no han encontrado nada.
-Si la criatura que estamos buscando es sólo parecida
a como nos la ha descrito el sujeto, me temo que puede estar en cualquier
parte, ¿no cree, doctora Klein?
-Mucho me temo que tenga usted razón. Ahora, si me
disculpan, tengo que extraer los recuerdos del paciente antes de que le dé un
paro cardíaco por sobredosis de Pentotadine. La
doctora se levanto y aún así, parecía que seguía sentada.-Señores.
Todos hicieron una leve reverencia y la doctora Klein
salió de la sala.
-En cuanto a usted…- Calatrava tragó saliva- tenemos otro
trabajo pendiente, ¿no es así?
-Así es, y todo va como habíamos planeado.
-Recuerde que aún tenemos que capturarla. Me refiero,
naturalmente, a la misteriosa mujer-sombra, ¿cómo le llamaba la prensa de su
país?
-La Ninja de los Peines.
-¡Ah, sí!- dijo esbozando una sonrisa- Es curioso.
Una Ninja en su país.
-Los Ninjas se han hecho muy famosos.
-Si, el cine americano todo lo “populariza”. ¿Ha
llegado ya a Tokio?
-Si, el truco de la gira mundial no ha fallado. Ahora
mismo se hallará realizando una visita programada. En un par de horas estará en
el lugar preciso y procederemos a atraparla.
-Ha sido una suerte que su… “esposa” le contara todas aquellas historias, esperemos que sean
ciertas.
La cara de asco de Toojo al pronunciar la palabra
“esposa” sonrojó a Calatrava, pero no estaba en condiciones de reivindicación
alguna.
-Yo no dudo de ellas, fueron dichas sin ninguna
intención de manipular.
-Nunca se sabe qué intenciones puede tener un… una “esposa”.
-En un par de horas podremos salir de dudas.
-Esperemos que satisfactoriamente, esta operación
está siendo muy costosa.
A pocos metros de la pequeña sala, la doctora Manuela
Klein revisaba el equipo del laboratorio al otro lado de la mampara que le
separaba de un irritado Diego Palmero, el Chiclana, preso de una ira irracional.
-¡Enana…! ¡Que me desates hija de puta! ¡Perra!
Afortunadamente, los efectos secundarios del Pentotadine
no podían apreciarse tras el doble acristalamiento del laboratorio. Porque si
Diego de normal tenía la lengua suelta, con esta droga era un descontrol que
dañaba las mentes más curtidas.
Manuela se acercó a la puerta que le separaba del
sujeto con una enorme pistola inyectora en la mano. El color violáceo del
líquido de su interior ya daba miedo.
-¡Killa…!¡En serio, déjame ir, mujer, que yo no hago
daño a nadie!
Klein no prestaba atención, como si Diego realmente
fuese un ratón de laboratorio. Pero el Chiclana no estaba para demasiadas
diplomacias.
-¡Me cago en mis mulas toas!¡Qué me desates tapona!
Sin perder un segundo en descifrar el último
calificativo, Manuela ajustó la punta de la pistola sobre la enorme vena
cefálica del brazo izquierdo y se dispuso a apretar el gatillo cuando un
movimiento brusco y desesperado del paciente volcó la camilla con él encima
sobre el minúsculo cuerpecillo de la doctora. El líquido violeta salió
disparado manchando sábanas y batas, pero lejos de la sangre del iracundo
marinero.
La suerte para éste fue que, al caer, la pequeña
doctora se dio un seco golpe contra uno de los monitores a los que Diego estaba
conectado quedando inconsciente. Diego, en postura imposible, colgando sobre el
cuerpo atravesado de Manuela y atado a una pesada camilla tenía que pensar
urgentemente qué hacer, porque aquella le parecía una buena ocasión para
escapar, aunque las ganas de morder la cercana cabeza de la doctora casi le
impedían pensar en nada más.
Una de las tiras de velcro que aseguraban su muñeca a
la camilla se había despegado un poco, creando una pequeña solapa sobresaliente
que se había enganchado en la bata de la mujer. Diego, haciendo gala de una
fuerza convulsa inesperada, empezó a arrastrar todo su cuerpo, camilla
incluida, sobre el de Manuela. Poco a poco, la tira de cinta empezó a despegarse
hasta terminar liberando la mano izquierda del marinero. Lo demás fue rápido.
En un segundo, Diego estaba de pie, con una bata anudada a su espalda,
quitándose un montón de sensores. El monitor empezó a pitar. Miró rápido, sólo
estaba él, los aparatos y el cuerpo de la mujer en el suelo. De repente lo vio:
tarjeta de identificación.
Sin pensarlo, arrancó la tarjeta de la bata de la
doctora y se la colocó en la suya, no sabía para qué podría servirle, pero era
lo único que tenía. Abrió la puerta de la habitación y pasó al laboratorio.
Dando tumbos, nervioso y descontrolado, fue tirando
bandejas de muestras, herramientas de cirujano, y carritos con ruedas. El
monitor de la habitación donde había estado atado pitaba cada vez más
desesperadamente. Tenía que salir como fuese. Sus nervios no le permitían
controlar el movimiento, sin embargo le hacían pensar con mucha claridad y
velocidad. La puerta.
Se puso delante buscando algún pomo, interruptor,
solapa o algo el suficiente tiempo para que el sistema de identificación detectara
la tarjeta. La puerta se abrió. Diego no se detuvo a preguntarse cómo y salió a
un pasillo. Miró a derecha e izquierda, se decidió por la parte peor iluminada,
buscando en la oscuridad una protección que no tenía.
Había puertas, lo sabía porque se iluminaban en verde
cuando pasaba junto a ellas, pero ninguna le pareció lo suficientemente
“acogedora”. Por último llegó a una que tenía un símbolo que le resultó
familiar: salida de emergencia. Se detuvo ante ella. La puerta se abrió… Una
alarma empezó a sonar por todo el recinto a la vez que intermitentes luces
rojas sustituían a las luces normales del corredor.
-¡Cooojones… como para no ponerse nervioso!
Detrás de la puerta de emergencias una escalera
metálica ascendía veinticinco pisos. Diego el Chiclana, descalzo, semidesnudo
pero con un subidón de Pentotadine del siete empezó a escalar a una velocidad
de vértigo. La puerta de emergencias se cerró cuando ya iba por el sótano 23 y
la alarma cesó.
Nadie se cruzó en su camino, aparentemente, nadie le
estaba siguiendo, pero algo le decía que muy a salvo no se encontraba. Y era
cierto. Al otro lado de las puertas de emergencia un tremendo dispositivo de
seguridad se había formado y comenzaba el reconocimiento de todos los recodos
de las instalaciones buscando al desaparecido “sujeto” de la aturdida doctora
Klein. Sho la sujetaba intentando incorporarla.
-Doctora, ¿se encuentra bien?
-Ung… sí, creo que sí… ¿le habéis atrapado, no?-
-Estamos en ello. No puede escapar. Ya hemos desactivado
su tarjeta de acceso. Creemos que está atrapado en las escaleras de emergencia
norte, intentamos cogerle sin hacerle daño.
-Eso es importante, dígaselo a sus hombres, no debe
sufrir ningún daño, al menos no su cerebro. Que le disparen a las piernas o al
estómago.
-Ya están advertidos.
El Chiclana empezaba a acusar agotamiento. Su corazón
latía a mil, pero aún le quedaban fuerzas para seguir subiendo peldaño a
peldaño. De pronto, en el sótano diez, notó una corriente de aire frío que le
cruzó la cara. Era una entrada de aire desde el exterior.
“Esto lo he visto yo en alguna película.” Pensó. “Y
siempre es la mejor opción.” Se detuvo ante la rejilla de ventilación y la
desmontó de un tirón, rompiendo cuatro remaches de plástico. En la rejilla
ponía “Made in China”.
Sin ninguna dificultad, aunque justo, pudo colarse
por el tubo de aireación. Empezó a “marinear” como lo hiciera en su infancia
por los tubos de los barcos en reparación del puerto de San Fernando: codos,
subir, apretar, piernas, soltar, subir, apretar… Así de fácil. El aire frío le
había secado la lengua y los labios y las paredes heladas del conducto le
estaban congelando las extremidades, sólo el Pentotadine le mantenía ágil y
fuerte: “Tengo que preguntarle a la enana qué clase de farlopa ha usado, esto
es la caña.”
Por
fin una rejilla le cerraba el paso. Al otro lado se escuchaba el viento azotar
fuertemente. Con bastante más dificultad, pero con la misma determinación,
Diego terminó haciendo saltar el obstáculo hacia el exterior. Un frío intenso
le pegó las pelotas al culo. “Me cago en mis muertos… ¿dónde coño estoy?”: Un
grueso manto de nieve rodeaba el pequeño bunker donde terminaba el conducto de
ventilación. La aterida cara del chiclanero miraba asustada a ambos lados.
Nieve y más nieve. Y una niebla baja que sólo le permitía ver unos veinte
metros alrededor.
“Me parece que por aquí, desnudo, no voy a durar
mucho… mejor me doy la vuelta”
No había terminado de pensar en la retirada cuando un
par de pequeñas figuras le llamó la atención. Eran dos curiosos y pequeños
monos. Venían corriendo de un lado y se habían quedado quietos al ver cómo la
rejilla exterior saltaba por encima de sus cabezas.
-Pero, bueno, ¿qué es esto, un zoo?
Los monos pegaron un pequeño respingo y continuaron su
alocada carrera perdiéndose en la niebla.
-Si es un zoo, estos van a comer… ¡toca seguir al
mono, chaval!
Y sin pensárselo dos veces, con su bata culera,
descalzo y puesto de drogas hasta las cejas, Diego Palmero Moreno salió
corriendo detrás de los dos pequeños primates por encima de un montón de nieve.
-¡Eh… eh! ¿Hay alguien ahí?

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