06.16: Sin bikila
La luna amanecía, apenas menguante, como una sorprendida y pálida muñeca justo donde la grieta luminosa del njia nyeupe iniciaba su camino hacia el Oeste. El resto del cielo era profundamente negro salpicado por mil puntos de colores, del rojo al blanco, algunos de los cuales eran familiares y tranquilizadores. El aire fresco, movido por una ligera brisa con olor a yerba y estiércol, estimulaba los sentidos, a pesar de esos retazos acres que transportaba. Pero allí nadie parecía atender tanta y tan compleja belleza.
Ayubu parecía a punto de estallar mientras untaba ungüento de mala gana en las desolladas manos de su pupilo. Matata se encogía ajeno al dolor como si quisiera transparentarse ante su mirada iracunda. Y la muchacha, apartada, miraba con aprensión la disputa de la que se sentía responsable, aunque esa no era la principal preocupación que la atormentaba.
—A ver, ¿¡Me acabas de decir que has matado a un hombre aquí al lado y te has fugado con su esposa!?
El muchacho gimió con desesperación.
—No es lo que piensas, es que ese hombre...
—¡Grandísimo ignorante!—El abu se giró con frustración para guardar el frasco.—¡Ese hombre era un ukale, y era el marido de esa niña, otra ukale!¿¡Quién con dos dedos de frente haría lo que tú acabas de hacer!?
—Pronuncias palabras que desconozco. No entiendo...
—¡Eso es!—Ahora sus caras estaban a escasos milímetros.—¡No entiendes!¡No has aprendido nada!¡No sabes nada!
Matata soportó los escupitajos que acompañaron los gritos de su abu con estoica sumisión.
—No, yo... ¡Lo siento!—Se giró hacia la chica. Sus miradas húmedas se cruzaron.—Lo que sea que haya pasado ya está hecho. Si es por ella no tienes por qué preocuparte, yo me encargaré.
—¡Por los tres Malaika!—Ayubu levantó los brazos clamando al cielo.—¡Si no eres capaz de entender lo que te rodea no puedes cuidar de nadie! Sólo tenías que hacer lo que te encargué, huir, llegar aquí sano y salvo. Nada más, pequeño estúpido.
—Si me permite señor, yo les prometo que...
—¡Tú te callas!—Gritó sin girar la cabeza.
Aquella orden no sólo silenció a la muchacha. Los tres se sumieron en un silencio tenso, apenas roto por la respiración excitada del abu y los sonidos de pequeños roedores hocicando por entre las yerbas.
—No puedes hacerte cargo de ella.—Susurró al fin bajando los brazos.
La chica empezó a sollozar encogida sobre sí misma, sola, cual vivo retrato del abandono. El muchacho dudó un segundo para terminar acercándose a ella con la intención de calmarla.
—No puedes hacerte cargo de ella.—Oyó repetir a su maestro en un murmullo. También él necesitaba ayuda, como podía distinguir por la tonalidad oculta de sus palabras. Si en ese momento hubiera servido de algo se habría partido en dos. Sintió entonces que las palabras de Ayubu estaban cargadas de sentido: “no puedes cuidar de nadie”. Y se abrazó a Chanúa buscando él mismo consuelo.
Poco a poco los sollozos de muchacha se fueron espaciando hasta cesar. La respiración de Ayubu también fue volviéndose más suave, hasta que habló.
—Caminaremos hacia el Este. Debemos encontrar un sitio dónde pasar la noche.
—¿Y ella?
—La chica viene con nosotros, de momento.
Caminar de noche por la sabana era una actividad de riesgo, incluso para los watupya, pero la luna brillaba firme, alta ya sobre el horizonte, y hacía que el paisaje pareciera como una talla de piedra, plano, sin apenas contrastes, pero nítido como un bajorrelieve, los cinco se sentían razonablemente seguros. Al cabo de un buen trecho Ayubu divisó a lo lejos un grupo de kishugu que llamó su atención.
—Hacia allí. Descansaremos allí.
Mucho antes de adentrarse entre los montículos que servían de entrada a las colonias de los laboriosos habitantes de los kishugu, los punda se detuvieron en seco y dejaron de responder a las órdenes de continuar. Es difícil contradecir a un punda, especialmente cuando sienten que su seguridad está en juego, así que Ayubu optó por aceptar aquella negativa, les susurró palabras tranquilizadoras y se dispuso a descargarlos.
Desde aquella distancia hasta Chanúa podía ver dónde pretendía acampar aquél odioso hombre.
—No podemos entrar ahí.—Susurró a Matata.—Son cientos de kishugu, llenos de mchwa. Nos devorarán antes de que nos sentemos.
—No. No lo harán.—Dijo Matata ayudando en la descarga de los animales.
—A ella sí.—Ayubu terminó de descolgar el último saco. —¿O es que su olor a hembra te ha borrado la memoria?
—¡Es verdad, tú no eres..!¡Ayubu, no podemos entrar ahí con Chanúa!
Ayubu se dirigió hacia los kishugu sin volver la cara. Los dos jóvenes se quedaron clavados observando cómo su figura se adentraba en aquella fantasmagórica ciudad de barro.
—¡Ya lo se!—La oscuridad lo engulló.—¡Qué paséis buena noche!
Los dos quedaron a solas junto a los animales y su carga.
—¡Hijo del Gran Ibilisi!
—¿A dónde va? ¡Se lo van a comer!
—¡Ojalá!
Chanúa miró al rededor. Sólo alguna mshita y los kishugu rompían la monótona llanura herbácea.
—¿Qué vamos a hacer?
—Dormiremos aquí, con los punda. Mañana continuaremos.
—¿Y él?
—No te preocupes, no le pasará nada.
Matata tardó algún tiempo en tranquilizarse pero, al fin, se tendió junto a Chanúa.
El frío de la noche les hizo acurrucarse uno contra el otro. La piel de Chanúa era suave y cálida y su pelo concentraba aún más aquél aroma que le aturdía. Temblaban pero no se daban cuenta. Ella deslizó una mano a lo largo de su costado hasta encontrarse con su mboo. Estaba tan duro que dolía, pero ella sabía cómo calmarle.
Matata nunca había estado tan cerca de una muchacha en celo.
En Kabilah, cuando una niña se convertía en mujer, se le hacía la fiesta de la uzazi tras la cual ingresaba en la shule mzazi donde aprenderían todo lo necesario para desarrollar su etapa como madres.
Los muchachos, aún niños, comenzaban entonces su adiestramiento para el Ukomavu. Sólo aquellos que lograran atravesarlo volvían a tener contacto con ellas, un contacto distinto. Pero ahí estaba Chanúa, mordiendo sus labios con su boca salada y excitante.
Las manos de Matata también se movieron, solas, como si tuvieran vida propia. Se agarraron a los pechos de la muchacha y luego bajaron hasta su kuma. Estaba húmeda y acogedora. Era el momento.
Casi sin darse cuenta hicieron el amor por primera vez en sus vidas.
La luna, testigo indiferente de aquél prodigio, continuo su caminata por el njia nyeupe. Les vio besarse, y dormirse, y volverse a despertar para repetir la ceremonia, y luego los vio dormirse de nuevo, abrazados y sonrientes, felices. Hasta que el sol borró las estrellas con su poder e iluminó de amarillos y verdes la llanura.
—¡Levantaos perezosos!
Ayubu ya había cargado a los animales y golpeaba con el pie al muchacho.
—Hay keki de asali y he preparado kahawua, aún está caliente.
Chanúa se sentó cubriéndose avergonzada aunque Ayubu pareció ignorar su desnudez. También parecía de mejor humor, incluso le sonrió cuando le ofreció aquella torta de aspecto jugoso y dulce.
—Gracias.—Contestó disponiéndose a devorarla.
—¿Cómo has dormido?—Le preguntó Matata levantándose para traer el kahawua.
—Bien, al principio. Ahora me pica todo.
—Es la yerba. Está llena de uyoga. Tu sudor lo eliminará.
—¿Uyoga?¿Qué es eso?
—¡Dejad la charla y vestíos, tenemos un trabajo que hacer!
Matata se colocó el caftán casi en un solo movimiento y se acercó al abu mientras la muchacha terminaba de recoger sus prendas del suelo.
—¿Has pensado ya qué vamos a hacer con ella?
Ayubu se volvió hacia él. Su rostro mostraba una mezcla de reproche y sarcasmo.
—Ibas a ocuparte tú [¿no lo recuerdas?], aunque anoche casi la metes en medio de un millón de voraces mchwa.
—Olvidé que no era watupya. [No volverá a ocurrir].
—¿Sabes lo que eso significa?—Acariciaba a los animales mientras ajustaba los enganches de la carga.—Deberías de saber lo que es un marido entre los ukale, y lo que son las hembras para ellos. Quizá así sabrías interpretar lo que ella espera que tú seas. Pareces haber olvidado cómo leer un rostro.
—No sé que me pasa, abu. Yo…
—Estás aturdido como un tumbili sin manada. No se puede caminar entre ukale recogiendo a todo el que sufre, no podríamos dar un paso. La verdad es que temo que no estés preparado para realizar esta misión.
—¡No es justo!—El rostro de Ayubu le dijo algunas cosas más y Matata se lo pensó mejor.—Lo siento, abu. Te prometo que…
—¿Promesas? ¿De alguien que ha roto la bikira?
—Creí que ya había pasado mi Ukomavu. Me lo dijiste ayer.
—Te dije que esta misión iba a ser tu Ukomavu. Pero no la hemos completado ¿verdad?—Comprobó que los bártulos estaban bien sujetos a las grupas de los animales.—Además, dudo que lo logres si sigues por ese camino.
—Te prometo que haré todo lo que me digas.
—Prometer todo es mucho, ¿No crees?
—¡Lo prometo!¡Todo lo que me pidas!
—De acuerdo. Lo primero será deshacerse de esa muchacha.
—Pero...
—¡Shhh!—Ayubu le cerró los labios con el índice.—Acabas de prometerlo.
—¡Ya podemos irnos!—Dijo la muchacha con alegre inocencia.
—Pues adelante. No perdamos ni un instante.
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