06.17: Sera-Kanuni


La sala donde se reunían los naibu durante las reuniones del Consejo no era demasiado confortable. Disponía de una gran mesa, que en estos momentos estaba ocupada por algunas bandejas de comida, sillas suficientes para todos y unos pocos muebles auxiliares en los que guardar la ropa, instrumentos y abalorios necesarios para el desempeño de su función como asistentes.

Desayunaban en silencio, cansados después de una larga noche. Aquél día no podrían atender sus otras obligaciones. Porque los naibu, fuera de Palacio, eran hakimu y se dedicaban a impartir justicia en la ciudad.

Se apoyaban en las pocas normas existentes y en un poderoso sentido común alimentado por el estudio profundo de la larga historia de conflictos de Kabilah.

Para ser hakimu se debían haber superado todas las etapas de la educación previa a la ceremonia del ukomavu, completar la de askari los hombres o mzazi las mujeres, haber tenido al menos dos hijos y superar la formación en la escuela hakimu renunciando, entre otras cosas, a la pertenencia a ningún otro colectivo de la ciudad.

Los hakimu gozaban de respeto y reconocimiento y en determinadas circunstancias, muy excepcionales, tenían más poder que el Gran Chaga o incluso el Mlinzi Elimu llegando a ser considerados tradicionalmente como los defensores últimos de los siete pilares de Kabilah, aunque no siempre lo habían tenido fácil.

Normalmente, como naibu, su función se limitaba a ordenar las intervenciones de los consejeros para permitir que se expresaran todas las opiniones, pero en aquella sesión tumultuosa se habían visto obligados a retirar la palabra a todos los mlinzi excepto a un número reducido de dos portavoces tras los cuales se habían agrupado el resto. Aún con las intervenciones limitadas a esas dos personas, había sido imposible llegar a ningún acuerdo a lo largo de toda la noche y al fin, agotados, los naibu se habían visto obligados a suspender el debate para que los consejeros y ellos mismos pudiesen descansar.

—¿Me acercas un cuenco hermana?

La interpelada, una mujer menuda cuyo cuerpo parecía una calavera recubierta de pergamino, levantó la mirada distraída. Su rostro reflejaba cansancio, como el de todos, pero también una profunda preocupación.

—Oh, déjalo. Estamos cansados. Tomaré este mismo.—El que hablaba era probablemente el más joven de la sala, un cincuentón grande y vigoroso que lucía una redonda y rapada cabeza adornada con una espléndida sonrisa.

Tomó un cuenco sucio que había junto a él y volcó un jarro con maji hasta llenarlo.

—¿Estás preocupada por el debate?

La mujer lo miró extrañada.

No era normal en absoluto que los naibu comentaran el contenido de lo hablado en las reuniones del Mlinzi Elimu. En sentido estricto, nada de lo que allí se decía era de su incumbencia hasta que el Consejo tomaba una decisión y entonces, con la forma de acuerdo del Mlinzi Elimu, se hacía de obligado cumplimiento y ellos adquirían el deber de vigilar que así fuera. Pero aquél endiablado asunto de los shetani lo había trastocado todo.

—Estoy pensando, Fukara. Creo que deberíamos volver a leernos la Sera-Kanuni, hay algo que se nos está escapando.

—Podría recitártela hasta dormido, ¿para qué volverla a leer?

—¿Por qué hay que leerse la Sera-Kanuni?—Intervino otro naibu poniendo un gran cuenco lleno de fruta en el centro, era un hombre encorvado por los años, como la mayoría de los naibu.

—No sé. Creo haber entendido que el debate trataba sobre cuál de los siete pilares era más importante. Y si así fuera, deberíamos haber interviniendo porque somos nosotros los únicos con autoridad para interpretarlos.

—¡Qué horror!—Dijo una mujer lozana y llena de redondeces mientras desde el otro lado de la mesa.—¡Como si no fuera suficiente con haber estado oyendo a Jumla y Jela durante toda la noche!

Las quejas de la mujer atrajeron al resto de los naibu que empezaron a prestar atención mientras apuraban sus platos con intención de retirarse al dormitorio común lo antes posible.

Un anciano con aspecto de venerable quiso participar acercándose a la Mwenzike y Fukara.

—Y digo más. Está claro que están hablando de los siete pilares. Y como ella, pienso que el asunto nos incumbe y mucho.

—Pues yo pienso que están dramatizando demasiado. Y vosotros también. Si cuatro hierros retorcidos y un par de relatos ukale nos van a hacer cambiar nuestra forma de vida es que ya no somos Kabilah.—Fukara hablaba mientras masticaba una chorreante chungwa. 

—¡No por favor!—Volvió a intervenir la mujer redonda.—¡No discutamos también nosotros, me duele la cabeza!

El anciano venerable no hizo caso de las protestas y continuó.

—Jumla parece decidido a que la seguridad de Kabilah prime sobre cualquier otra consideración y eso, desde mi punto de vista es hacer prevalecer el Ngao sobre todos los demás.

—Y Jela parece temer que el Gawiza en particular se vea seriamente dañado si se hace lo que Jumla pretende.

—¿Y qué decía el Gawiza?—Fukara interpretaba el papel con la intención de animar la conversación.—¡Ah si! “Ningún watupya será privado de ningún conocimiento, bien, servicio o derecho ni tiene derecho a ocultar o privar de conocimientos, bienes, servicios o derechos a los demás.”—Se inclinó ante su auditorio como si fuese un actor. Nadie tuvo ánimo de silbarle en agradecimiento.

—Gracias Fukara por recordárnoslo, y gracias por darme la razón. Si los planes de Jumla se ejecutaran, todo el sistema de formación de Kabilah se vería enterrado bajo una única fuente de conocimiento, la institución militar. El resto serían ocultados, momentáneamente asegura, circunstancia que no impediría la quiebra de al menos tres de los siete pilares.

—¿Estás tomando partido Mwenzike?—El rostro de Fukara era ahora una alegre máscara orlada de sarcasmo.

—Estoy viendo que el Gawiza, el Usawa y el Mtu al menos pueden estar en peligro. Sólo eso. Pero sí, si quieres verlo así, opino como Jela.— Mwenzike no tenía ganas de bromear con su hermano.

—Pero si los enemigos de Kabilah están ahí al lado, ¿no debería primar el principio de seguridad sobre el de igualdad?—Fukara se puso serio, o quizá tenía ganas de polémica.

Aquello no gustó a la naibu gorda del otro lado de la mesa que dio un manotazo sobre el tablero y se levantó con la agilidad de un impala.

—¡Tisukale!¡Ahora vendrán sus réplicas y luego tus contra réplicas y todo volverá a empezar!—Y se dirigió hacia la puerta del dormitorio común.—¡Buenas noches!

Aquella salida de tono pilló desprevenidos a todos que se la quedaron mirando hasta que desapareció de su vista.

—¡O buenos días!—Gritó.—¿Cuándo se vuelven a reunir?

—¡A medio día!—Gritó también Fukara.—¡No te duermas demasiado pronto, voy en seguida!

Un gruñido de desaprobación fue toda la respuesta que obtuvo.

—Os aconsejo que hagamos lo mismo o no podremos teneros en pie.

—Es verdad. Descansemos, dejemos para momentos más lúcidos nuestra discusión.

Y sin protestar, los naibu se fueron levantando uno tras otro para buscar un momento de reposo antes de reanudar la sesión.

Mwenzike se demoró un poco ayudando a los seva a retirar los cacharros y Fukara, al ver que se habían quedado solos, se le acercó por detrás.

—¿Habrás comprobado que sé de memoria la Sera-Kanuni?

—[Al menos el Gawiza]—El sarcasmo se dibujó ahora en el rostro de la mujer.

—Si quieres te recito los siete pilares. El primero es el Kabilah, que da nombre a nuestra ciudad, en él…

—Estoy segura de que los conoces perfectamente.—El último seva agradeció la ayuda prestada y se retiró dejándolos a solas.

—Pero sigues pensando que deberíamos releerlos. [¿Por qué?]

Mwenzike suspiró y se giró hacia su hermano naibu, más grande, más joven y más vital que ella. Pero más tonto, pensó.

—¿Acaso no has escuchado siempre que nos enseñan una versión resumida de la Sera-Kanuni?

—Resumida no, traducida. La Sera-Kanuni original está escrita en la lengua de los Tisukale. No creo que nos sirviera de mucho.

—¿Y si en ella hay algo que nos pudiera ayudar?

—¿Como qué?

—No sé, algún párrafo o pasaje que se refiriera expresamente a este momento. Los Tisukale eran sabios y poderosos, los que los tradujeron no tanto. Igual se saltaron algo que les pareciera irrelevante entonces.

—En ese caso ahora es demasiado tarde. Nadie en Kabilah recuerda la vieja lengua de los Tisukale.

Mwenzike sonrió.—[Yo sé de algunos que sí].




En el Palacio las luces se empezaron a apagar mientras los seva cerraban los postigos de las ventanas para que la luz del amanecer no perturbara la tranquilidad del interior.

La que terminaba había sido una jornada particular.

El Palacio estuvo rebosante de gente, las bodegas tuvieron que abrir el doble de vasijas de pombe, maji y divai, los corrales tuvieron que sacrificar varias kuku y algunos kanin de más y los huertos recolectaron más matunda, saladi y nyanya de lo normal.

Las cocinas redoblaron los turnos, las lavanderías proporcionaron más ropa de cama y abrigos y los seva tuvieron que encender todas las calderas para garantizar agua caliente a tantas personas. Reordenar todo aquél caos para acallar la actividad llevó a los seva bastante tiempo, pero al fin, todo quedó en silencio.

El Palacio disponía de dormitorios comunitarios para los Consejeros y los Naibu si un debate no concluía en acuerdo antes del momento de descansar, como era el caso, ya que durante los mismos los Consejeros no podían tener contacto con nadie que no fuera el Mlinzi Elimu. Así que el Palacio vería también cómo un número inusual de inquilinos pasaba la noche entre sus muros.

El único que lo haría en su cama de todos los días sería el Gran Chaga Jela, que tras acabar de cenar en la soledad de sus aposentos, consultaba algunos libros antiguos para tomar las últimas notas antes de retirarse.

Estaba agotado, pero su búsqueda entre los viejos tomos parecía febril. Por fin pareció encontrar lo que buscaba.

—Estás aquí, viejo amigo.—Acarició lo que estaba buscando con afecto.—Creía que nunca tendría que volverte a leer.

Abrió el libro bajo la luz de la lámpara de su mesa de trabajo. Sólo llevaba texto, algunas tablas de decisión, árboles de preguntas y respuestas y fórmulas matemáticas. Pasó las páginas con cuidado de no rasgar su delicado papel hasta llegar a la parte que le interesaba.

—Lo sabía. Sabía que no nos habías dejado solos, ¡oh Gran Ansvar!

Puso una hoja de karatasi para marcar el lugar y cerró el libro.

Luego, se acercó al baño para aliviarse y asearse y se dirigió a su dormitorio arrastrando los pies sobre el cálido suelo de barro con un rictus de esperanza.

Cuando estaba a punto de apagar la luz, Sichana, su joven y leal ayudante, entró en la alcoba.

—Perdona Jela, pero han llegado noticias de Ayubu y Matata.

El viejo se incorporó con los ojos entrecerrados.

—[¿Algún problema?]

—No. No. Bueno, han tenido algunas dificultades en Chanzuru pero han logrado esquivarlas. Parece ser que alguien más va con ellos.

—Una mujer.

—Creo que sí. Los bundi no son muy explícitos.

—¡Lo sabía!—Suspiró y volvió a tenderse.—La gente joven siempre arrastra a otros tras de sí. Espero que Ayubu sepa lo que hace. Buenas noches Sichana.

—Hay otra cosa más.

El tono de Sichana reflejaba inquietud. La vieja cabeza de Jela sintió que algo no estaba bien. Se incorporó y se sentó en el borde de la cama.

—No voy a poder dormir, ¿verdad?

—Me temo que debe ser importante. Dos naibu esperan afuera para hablar contigo.

—¿Dos naibu?—Petrificó sus gestos.—¿Los conoces?

—Es ese calvo y grande, no recuerdo su nombre. Le acompaña Mwenzike.

—En pleno debate.—Tomó el camisón que acababa de dejar en el suelo y volvió a colocárselo.—Eso no es del todo correcto.

—¿Quieres que les despida?

—[No] Si Mwenzike ha llegado hasta aquí es que lo que sea será más importante que inapropiado. [Hazles pasar]

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