06.15: Chanúa


—Matata, despierta.

El muchacho pegó un respingo.

—¿¡Ung!?

—Te habías quedado dormido mientras hablábamos.—Ayubu estaba de pié ofreciéndole la mano para ayudarle a incorporarse.—Es hora de largarnos.

—De... ¿dónde estamos?

—En Chanzuru.—Apenas si podían moverse en el estrecho dormitorio.—O nos largamos ya o nos cortan el pescuezo. ¿Recuerdas?

—¡Oh!—Empezó a mirar hacia todas partes aunque no había nada que ver.—¿Han llegado ya?

—Vienen de camino. Sígueme.

A pesar de la oscuridad que reinaba en el interior de la fonda Ayubu parecía conocer el camino a la perfección y se movía con seguridad indicándole la presencia de obstáculos o el paso a través de un corredor u otro. Matata caminaba aún dormido y tropezaba torpemente con cualquier cosa.

—¡Shhh! No hagas ruido, se supone que estamos huyendo.—El susurro de Ayubu estaba cargado de sarcasmo.

La luz de las estrellas se dibujó en un rectángulo frente a ellos. La silueta de un bundi se recortaba contra el fondo como un espacio negro y vacío. Cuando estuvieron junto a la ventana salió volando y se perdió.

—Saldremos por aquí. Tendremos que caminar por los tejados.

—¿Estás seguro?

—Razonablemente.

Ayubu, a pesar de su estatura y de haber pasado de los cuarenta, se deslizó por el estrecho marco con agilidad. El joven necesitó de su ayuda para hacer lo mismo. De pronto estaban sobre el tejado de una de las casas que compartían pared con la fonda.

—Por allí, tenemos que ir al Norte.

—¿Y los pundas?¿Y el cargamento?

—No te preocupes por ellos. Saben cuidarse. Los encontraremos a las afueras.

Las figuras de Ayubu y Matata caminaban por los tejados de adobe y madera con prudencia, especialmente cuando cambiaban de casa, por si se encontraban con una cubierta que pudiera jugarles una mala pasada. El bundi les precedía ululando de forma intermitente para orientarles.

Abajo en la calle empezaba a formarse un tumulto alrededor de un numeroso grupo de guardias armados que caminaban haciendo un ruido excesivo con sus botas. Por si fuera poco escándalo, el jefe de los soldados iba gritando a todo aquel que se interponía en su camino.

—¡Apártate! ¡Dejad paso!

Al llegar a la fonda algunos hombres se situaron en la puerta y a los pies de las ventanas mientras que el jefe y media docena más entraban en el edificio siguiendo las indicaciones del dueño del establecimiento.

—Están arriba, en la última habitación. No tienen escapatoria.


—Cuánto tiempo he estado dormido.

—Más de dos horas. Estabas cansado.

—¿Y tú?

—Yo he tenido que organizar todo esto. Cargar de nuevo a los punda, contactar con algunos bundi para que vigilaran las calles e inspeccionar la fonda para encontrar una salida.

Matata se sintió mal.—Deberías haberme avisado.

—Eres joven y no habías tenido un buen día. Necesitabas descansar.

El jaleo de los guardias quedaba lo suficientemente lejos para que pudieran escuchar los gritos del jefe.

—¡Han desaparecido!¡Mierda!

—Pero… es… imposible. ¡No hay salida!

—¡Jefe! Han tenido que huir por aquí, saltando por los tejados.


El bundi giró a la derecha y se posó sobre una cornisa ululando con insistencia.

—Hemos llegado al final. Tenemos que bajar a la calle. Debemos darnos prisa, en un instante los soldados empezarán a patear toda la ciudad para encontrarnos.

Con la agilidad de un chui, Ayubu saltó desde el tejado hasta el suelo. Cuando Matata estuvo a su lado le señaló hacia el retazo de cielo que se recortaba contra las casas.

—¿Ves aquella estrella?

—Kaskazi.

—No debemos separarnos a menos que nos encuentren. En ese caso es mejor tirar cada uno para un lado, entonces, deberás seguir en dirección contraria a los guardias. Usa Kaskazi para orientarte. Debes tenerla delante de ti siempre que puedas. ¿De acuerdo?

Matata no había llegado a abrir la boca cuando la figura del abu desapareció en la oscuridad. Podía oír sus pisadas y su respiración, pero corría a tal velocidad que al muchacho le costaba llevar su paso.

Empezaron a sonar gritos a izquierda y derecha. El despliegue había comenzado.

Las calles no estaban iluminadas como las de Kabilah y las estrellas, a falta de la salida de la luna, apenas si daban para distinguir los obstáculos más voluminosos. Matata corría intentando no perder el sonido de Ayubu. Tropezó con algo que cayó haciendo mucho ruido. Trastabilló. Alguien protestó desde alguna casa. Se detuvo a escuchar. Sólo llegaba a distinguir el sonido de las botas y los gritos de los guardias, el rastro de Ayubu se había perdido.

Su corazón latía tan fuerte que su sonido parecía reverberar contra las paredes de la estrecha callejuela. Inspiró para retomar la calma. Miró al cielo. Kaskazi no estaba. El sonido de las botas se acercaba por detrás. Empezó a caminar en dirección contraria, buscando un  cruce que le permitiera ver más cielo.

Llegó a uno. Miró a los cuatro puntos buscando con desesperación la posición de la estrella. Había una. No. No era la que buscaba, debía ser Zuhura, que señalaba el Este. Kaskazi señalaba siempre al norte así que giró a la izquierda y corrió con fuerza. Las pisadas de los guardias se detuvieron a poca distancia detrás de él.

—¡Allí!—Gritó una voz estridente.

Giró a la derecha. Sudaba, aunque era una noche más bien fría. Llevaba levantado su caftán y debía tener un aspecto ridículo corriendo como una kuku asustada. Pero no tenía tiempo para esas tonterías. Los soldados le pisaban los talones y debía de usar su cabeza para encontrar una escapatoria.

—¡Por aquí!—Gritaron tras él.

Tropezó con una piedra y cayó al suelo desollándose las palmas de las manos contra la tierra. No tardó más que un suspiro en volver a estar corriendo, ya tendría tiempo de quejarse. Giró a la izquierda y se encontró de frente con el edificio donde aquella tarde Ayubu se había entrevistado con el diwani. Continuó pegado a su pared lateral para evitar a los guardias de la puerta.

Arriba, un poco a su izquierda, descubrió por fin a Kaskazi. Pero si quería huir de los que le perseguían no podía ir hacia el Norte. Giró a la derecha justo por detrás del edificio del diwani. Era una calle más ancha y por el centro podría haber ido sin dificultad pero buscaba la penumbra junto a las paredes de las casas y éstas estaban repletas de trastos abandonados.

Tropezó con algunas cestas que rodaron hacia el otro lado de la calle. Al doblar una esquina se percató de que le faltaba el aire. Debía detenerse a tomar resuello. Miró entre las sombras buscando un escondrijo. Los ukale no tenían tan buen olfato como los watupya, es posible que pasara desapercibido, aunque para ello tendría también que dejar de jadear como una vieja moribunda.

—¡Shhhh! Ven.

Era un susurro y no era un soldado. Olía a muchacha en celo.

La llamada provenía de la pared de su derecha, una casa que colindaba con la parte de atrás del edificio del diwani. No le parecía un lugar tranquilizador pero no tenía otra opción, las botas de los guardias sonaban demasiado cerca.

Siguió su olfato. Una puerta se entreabrió y una línea de luz tenue le indicó el camino. Entró. La puerta se cerró. Se apoyó en sus rodillas para recuperar el aliento. Las carreras de los soldados pasaron junto a la casa y se perdieron hacia la plaza del mercado. Por fin levantó la mirada.

Era ella. La chica que había visto por la tarde con una kuku colgando por las patas. Su olor era embriagador.

—Gracias.

La chica se mantenía en la pared de enfrente. Cruzada de brazos. Sus ojos miraban al muchacho con anhelo pero su rostro parecía despreciarle. Conocía ese juego confuso. Era típico de las muchachas.

 —¡Qué habrás hecho para ser perseguido por todos los guardias de la ciudad!

La chica susurraba. A Matata le pareció que debía haber alguien más en la casa. Notó el olor de un hombre. La casa entera olía a sexo. No todo estaba bajo control.

—Déjame descansar un instante, me iré sin darte problemas.—Susurró a su vez.

—No me has contestado.

—¡Chanúa!¿Dónde te metes?

La muchacha hizo señales a Matata para que se escondiera en un rincón a oscuras tras un mueble de madera que había junto a la ventana.

—Me he desvelado mi señor.—El rostro de la muchacha había cambiado de repente. Ahora su orgullo y seguridad habían dejado paso al más absoluto pánico.—No quería molestarle con mis movimientos.

El que ella llamaba señor apareció en la pequeña sala donde estaban. A la tenue luz de una vela su figura no pasaba desapercibida. Era corpulento e imponente. Su cuerpo desnudo estaba lleno de horribles cicatrices. Pero lo que dejó helado a Matata fue su rostro. Nunca en su vida había visto una expresión tan fría y distante, como una máscara sin vida. Había en aquella cara algo incomprensible y terrorífico. Inhumano.

—Ven. Ya te daré yo para que te duermas.

La agarró con fuerza por un brazo. Junto a él, la muchacha parecía lo que realmente era, una niña atemorizada. Cuando la tuvo a su lado le sujetó la cabeza con fuerza y la obligó a arrodillarse.

Matata contemplaba la escena asustado. Aquél monstruo estaba obligando a aquella dulce muchacha a hacer algo que a ella no parecía gustarle y que sin embargo hacía. Algo no andaba bien. Tuvo el impulso de salir de la oscuridad pero la chica pareció intuir sus intenciones e hizo una seña con la mano para que permaneciera escondido a la vez que se levantaba con lentitud sin alzar la mirada.

—¿No prefiere mi señor tenderse mejor en la cama?—La voz le temblaba en una mezcla de sensualidad y miedo.—Así cuando termine sólo tendrá que relajarse y dormir.

—Eres una zorra sabia. Vamos.

La chica atrapó con dos dedos el pábilo de la vela y la apagó dejando la habitación totalmente a oscuras.

—Ya sabes lo que te pasará si usas los dientes.

—No se preocupe mi señor. Chanúa ha aprendido a hacerlo como le gusta.

—Eso está bien.—Hubo una ligera inflexión en su voz. Como si de repente no hubiera querido decir eso.—¿Y quién te ha enseñado?

—Eh… señor, usted me ha enseñado.

—¿Estás segura?

—Estoy segura mi señor. Estoy aquí todo el día encerrada, vigilada por los guardias del diwani, esperando a que mi señor vuelva de sus quehaceres.

—¡Los guardias!—El tono de aquellas palabras estremecieron a Matata.—¡Debería haberlo sospechado!

Se oyó un fuerte golpe y un lamento.

—¡Te lo montas con los guardias zorra asquerosa!

Otro golpe, más fuerte. Ruido de muebles al caer.

—Señor, por favor, no me pegue. No he salido de aquí, nadie me ha puest…—Más golpes mezclados con el llanto de la muchacha.

De pronto sonó uno distinto. Sordo. Y el sonido de un cuerpo al desplomarse. Y se hizo el silencio.

—¿Mi señor?—Silencio.—¿Señor Ado?

—Tu señor ya no te molestará.

—¡Oh!—La chica se incorporó en la oscuridad. La figura de Matata se recortaba contra la oscuridad menos densa del exterior de la habitación.—¿Qué has hecho?¡Le has matado!

—Era él o tú. Podrías agradecérmelo.

—No… ¡No!—La chica se inclinó hacia el cuerpo inmóvil del hombre caído.—¡Señor! ¡Mi señor!—Se volvió hacia el muchacho.—No lo entiendes, él es… él era…—Empezó a sollozar.—¡Oh Dios mío! ¿Qué voy a hacer ahora?

—No tienes que hacer nada. Díselo a los guardias. Se lo tenía merecido.

—¿A los guardias?—La chica se incorporó y se encaró con su sombra.—¡De dónde sales! ¡Me matarán por haber matado a mi marido! ¡Me lapidarán hasta la muerte!

—¿Qué es un marido?

—Eres un niño estúpido. Estúpido. ¡Estúpido!

Rompió a llorar. Matata luchó con ella para aproximársele. Al fin lo consiguió.

—Estoy muerta. Muerta. ¿Lo entiendes?

—No. No lo estás.—La separó para intentar ver su rostro aunque era inútil en aquella oscuridad.—Vente conmigo. Nadie te hará daño. Nunca más. Te lo juro.—Su voz era un susurro alentador cargado de esperanza. Y amor.

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