06.13: Chanzuru


La luz del sol pegaba aún con fuerza sobre sus espaldas cuando el maestro y el alumno entraron en el poblado Chanzuru, primera escala de su viaje a la costa.

El maestro, Ayubu, vestía un caftán de indudable factura ukale: colores opacos, costuras desiguales y tela de apariencia raída; el alumno aún portaba el uniforme shabiki, que había logrado robar a alguien que no volvería a necesitarlo y, aunque lo habían despojado de indicativos, cualquiera con dos dedos de frente lo hubiera reconocido. Por eso debía deshacerse de él cuanto antes.

Un par de garzas, de pié junto al camino, parecía estar esperándoles. Matata no les prestó atención. Para el chico no eran más que dos garzas de las muchas que habían encontrado a lo largo del día. Ni relacionó el silbido de “todo está bien” de Ayubu al pasar junto a ellas, al fin y al cabo llevaba todo el tiempo escuchando al abu silbar cosas inconexas. La verdad es que no tenía ganas de pensar en aquél hombre alto, fibroso y ridículo sobre su pequeño punda. Le había abandonado en manos de un comando de descerebrados dispuestos a verle morir devorado por una manada de fisi sin hacer nada y en ese momento no le era especialmente querido.

En su yo más interior sabía que su enfado no era más que una reacción infantil pero ahora lo que le apetecía era odiarle y estaba dispuesto a darse el gusto.

Unos metros atrás se habían encontrado con un grupo de guardias que les habían exigido algo de valor para dejarles entrar en Chanzuru. Como además eran comerciantes, el pago del peaje debía ser considerable si no querían terminar su viaje de forma inesperada y desagradable. Ayubu había negociado con ellos y les había entregado algo que Matata, en su enfado, no quiso ver pero que debió resultarles suficiente hasta para que le devolvieran una sonrisa al dejarles pasar. A la salida le pedirían otro tanto, aseguró el abu, pero era la única forma de poder pasar la noche en aquella ciudad.

Porque a Matata Chanzuru no le pareció un poblado, no como en el que vivía su madre. Tenía algunas calles que se entrecruzaban y las casas no eran cabañas, al menos en su núcleo más céntrico.

En algún punto del recorrido incluso encontraron edificios de adobe de más de una planta. Chanzuru podía entonces considerarse una ciudad, pero no era Kabilah.

Era sucia y caótica. Sus calles, de tierra sin compactar, presentaban  grandes irregularidades. Alguna hondonada se llenaría de agua en la época de lluvias convirtiendo su tránsito en una aventura. Las aguas fecales corrían por arroyuelos fétidos entre los pies de unos niños polvorientos que gritaban sin motivo y sus habitantes les miraban pasar con apatía, sentados en el suelo a la espera de sabe qué. Eso es lo que más llamó la atención a Matata: en Chanzuru nadie parecía tener nada que hacer.

Doblaron por una de las calles que cruzaban el camino principal en dirección a una destartalada plaza llena de tenderetes de comida, ropa y cachivaches, quizá el centro económico de la ciudad. El edificio más alto se dibujó ante sus ojos. Tenía tres plantas más una azotea cubierta por coloridos toldos, y en su fachada había pintado un extraño escudo con cal, algo que recordaba a una fuente o cascada.

—Debemos presentarnos al diwani.

Matata no contestó, pero aún así, Ayubu le explicó el motivo.

—Los ukale gustan de hacer valer sus privilegios así que nos vamos a acercar al hombre más importante de Chanzuru para presentarle nuestros respetos y de camino ganarnos su consideración.

Justo debajo del escudo de cal una pareja de guardias sentados en el dintel de la puerta se vio obligada a ponerse de pie ante la llegada de los extranjeros.

—Aquí no podéis parar.

—Venimos a ver al diwani.

—No está.—El segundo guardia agarró con fuerza un arma que hasta ese momento había permanecido oculta.

—Traemos unos regalos.¬

Los hombres se miraron. Ayubu había imprimido a la frase un cierto aire de misteriosa sorpresa, como si los regalos fueran para ellos. Sólo eso, pero los pobres ukale sintieron que aquello era bueno para su jefe, y por consiguiente, para ellos.

—Está bien. Entra sólo uno y se espera en la planta baja. Avisaremos a su secretario.

Ayubu y Matata se cruzaron una mirada cómplice y desmontaron casi a la par. Esta vez iría el maestro.

—No descuides los animales ni la carga, cuando vuelva iremos a que te compres algo decente de ropa.

Matata se encogió de hombros como si le diese igual. Su rostro había expresado lo contrario. Ayubu sonrió y se adentró en el edificio acompañado por uno de los guardias.

El otro se quedó mirando al muchacho con interés. "Ahora", pensó Matata, "tú eres el jefe".

—¿Eres soldado?

El rostro del guardia era un libro abierto para el muchacho. Sabía lo que debía contestar y lo que no. Más o menos.

—Si.—El guardia dudó un segundo y Matata tuvo que corregir.—Bueno, aprendiz. Pero ahora estoy ayudando a mi padre a ganar el sustento.

El guardia se tranquilizó un instante para volver a mostrar preocupación casi de inmediato.

—¿Te han dejado abandonar tu puesto para ayudar a tu padre?

—Es largo de contar. Mi padre es alguien importante de dónde venimos.

—¿De dónde venís?

—De Makao, al oeste.¬—Señaló al incipiente ocaso.

El guardia parecía estar satisfecho pero algo en su interior le pinchaba para que averiguara algo más. De pronto pareció reparar en los cestos que portaban los punda.

—Qué lleváis ahí.

Matata giró la cabeza como si no supiera a qué se refería. Sus ojos se encontraron inesperadamente con los de una muchacha, apenas mujer, que rebuscaba entre los puestos del mercado. Un leve susurro de pasión sonó a la altura de sus genitales. Sabía lo que significaba, pero ahora no tenía tiempo, debía contestar.

—Mercancía para vender o cambiar por otras cosas. Si vuestro diwani lo permite montaremos ahí un tenderete y la podrás ver. Pásate, te haremos un buen precio.

Aquello terminó de acallar la inquietud del guardia que volvió a mirar hacia la plaza con ojos inquisitivos, con los ojos que debía tener un guardia preocupado de su trabajo. Al instante perdió interés  y se sentó de nuevo en los escalones del edificio.

Su rostro mostraba un sinfín de sentimientos que para un watupya eran fáciles de identificar. El guardia estaba enamorado y acariciaba una esperanza. Matata sintió con él porque era agradable pero recordó lo que le había avisado Ayubu. La capacidad de su especie para establecer enlaces afectivos con los demás debía administrarse con sumo cuidado con los ukale. Ellos no la tenían tan desarrollada e incluso reprimían la poca de que gozaban. Un enlace emocional entre especies solía inducir a malentendidos. De todas formas no pudo evitar decir:

—Tenemos algunas cosas para regalar a una novia o una esposa. A ellas les encantan los pequeños detalles.

El guardia salió de su ensoñación extrañado. A eso se debía referir Ayubu cuando le advirtió sobre establecer enlaces con los ukale. Sin saber porqué, aquél muchacho se había acercado demasiado a sus pensamientos y eso había hecho sentir incomodidad al guardia.

—¿Como qué?

—Pendientes, anillos, brazaletes o broches para sujetar un aso-oke en los días de fiesta.

—¿Puedes enseñarme alguno? [a lo mejor me lo regala]

—Mejor cuando llegue mi padre, no le gusta que trastee en la mercancía sin estar él, dice que soy demasiado joven para comerciar.

El guardia se mostró defraudado apartando la mirada de nuevo para volver a su ensoñación. Matata aprovechó el momento para volverse hacia el mercado en busca de aquella mirada perturbadora.

Y la encontró.

Eran los ojos más grandes que jamás había visto. La dueña de aquellos dos pozos oscuros mantuvo la mirada con descaro un instante para terminar bajándola. Vestía una toga de brillantes colores ceñida a la cintura con una cinta ancha y amarilla. Los ojos se levantaron de nuevo para encontrarse con los de él y una sonrisa retorció suavemente las comisuras de sus labios.

"¡Tisukale!"

La joven, parecía haber encontrado lo que buscaba. Una kanga viva colgada por sus patas de sus manos aleteando y cacareando a cada mecida de sus caderas. Pasó junto a su punda sin volver la cara, sonrojada y coqueta. En su rostro se podía leer la sorpresa y el interés por él y eso y todo el juego de miradas anterior le indujo a tomar una decisión. Adelantó el paso para acercársele justo en el momento en que Ayubu aparecía por la puerta.

—¡Jovencito!

Matata se giró asustado.

—Dormiremos en la fonda que nos ha recomendado el honorable diwani de Chanzuru, está ahí al lado. Mañana podremos vender en el mercado.

La muchacha torció la esquina no sin antes lanzar un último vistazo hacia Matata.

Al instante ya caminaban tirando de sus punda hacia la salida del mercado ante la mirada apática de los soldados. Ayubu mantenía un silencio significativo, su rostro, que Matata podía ver de soslayo, era una máscara de piedra.

—¿No vamos a buscar ropa nueva para mí?—Dijo al ver que pasaban de largo junto a los últimos tenderetes.

Ayubu se detuvo ante uno con ropa, rebuscó rápidamente entre ella, tomó un caftán de color naranja y negro desvaído ante la mirada sorprendida del tendero y se lo puso en el pecho al muchacho.

—Este te valdrá. ¿Cuánto es?

—Dame uno de esos punda.

Ayubu se rebuscó en un bolsillo y sacó una pepita de oro del tamaño de un granito de mhindi y se la entregó.

—Te conformarás con esto.

—P...Por supuesto, señor. ¿Quiere algo más? Tengo prendas más lujosas, dignas de su señoría.

Pero Ayubu ya tiraba de su montura seguido de un aturdido Matata.

—Abu... ¿le has dado oro por esto?—Movía el caftán como si fuera un trapo.

—Sí. Acelera. No hay tiempo, hay que salir de la ciudad cuanto antes.

—¿Qué ha pasado?

—Ese hombre, el diwani, es uno de los nuestros. Creo que me ha reconocido.

—¿Quieres decir que es un watupya?—miró alrededor—¿Aquí?

—Aún hay muchas cosas que no sabes. Iremos a la fonda, reservaremos la habitación y la cuadra para los punda, cenaremos algo, nos asearemos y nos acostaremos. Cuando sea de noche y quede poca gente en las calles nos escabulliremos como un dos chui.

—Pero... si es un watupya ¿no debería ser nuestro amigo?

—Los watupya que viven entre ukales aprovechándose de sus habilidades en su beneficio personal son la peor clase de watupya que puedas imaginar. Cuando se encuentran con uno de nosotros temen que los descubramos y se vuelven tan peligrosos como un simba acorralado. Apostaría todo lo que llevamos ahí a que ya ha dado orden de que nos rebanen el cuello mientras dormimos.

—Pero Ayubu... ¿no crees que...?

Torcieron la esquina donde les había indicado el diwani y se encontraron, a pocos metros, con un guardia grande y bien alimentado que conversaba con un hombre pequeño y encorvado, ambos los miraron y sus rostros hablaron por ellos.

—Sigue caminando como si nada.—Susurró Ayubu.—Esa es la fonda y nosotros vamos a quedarnos ahí, no muestres miedo ni alarma.

Congelar el rostro. Era difícil para un chico que apenas había empezado a aprender esa técnica, pero no la iba a poner en práctica con otros watupya sino con ukale, y eso era bastante más fácil.

—Perdona, ¿una fonda por aquí?

Los dos lugareños se lanzaron una mirada de complicidad.

—Sí, aquí es. Entrad, ahora mismo os atiendo.

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