06.12: ¡Guerra!


Pero el miedo tiene respuestas diferentes según quién lo sienta. A algunos los paraliza como a las nyoka, que al quedar catatónicas ante la presencia del depredador parecen ya muertas, mientras que a otros los vuelve más fieros y agresivos, como los ngagi que se yerguen y golpean en el pecho para avisar de lo peligroso que sería enfrentárseles.

No son más que reacciones automáticas ante el peligro de las que los watupya no son ajenos. En el Mlinzi Elimu aquella tarde las palabras de Azana habían causado miedo. Un miedo primario, impregnado de sus peores pesadillas.

La advertencia de que ese peligro se estaba materializando ante ellos surgida de los labios de la anciana más venerada de la ciudad arrancó de cuajo la vieja amenaza del territorio de los cuentos infantiles para situarla en el de las noticias.

Y los allí reunidos reaccionaron como las nyoka o los ngagi según su propia idiosincrasia. Algunos quedaron paralizados, congelados en el tiempo anterior a la amenaza, otros hundieron los rostros en sus manos, como queriendo evitar ver el tiempo que se avecinaba, y otros se levantaron de sus asientos gritando con furia, enfrentándose a la amenaza con los músculos tensos para la batalla.

Gritar en el Mlinzi Elimu era una falta de cortesía imperdonable en cualquier otra circunstancia. Hoy, los que tenían la responsabilidad de hacer cumplir las reglas también estaban sorprendidos ante la inminencia de la amenaza.

Uno de los que estaban dispuestos a enfrentarse con el peligro cara a cara, quizá el más vehemente fue Jumla, que hábil como nadie, se llevó la mano al corazón en señal de petición de turno para hablar mientras gritaba. Los naibu, auténticos maestros de ceremonia, gestores incorruptibles de los debates del Consejo, fueron sacados de su estado de bloqueo precisamente por ese gesto. Y tomaron nota inmediatamente de aquella petición absteniéndose en esta ocasión de hacer retumbar sus tamboriles para llamar al orden.

Otros mlinzi le imitaron, pero sólo cuando la persona que ocupaba el sillón del orador se quitara el collar del Tisukale los naibu tomarían la decisión de quién sería el siguiente en tomar la palabra.

Como siempre que se producía una solicitud de turno concurrente, el orador debía esperar a que el conflicto se diluyera por sí mismo. Azana era precisamente la consejera que propuso este complejo mecanismo de gestión de las intervenciones así que, tomó con una mano el collar pero no se lo quitó.

Los naibu registraban desde sus respectivas posiciones los movimientos de los consejeros mientras algunos solicitantes de palabra, tras intercambiar mensajes de rostro entre sí, empezaban a sentarse. Finalmente sólo quedó Jumla y un joven chaga que, avergonzado ante su soledad, también tomó asiento.

Azana se retiró el collar y lo extendió en dirección a Jumla que empezaba a maniobrar para salir de la grada y dirigirse al sillón del orador. La sala había recuperado la normalidad y el silencio sin que los naibu hubieran tenido que intervenir.

Jumla, tan alto y musculoso, con el craneo rapado y el torso sólo cubierto por pinturas rituales de reminiscencia guerrera, parecía un gigante tomando el collar de la diminuta Azana. Los askari agarraron a la anciana con cuidado y la trasladaron a su palanquín, a la izquierda del semicírculo. Los naibu intercambiaron un rápido mensaje que les llevó a acordar, excepcionalmente, que Azana pudiera continuar en aquel lugar, incorrecto para cualquier consejero.

Jumla tomó asiento y extendió las nueve piedras que simbolizaban a cada uno de los ancestrales pioneros de los watupya sobre las pinturas de su pecho de manera que cada una de ellas cayó sobre un símbolo específico, una maniobra sin duda previamente ensayada que mandaba un mensaje: “Yo y los Tisukale somos uno”. Una técnica propagandística típica de aquel hombre de aspecto serio y rudo.

—Ha llegado el momento.—Dijo su voz grave. El silencio era absoluto.

—Y yo me pregunto. ¿Estamos preparados como nos pidió Ansvar en sus últimas palabras?

La pregunta era retórica, y todos sabían lo que Jumla pensaba al respecto con lo que la respuesta que vino a continuación también era innecesaria.

—¡No!—El grito no le hizo perder ni un ápice de compostura.—No estamos preparados para enfrentarnos a armas que ni podemos imaginar. No estamos preparados para enfrentarnos ni tan siquiera a las armas de fuego de los shabiki. En ese aspecto, seguimos siendo como pastores que cuidan de su ganado rogándoles a sus dioses para que nada ni nadie les ataque.

Jumla pronunció aquellas palabras llenas de reproches, que no obstante era una décima parte del que salía de su rostro. Insultos como “ilusos”, “perezosos”, “estúpidos” o “hombres que sólo poseen su fe” fueron dibujando una atmósfera depresiva para la mayoría.

—Los Sujhaawetu llevamos decenas de años avisando a este Mlinzi Elimu del peligro que suponía no contar con un ejército fuerte, adiestrado, bien equipado, con armamento potente y escudos impenetrables. ¿Se nos ha hecho caso?

Algunos consejeros se removieron inquietos. En cambio, Dakátar, diana más que probable de aquella acusación velada, no movió un músculo.

—No, mlinzi, no se nos ha hecho caso. Y ahora, en el momento en que alguno de vosotros estaréis preguntándoos: “por qué no le hicimos caso” podéis ver con vuestros propios ojos un ejemplo de nuestro ejército.

Jumla señaló a los dos askari que flanqueaban el palanquín de Azana. Los muchachos intentaron parecer ajenos mientras se convertían en objeto de todas las miradas.

—Mirad para qué sirve nuestro ejército: para trasladar ancianas de un lado a otro de la ciudad.

Aquél comentario hizo saltar de su asiento al Gran Chaga, la mano sobre el corazón solicitando turno de palabra. Los askari enrojecieron, sabedores de lo indigno para un soldado de aquella aseveración, pero supieron parecer impertérritos. Azana no logró tanto. Sus ojillos brillaron de ira cuando su mirada se cruzó con la del líder de los “héroes” de Kabilah.

Los naibu tomaron nota del deseo de Jela y le hicieron gestos para que volviese a tomar asiento. A Jumla, escuchar sus propias palabras, le provocó aún más indignación.

—No somos más que un grupo de pastores jugando a ser una nación. Cuando los shetani nos encuentren, si no lo han hecho ya, nuestros días estarán contados y nuestra sangre bañará el valle sobre el que nos asentamos, y correrá entre las hojas caídas, pudriéndose con ellas, olvidándose con ellas.

El tono de su voz se fue haciendo cada vez más lúgubre y triste oprimiendo el corazón de aquellos que le escuchaban en silencio. La derrota se podía palpar.

—Pero no es tarde aún.

Aquellas palabras en cambio sonaron a esperanza, a amanecer tras la lluvia, al olor que anuncia la fruta escondida entre la maleza.

Jumla era un hábil manejador del tono y la música del habla, como casi todos allí. Pero utilizar aquellos trucos para dar fuerza a sus argumentos no dejaba de ser un artificio teatral impropio de la dignidad de los mlinzi. Algunos dejaron escapar esa sensación y el orador la recogió con desasosiego. Tuvo que recordarse dónde y ante quién estaba.

Azana sonrió mientras rozaba con afecto las manos de los askari aprovechando que nadie los miraba. En su tacto había un mensaje: “no le hagáis caso, sois askari de Kabilah”. A los soldados debería haberles incomodado aquél gesto, casi maternal, pero continuaron quietos como estatuas.

—Hay tiempo.—Dijo ahora en un tono bastante más plano.—Debemos poner a trabajar todos nuestros laboratorios, talleres y escuelas para idear, fabricar y enseñar armas que estén a la altura del enemigo que se nos acerca. Los Sujhaawetu podríamos liderar este cambio. Hemos acumulado durante años diseños, prototipos y técnicas para cuando llegara este momento.

«Nuestros hijos deberán dejar sus estudios en otras materias y empezar a prepararse para la guerra, yo mismo me ofrezco para adiestrar a los primeros chagas militares para conseguir que todo Kabilah sea una máquina mortal contra la que no sea fácil enfrentarse.

«Pero debemos darnos prisa, debemos tomar ya la decisión, no hay tiempo que perder. Sé que por vuestras cabezas estarán pasando mil ideas que discutir, mil matices que consensuar [lo leo en vuestros rostros], pero no es el momento de ponernos exquisitos. Si queremos salvar nuestra civilización debemos prepararnos para una guerra que nos viene impuesta, que anunció Ansvar en su lecho de muerte, que nos ha recordado su hija, Azana la poderosa.

De un plumazo había revestido su oferta de ocupar el poder absoluto con la solemnidad de Ansvar y el prestigio de Azana, crecido por sus propias palabras. Azana suspiró impotente, obligada como estaba ella y todos los presentes, a escuchar al orador, aunque lo que dijera le pareciese aborrecible.

Pero los naibu, al tanto de su discurso, entraron en acción. Un instante de acuerdo entre ellos, a distancia, mediante gestos crípticos, siempre cambiantes, nunca reconocibles por los consejeros. Un instante y dos golpes secos de tambor resonaron en el Palacio de los Mlinzi Elimu. El orador debía callar. Había hecho una oferta y debía materializarla para su votación.

Jumla aún debía tener más arenga para los consejeros, pero la dinámica de los Guardianes del Conocimiento no permitía ir mucho más allá cuando en el discurso se proponía cualquier cosa. O se daban argumentos tangibles o se acababa la defensa de cualquier idea. Le habían dejado seguir, emocionarse, quizá a la espera de esos datos necesarios, pero el líder de los Sujhaawetu había malgastado su turno en remover las tripas de sus compañeros en vez de hacer pensar a sus cerebros.

—Está bién… [disculpas]. Propongo convocar al Dharurabao con el mandato de transformar nuestra economía en una economía de guerra y así poder hacer frente a los shetani en la mejor forma y el menor tiempo posibles.

Nadie podía recordar el Dharurabao como algo bueno porque en sí mismo ya era indicador de que algo iba rematadamente mal. La sala al completo exhaló un gemido de espanto.

Dos golpes de tambor. Fin de la propuesta y de la intervención del proponente. Los turnos de palabra que pudieran haber sido memorizados por los naibu quedaban anulados. Había que votar.

Jumla se puso de pié y se quitó el collar de las nueve piedras dejándolo sobre el asiento. Mientras regresaba a la grada, el naibu más cercano se dirigió discretamente a los askari para indicarles que debían abandonar la sala antes de la votación. Nadie discutía las órdenes de los naibu en el interior del Palacio y los soldados, tras hacer un gesto hacia Azana, se retiraron por uno de los costados del semicírculo.

Cuando el Emlizi Elimu quedó a solas, volvió a sonar el tambor. Tres golpes. Comenzaba la votación. Un golpe. Síes. Algunos consejeros levantaron las manos, Jumla y sus colegas del Sujhaawetu, por supuesto, y algunos más. Los naibu contaron los brazos. Los consejeros también. El apoyo era claramente insuficiente.

De nuevo tres golpes. Se reanudaba la votación. Dos golpes. Noes. Otro grupo de consejeros levantaron sus brazos. Estaba Wavu, y Dakátar, pero no Jela, ni Aza. De nuevo el recuento. Tampoco eran suficientes. La votación quedaba sin resolver. Sólo los que se habían abstenido tenían ahora derecho a replantearla si lo deseaban. Jela no esperó demasiado para levantarse y pedir la palabra con la mano en el corazón. Un gesto fue suficiente para hacerle bajar hasta el sillón del orador.

—Naibu, [perdona Jela].—A Azana no parecía impresionarle toda aquella ceremonia.—Dile a los chicos que vuelvan, por favor, me siento más segura con nuestros [leales] soldados cerca.

Aquellas palabras no eran gratuitas y Jumla las tomó como una afrenta aunque supo permanecer callado.

Jela ya se había puesto el collar y sonreía la desvergüenza de la anciana.

—Todos nos sentimos más seguros con nuestros jóvenes al lado. No queremos que se marchen a morir, ni que pierdan la esencia de nuestra cultura: saber cómo es el mundo que nos rodea y cómo se ha de vivir en armonía con él. No, Jumla, no somos un pueblo guerrero, no estamos preparados para la guerra. Y así queremos que siga siendo.

La sala parecía una caja llena de figuras de madera donde sólo se escuchaba su voz.

—Dharurabao. Fea palabra para un feo invento. Un gobierno de excepción, la pérdida de nuestro día a día en pos de un único objetivo, algo que en sí mismo es la mayor traición que puede hacérsele al Tisukale y a Kabilah. Un mal que contemplamos para los momentos más negros. No, Jumla. No queremos convocar al Dharurabao.

—Porque antes debemos hacer un análisis de lo que somos, de qué nos jugamos y qué opciones tenemos. Y la guerra debe ser la última de ellas, antes debemos exprimir otras alternativas, usar nuestro conocimiento y sabiduría que son nuestras mejores armas, para conseguir que el encuentro con los shetani no derive en nuestra extinción.

—¡No escuchaste las palabras de Ans…—Un golpe rotundo en los tambores de los naibu hizo callar a Jumla. Los rostros de los otros consejeros se giraron hacia él, llenos de reproche. Incluso los askari de Azana miraron indignados a aquél que se había atrevido a interrumpir al orador.

—Además.—Continuó Jela ignorando la interrupción.—No estoy de acuerdo con que nuestros soldados sólo sirven para pasear ancianas. Mírales, son amables sí, porque son inteligentes. Pero también son temibles.

«Los shabiki, el enemigo mejor armado hasta ahora, según palabras de Jumla. No, no es cierto que nuestras armas no estén a su altura. ¿O acaso cualquier intento de acercarse a nuestra ciudad de un contingente shabiki no ha terminado con su destrucción?—Los consejeros parecieron rememorar, pero Jela incidió.—Y no me refiero a la mayoría de las veces, sino a TODAS las veces.

Aquellas palabras trajeron aire fresco a la sala, reconfortando en especial a los askari.

—Tampoco nuestro armamento es impotente. No usamos armas de fuego, pero tenemos armas letales que pueden eliminar a cualquier enemigo por muy numeroso que sea en cuestión de minutos. Son armas defensivas de las que afortunadamente no tenemos porqué hacer uso. Pero funcionan.

Jumla hizo un gesto de desaprobación.

—La prueba más reciente de que lo que digo es cierto es de hoy mismo.

Jela hizo un gesto a uno de los naibu.

Al instante, un tapiz se descorrió y aparecieron en el semicírculo de piedra pulida un par de garzas. Caminaban con miedo, inseguras ante lo extraño del piso, asustadas por la expectación que se respiraba en la sala.

—[Contad vuestra historia]—Silbó Jela. 

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