06.11: Mlinzi Elimu


El salón del Mlinzi Elimu tenía forma semicircular con un espacio central en el que se situaba un sillón de madera de abunusi, labrado, negro y brillante. Su aspecto de trono no se correspondía con su destino ya que no se sentaba en él ninguna persona en concreto sino aquella que se fuera a dirigir al resto de los consejeros.

Su singularidad, acrecentada por su soledad, inhiesto sobre el suelo de piedra caliza pulida color crema daba cuenta de la importancia que se prestaba a quien tuviera la palabra. Un collar con nueve piedras simbolizaba, colgando de su respaldo, simbolizaba la sabiduría del Tisukale y debía ser portado por el orador.

Alrededor del sillón, formando un abanico, se desplegaban dos largos bancos de madera y fimbo enrejado interrumpidos por dos pasillos radiales por los que acceder a ellos. Cualquier consejero podía ocupar cualquier sitio. No se podía hacer distinción. Una muestra de que todos eran iguales en el Mlinzi Elimu.

Las paredes, tanto la recta que había tras el sillón del orador como la que se curvaba tras los consejeros, estaban recubiertas con tapices de dibujos geométricos en los que predominaba el color negro.

El techo abovedado también formaba un enrevesado dibujo realizado con finas ramas de fimbo tan tupido que no dejaba pasar la luz, ni el agua ni la temperatura exterior. Unos cuencos de barro colgando del techo alojaban los puntos de luz necesarios.

El olor en la sala era una mezcla de aromas inconfundible donde el de la madera de mwerezi, la fibra de fimbo y el tejido de mahamri recordaban al olor de las cabañas de los pastores cuando se acicalan para recibir a algún invitado.

El Consejo se reunía siempre la mañana siguiente a cada luna llena a temprana hora para que quien tuviera algo que decir lo hiciera ante sus pares. Los temas estaban muy relacionados con el devenir de sus actividades como chagas de sus escuelas, laboratorios y talleres. También, de forma excepcional, cuando un tercio de sus miembros lo solicitaba o cuando lo hacía el Gran Chaga, como en esta ocasión.

El aviso había llegado a los mlinzi de forma inesperada sacándolos de sus quehaceres sin tiempo apenas para cambiarse, así que la sala no presentaba el colorido de las togas ceremoniales de otras ocasiones y las éstas se mezclaban con las batas y los monos de trabajo.

El murmullo tampoco era el habitual, impregnado de saludos de cortesía y comentarios quedos sobre tal o cual asunto. Hoy más que murmullo era bullicio en el que se entremezclaban protestas por lo improvisado del encuentro y preguntas sin respuesta sobre la razón del mismo.

Cuando los naibu, verdaderos árbitros del debate, tomaban posición al final de los pasillos radiales y a cada extremo del semicírculo con sus tamboriles para avisar del inicio de la sesión las miradas de los consejeros barrieron inútilmente la sala para encontrar la figura menuda y fibrosa del convocante.

El sonido impertinente de los tamboriles ordenó a todos tomar asiento y guardar silencio. Y entonces apareció el Gran Chaga Jela de detrás de la pared del fondo. Caminaba despacio, a propósito, quizá para dar tiempo a los Mlinzi para acomodarse y callar. Saludó a algunos conocidos, entre ellos a Jumla y Dakátar, y tomó el collar del Tisukale y se lo puso.

Tosió.

Tomó asiento.

Se arregló los bajos del caftán para cubrirse bien las piernas.

Colocó ambos brazos en sus apoyos y levantó la mirada hacia un expectante auditorio.

—He de pediros disculpas por esta convocatoria tan improvisada, máxime cuando no hace ni un día que nos reuníamos aquí mismo también por petición mía. [Ruego me disculpen]

Como era correcto y habitual, nadie emitió sonido alguno, las caras quietas, mudas, en señal de respeto al orador.

—No sé por dónde empezar.—Carraspeó.—Ayer muchos de vosotros os sorprendisteis del curso que tomó…—Un murmullo inundó la sala. Las miradas de los consejeros se giraron hacia la izquierda, algunos se levantaron agachando la cabeza y Jela, irritado ante tamaño desorden, también giró la suya para mirar en la misma dirección.

Un par de fornidos askari portaba un palanquín sobre el que se sentaba la mismísima Azana, mucho más pequeña allí de cómo la había visto en Mkutano aquella misma mañana. Jela se levantó inmediatamente ante la presencia del miembro más veterano del Elimu.

—Azana… [has venido]

Los askari posaron el palanquín con exquisita suavidad junto al sillón central y se pusieron a ambos lados en posición de espera. La vieja miró a Jela.

—[¿Me dejas?]—Dijo extendiendo la mano.

El Gran Chaga enrojeció al instante. La pregunta no tenía más que una respuesta y, en ese sentido, era prácticamente una orden. Aún recorría su mente la sesión de juego, o terapia o lo que fuera aquello que le hizo hacer por la mañana. Creía haber sacado algo en limpio pero una vez allí, frente a todos los Mlinzi, sus dudas le habían vuelto a asaltar. Quizá ella lo supiera, quizá lo supo al instante, quizá no confiaba en él. Jela se levantó con un gesto de obediencia y se acercó para cederle el collar con una reverencia. Luego se encaminó hacia un hueco en la grada que alguien le había reservado.

La mujer indicó a los askari que la trasladaran al puesto del orador mientras se colocaba el collar. Los askari la agarraron con delicadeza y la transportaron hasta el sillón.

Todos presenciaban aquél relevo con la sorpresa dibujada en sus rostros, algunos, como Jumla, con cierta satisfacción ante la contrariedad de Jela; la mayoría, con un cierto temor a que aquella mujer que llevaba decenas de años sin aparecer por el palacio se dedicara ahora a sacar los trapos sucios que en todo ese tiempo había estado oyendo de sus labios.

Todos esos sentimientos fueron leídos por los pequeños ojos enterrados en arrugas de Azana.

—Algunos de vosotros estáis ahora disfrutando del momento. ¡El Gran Chaga humillado!

Silencio.

—No infravaloréis a nuestro comisionado. Jela no se humilla nunca. Se contraria, se molesta, se enoja, pero nunca se humilla ante nadie. Por eso lo elegimos como Gran Chaga, y por eso debemos seguir confiando en él.

Tensión.

—Algunos de vosotros os extrañáis de mi presencia aquí, unos pensáis que responden a los caprichos de una vieja, otros que el asunto que nos ocupa es tan importante que me han hecho mover el culo.—Se oyó una risa que inmediatamente cayó.—Muchacho.—Se volvió hacia uno de los askari.—Cárgame una pipa, estoy ocupada.

El soldado dudó unos instantes. Su compañero le hizo un gesto, “[Haz lo que te pide]”. Se dirigió a la bolsa que reposaba sobre el palanquín, las dudas se reflejaban incluso en su forma de andar.

—Es muy fácil jovencito. Toma la pipa, coge un puñado de kif y mételo dentro.

Aquella escena rebajó la tensión en la sala hasta el punto de que uno de los consejeros se levantó para ayudar al askari. El resto esperó a que Azana continuara.

—Hace más de doscientos años que fuimos descubiertos. Concretamente setenta y tres mil trescientos veintiún días. Una mujer, una ukale del otro lado del océano, supo ver en nuestros antepasados lo que nos diferenciaba de ellos. Nadie la escuchó. En aquella época los ukale se creían los reyes del Mundo. Sólo unos shetani, entusiastas ante el descubrimiento, se acercaron a nosotros para comprobarlo.

Aquella lectura de la Historia debería carecer de interés por conocida, pero escuchada allí, en el Palacio de los Mlinzi Elimu, contada por aquella voz rota pero segura adquiría la dimensión de novedad.

—Los malaika comprendieron el significado de nuestra aparición. Nos enseñaron a reconocernos, nos explicaron qué éramos y intentaron comunicárselo al resto del mundo. Pero el Mundo ya había muerto. La estupidez y soberbia ukale había acabado con él.

El askari entregó con mano temblorosa la pipa a la vieja.

—¡Enciéndela botarate!

De nuevo cara de desesperación. Algunas risas. Su compañero le ofreció fuego. Aspiró, era la primera vez que lo hacía y sus pulmones rechazaron aquella agresión tosiendo de forma abrupta.

—¡Anda, dámela, espero que sepas luchar mejor que fumar!

Azana tomó una larga calada seguida de aire puro para que la esencia del kif penetrara más profundamente. Devolvió el humo por la nariz. Por supuesto, no tosió.

—Nosotros, los ahora orgullosos watupya, no sabíamos más que acarrear piedras, cuidar buzi, comer y cagar. Nosotros no éramos lo que somos.

De nuevo una calada a la pipa.

—Nosotros se lo debemos todo a los ukale, a aquellos shetani y a los nueve que aparecieron un día, años más tarde, en su artefacto volador. Ellos nos enseñaron todo el conocimiento que el mundo ukale había acumulado durante milenios.

Las formas se habían perdido con el asunto de la pipa y la soltura de aquella vieja centenaria, así que no extrañó que algunos consejeros protestaran ante aquella aseveración casi sacrílega.

—¡Si!—Gritó haciendo callar a la sala.—Sin esos conocimientos seguiríamos cuidando buzi y acarreando piedras. Y lo sabéis. Porque vosotros sois los guardianes de ese conocimiento, los Mlinzi Elimu. Y porque fue ese conocimiento que traían consigo el Tisukale el que les hizo ver que aquellos hombres y mujeres que tenían delante eran el futuro de un Nuevo Mundo. No fue nuestro aspecto. No fuimos nosotros, fueron ellos.

Intentó dar otra calada, pero la pipa se había apagado. Un gesto rápido al askari hizo que le acercara de nuevo el fuego para encenderla. Aspiró y espiró.  Y continuó hablando.

—Wakili, el sabio, el que todo lo recuerda, fue la fuente de todos nuestros conocimientos ancestrales. Gracias Wakili.

Hubo un segundo de desconcierto en la sala ante la utilización del rito religioso pero al instante todos repitieron a coro: “Gracias Wakili”

—Sin él hoy no seríamos más que un conjunto de tribus de pastores. Gracias Wakili.

“Gracias Wakili”

—Pero fue Ansvar, el que sabe organizar, el que nos dio nuestra civilización. Él diseñó Kabilah, nuestros ritos, nuestros oficios y nuestra Cultura. Gracias Ansvar.

“Gracias Ansvar”

—De los nueve Tisukale, esos dos son los pilares sobre los que edificamos nuestra nación.

Volvió a intentar fumar, pero de nuevo el kif se había apagado. Rechazó el fuego que le ofreció raudo el askari y le entregó la pipa.

—Muchos de vosotros, por desidia, descreimiento o ignorancia habréis olvidado las últimas palabras de Ansvar. Yo os las voy a recordar.

El rostro de Jela reflejaba agradecimiento. Con su soltura y desparpajo Azana había conseguido concentrar la atención en ella y luego en aquél mensaje sobre el que deberían reflexionar todos.

Si él hubiera intentado lo mismo se habría formado un auténtico barullo de opiniones encontradas de quien, después de más de cien años, consideraban aquella historia más que una leyenda. Pero hablaba Azana, la última hija viva del mismísimo Ansvar.

Como si estuvieran grabadas a fuego en su memoria, empezó a decirlas una tras otra, lentamente, parándose de vez en cuando, dejando que los Mlinzi reflexionaran sobre ellas.

—El futuro os pertenece. Pero no será fácil. Algunos shetani se están haciendo fuertes en oriente. Una fuerza derivada de la tecnología y el conocimiento. Y de la guerra. Un día llegarán. Traerán armas que no podréis ni imaginar, tarde o temprano os considerarán enemigos e intentarán desorganizaros, separaros, devolveros al bosque y el desierto, destruiros en suma. Debéis prepararos para cuando llegue ese momento. Es vuestra obligación y responsabilidad sobrevivir como la nueva Humanidad que sois.

El silencio cayó sobre el Mlinzi Elimu. Los askari pudieron notar el miedo en los rostros de los consejeros, el miedo en la gente más sabia de Kabilah. Como queriendo fijarlo, Azana sentenció:

—Ese día, ha llegado.

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