06.10: Hienas


—Perfecto. Apaga la caldera para que el ruido no asuste a las hienas.

En el interior del vehículo shabiki los soldados se apretujaban en el poco espacio que les dejaban los centenares de kilos de carne del mbua que acababan de descuartizar. Sin embargo su jefe tenía para ellos una sorpresa.

—¿Queréis presenciar un espectáculo divertido de verdad?

Los hombres gritaron de júbilo, al fin y al cabo, aquél retrasado que no sabía ni acarrear carne se merecía morir. Y ellos se merecían presenciarlo.

El vehículo se había colocado de costado frente al muchacho. El joven watupya estaba en medio de la nada con sus ropas chorreando sangre rodeado de fisi hambrientas. Los gritos de los fanáticos shabiki llegaban a él apagados por la carrocería oxidada pero él no prestaba atención.

La prueba de cómo enfrentarse a un depredador era una de las que componían la compleja ceremonia del Ukomavu. Todo varón watupya, al llegar a la pubertad, debía pasarla para poder ser considerado un adulto, tener descendencia e iniciar su etapa como askari, defensor de Kabilah.

Era una vergüenza no pasar en el primer intento el Ukomavu y todos los jóvenes de la ciudad se esforzaban para no llegar a ese momento sin estar preparados a conciencia. Sus abu solían someterlos antes a pruebas parecidas a las que encontrarían pudiendo descartar a aquellos que consideraran inmaduros.

Ni que decir tiene que ser descartado en esos ensayos era tan vergonzoso como no pasar la prueba, aunque menos perjudicial para la reputación del abu. De hecho se podría decir que tanto los ensayos como las pruebas formaban en conjunto el rito del Ukomavu.

Matata ya se había enfrentado a un chui hambriento y había cometido algunos errores que hubieran acabado con su vida si el animal no hubiese estado atado a un resorte retráctil que se disparó en el último instante.

Había aprendido, al menos eso repetía a Ayubu. Pero ahora no estaba ante un chui sino ante una manada de fisi, menos inteligentes pero bastante más numerosas. Además apestaba a sangre, comida para el olfato fisi. Sabía que en esas circunstancias era inútil intentar utilizar las palabras fisi que todo watupya aprendía en algún momento de su educación para enfatizarlas. Ante el olor a sangre todo depredador se convertía en una máquina de matar.

Mientras las alimañas se acercaban con timidez, temerosas de que del vehículo de los shabiki volviera a salir la manada de humanos, Matata llegó a la conclusión de que, si quería tener una pequeña posibilidad, debía alejarse de sus ropas y comenzó a desnudarse con rapidez.

Aquella reacción tomó por sorpresa a los soldados que observaban la escena a través de las rendijas de la coraza del vehículo.

—¿Para qué te desnudas retrasado?—Gritó una voz.

—¡Para facilitarles el trabajo!—Sonaron carcajadas.

Una vez desnudo, tomó el bote con las buibui y arrojó sus ropas y calzado en dirección a sus atacantes. Eso las mantendría entretenidas durante unos instantes, lo justo para llevar a cabo su plan. 

Mientras las fisi se peleaban a dentelladas por alcanzar lo que ellas creían comestible, Matata corrió hacia el vehículo encontrándose con las protestas y acusaciones de cobardía de su tripulación.

Al llegar junto a él desenroscó el bote y lo volcó en una de las rendijas. Una vez vacío, lo arrojó al suelo y empezó a trepar por el costado agarrándose con pies y manos a los muchos clavos medio sueltos que encontró. En un instante se encontró a salvo sobre aquél monstruo de metal.

—¡Eh, retrasado!—Se oyó un murmullo.—¿¡Qué mierda haces…!?

Las fisi ya habían descubierto que aquello por lo que peleaban sabía bien pero no era precisamente nutritivo para comprobar que el auténtico alimento se había puesto fuera de su alcance. De nuevo empezaron a gimotear y merodear con lastimera decepción. Matata, tendido boca abajo, se aferraba a algunos salientes para no caer pero los planes de aquellos energúmenos no contemplaban otra cosa que el enfrentamiento directo.

—Salid y obligadle a bajar si queréis disfrutar del espectáculo.

—Pero jefe, ha metido algo aquí, no sé lo que es, pero…

—¡Mierda! Algo me ha picado.

La puerta se abrió y los soldados salieron a tropel huyendo de un enemigo al que no podían ver.

—¡Arañas!—Un rostro de pánico miraba a la pequeña criatura que hincaba las uñas de sus quelíceros en el brazo.—¡Arañas!

Como si les hubiese dado un ataque de locura aquellos hombres terribles soltaron las armas y empezaron a dar saltos y giros mientras se golpeaban aquí y allá.

La aparición de nuevas presas volvió a poner en alerta a la manada que comenzó a rodear el vehículo.

En ese momento salieron el conductor y el jefe. El primero para unirse a aquella danza dislocada pero el jefe no bailó. Caminó rodeando el vehículo por detrás con el arma apuntando hacia arriba.

—¡Maldito kibude!—Disparó.

El ruido se perdió como un golpe seco en la inmensidad de la sabana.

Pero no era fácil acertar un muchacho que se escabullía como una garrapata en el lomo de un  .—¡No te escondas, cobarde, da la cara!

Volvió a disparar. Dos veces más, girando alrededor de la coraza con forma de cascarón, corriendo, intentado ver la figura escurridiza de su objetivo.

Matata sudaba, su cuerpo se llenaba de arañazos de los que brotaba sangre pero él no sentía el dolor, sólo tenía que esperar el tiempo necesario.

—¡Te voy a matar!

Uno de los soldados cayó al suelo. Ya no bailaba, sólo se extendía, tenso y retorcido como una la rama de una mshita. Otro hombre cayó a su lado, los ojos en blanco, la mandíbula encajada, la espuma brotando de su boca. Otro más. Un disparo chocó contra el metal y el sonido recordó a la campana de la media noche. Los hombres caían uno detrás de otro hasta que por último, el propio jefe de aquél grupo de moribundos dejó caer su arma y cayó también.

Intentaba decir algo, intentaba mirar a su enemigo cuando bajaba hasta el suelo. Pero era imposible. El veneno de la buibui se había colado en su torrente sanguíneo paralizándole el sistema nervioso, obligándole a enviar la orden de tensionar a todos los músculos a la vez, haciéndolo ingobernable.

La muerte por envenenamiento de las buibui enanas era dolorosa: durante minutos, a veces horas, todos los músculos permanecían tensos pero el cerebro percibía todos y cada uno de los mensajes de sus sentidos. El dolor era incalculable y la tortura parecía infinita. Al final el agotamiento terminaba con el sufrimiento y la vida de la víctima.

Pero la agonía no les duraría demasiado. Las fisi ya se encontraban junto a ellos, olisqueando sus gargantas, dispuestas a dar la dentellada que terminaría con sus sufrimientos. Pero Matata no iba a quedarse ahí parado para presenciarlo. Agarró por lo hombros el cuerpo retorcido de uno de los soldados, lo arrastró al interior del vehículo y cerró el portón.

Sin pronunciar palabra logró desnudarlo luchando contra sus miembros agarrotados. Lo que más trabajo le costó fue arrancarle el arma de las manos. Luego se vistió con sus ropas y sus botas. Se enganchó una cantimplora al cinturón, se colgó del cuello una cinta de proyectiles y empuñó aquél objeto ukale capaz de matar a distancia.

Se acordó de sus pequeñas asesinas pero no tenía tiempo para esperar a que volvieran al bote, no rodeado de fisi. Miró a través de la rendija antes de volver a abrir la puerta y salir.

Las alimañas ya daban cuenta de su festín y apenas le prestaron atención. Sin entretenerse giró hacia el Este y empezó a correr por la llanura.

El sol a sus espaldas quemaba y las botas, que le venían algo pequeñas, le hacían daño. Al cabo del rato sus ropas estaban empapadas en sudor y el olor a watupya se podía percibir a leguas. Ese olor que los animales sabían debían evitar pero al que Matata no pensaba confiar su vida. No después de haber visto la muerte tan de cerca.

Debía encontrar algún árbol al que encaramarse o un agujero en el que esconderse para pasar la peligrosa noche de la sabana. Al día siguiente pensaría cómo volver a encontrarse con Ayubu. Porque estaba deseando volver a verlo para gritarle lo estúpido que había sido.

Un silbido extremadamente agudo sonó a sus espaldas. Era una llamada de su especie. Se giró sin dejar de correr.

Montado en su punda, Ayubu tiraba del otro animal cabalgando todo lo que aquellos pequeños eran capaz de dar de sí. Matata olvidó sus reproches durante un instante y empezó a hacer señas y a gritar de alegría.

El abu dejó de cabalgar al instante, alargando el momento de alcanzarle, pero al fin se encontró lo suficientemente cerca como para entenderse sin gritar.

—Para ser un retrasado te has desenvuelto muy bien.

—¡Eres un idiota!

Los punda se detuvieron al llegar junto al joven.

—Gracias, yo también te admiro.

—No, en serio. Eres un idiota. Podía haber muerto.

—Lo dudo, en ningún momento he dejado de estar cerca de ti.

—¡Imposible!—Matata empezaba a dudar.—No había nada tras lo que ocultarse, te hubiera visto.

—Claro, claro. Como podías haber visto los cuatro simba que os observaban desde el Oeste.

—¿Simba?

—Sí. Las pobres fisi se han quedado a medias.

—Pero... ¿cómo?

—Tienes mucho que aprender, como por ejemplo que eso que llevas ahí te traerá más problemas que soluciones.—Dijo bajándose del punda. Matata miró el arma y la agarró con fuerza.

—Era lo único que tenía.

—No, jovenzuelo, [me tenías a mí].—El larguirucho Ayubu abrazó al muchacho con alegría.

—Pero eres un idiota.

—Y tú un retrasado, recuerda.—Sus caras de reproche terminaron en una carcajada.

—Tisukale, abu, creí que no lo contaba.

—Nuestras ventajas pueden diluirse como un trozo de tierra en una arriada. Hay que ser prudentes. De todas formas has demostrado estar más que preparado para el Ukomavu.

—¿Lo dirás abu?¿Se lo dirás a Jela?

—No si no tiras eso ya.

Matata arrojó el arma shabiki entre las yerbas con pena. Al fin y al cabo, no había disparado ni un solo tiro.

—Y ahora, continuemos con nuestra misión. Hemos perdido demasiado tiempo.


 
 

No hay comentarios: