06.09: Shabiki
Ayubu, junto a sus dos punda, vio como los shabiki partían con el rugido de su monstruo metálico bajo una humareda negra como la muerte.
Quizá había subestimado a los soldados cuando les ofreció a un retrasado para que les acompañase. No había sabido leer en sus rostros que no sólo buscaban soldados y el pobre chico había sido reclutado como asistente sin que él hubiera podido impedirlo.
Ahora le venían a la mente cientos de estrategias más efectivas que podría haber empleado en su lugar, pero ya era tarde. Se giró hacia el Este y empezó a caminar como si hubiese olvidado el asunto.
En el interior de vehículo el aire era irrespirable: una mezcla de aceite, humo y sudor se cocía en el calor de la caldera, extendiéndose por las paredes de hierro hasta el extremo contrario y convirtiendo el habitáculo en un horno asfixiante.
El ruido atronador de los pistones y el vapor escapando por las válvulas hacía imposible cualquier conversación entre aquellos hombres que miraban al recién llegado con una mezcla inquietante de curiosidad y malas intenciones.
Los soldados estaban sentados en el suelo, a lo largo de las paredes, sus piernas cruzadas en el centro en un sucio mar de botas. Un par de sillas de apariencia incómoda alojaban al jefe y al conductor en el extremo anterior, y entre ellos, de espaldas a la marcha, se encontraba Matata, encogido en el mínimo espacio a fuerza de patadas.
Aún estaba conmocionado por cómo se habían desarrollado los acontecimientos en el último momento. La incomprensible ocurrencia de Ayubu de ofrecerle a aquellos soldados le había dejado helado, pero la reacción de aquél hombre temible le estremeció tanto que no pudo evitar enviar un mensaje de gestos a su maestro a pesar de que con ello se arriesgaba a ser identificado como watupya: [¿Qué hago?]
Ayubu no contestó. No al menos con su rostro. Se rascó la barriga de una forma antinatural, como si la mano estuviera caminando con los cinco dedos.
Matata tocó el bote que llevaba en uno de los huecos de su caftán y que su abu le había entrega poco antes de que el vehículo de los shabiki se detuviera. Estaba claro que se refería al contenido, unas decenas de pequeñas buibui perfectamente entrenadas para matar. Sólo tendría que liberarlas. En el momento oportuno.
—¡Allí… los pastores estaban por allí!—Gritó el jefe al conductor.
El chico recordó el comentario de su maestro: “Si muero, debes utilizar todo lo que te he enseñado para sobrevivir y volver a Kabilah”. Pero acababan de partir, qué clase de héroe vuelve tras su primer encuentro con los shabiki.
Tenía que usar todo lo que sabía y en ese momento todo lo que sabía le parecía demasiado poco. Nada en comparación con sus necesidades. El pánico intentó abrirse paso.
“Los pensamientos negativos te restan fuerza”, solía decir Ayubu. Buscó cómo darle la vuelta a aquella situación, de nada le servía lamentarse de lo que podría haber sucedido y no pasó. No tardó demasiado en encontrar la forma. Decidió entender lo que le estaba pasando como una prueba de su Ukomavu. La fuerza, el orgullo y la seguridad expulsaron el miedo de su interior mientras su rostro continuaba mostrando la mirada vacía de un retrasado.
“No lances si no es para acertar”. Recordó esa frase de uno de sus maalim mientras, de pequeños, le enseñaba un juego de pelota. Siempre le había parecido una obviedad pero ahora cobró un significado nuevo.
No, no debía precipitarse, debía meditar sus movimientos. El arma que le había dado Ayubu y que ahora ocultaba entre sus ropas nada tenía que ver con aquellos toscos tubos metálicos que reposaban sobre el regazo de esos soldados. Las armas watupya no eran iguales a las de los ukale. Éstas podían causar la muerte de forma instantánea y la suya necesitaba tiempo. Tendría que buscar el momento oportuno.
—¡¡¡Allí, tras esa colina, sigue las boñigas del ganado!!!
Los shabiki iban de caza. A su modo. Como todos en Kabilah sabía que lo hacían: como carroñeros que arañan lo que le roban a otros.
Habría un enfrentamiento, quizá muriese algún pastor, incluso puede que cayera alguno de aquellos hombres de mirada bovina. Al final obtendrían la carne, la tendrían que trocear y cargar en algún sitio, aunque no veía dónde. Descubrió un amasijo de sogas en un rincón, podrían servir para atar la carne en el techo.
En cualquier caso, pensó, cuando terminaran la operación, bien entrada la tarde, los soldados estarían cansados aunque contentos por el botín. Tendrían algo con lo que fanfarronear allá donde quiera que recalasen. Se olvidarían de él porque estarían pensando en la noche, la fiesta, la cena y el descanso. Decidió que en el camino de vuelta las buibui tendrían ocasión de realizar su trabajo.
Mientras tanto podría dedicarse a aprender más sobre los shabiki. “Nunca dejes de aprender”. Incluso de aquellos soldados malolientes podría aprender algo.
Se fijó en su ropa. Eran soldados, pero no estaban protegidos, vestían prendas de tela a manchas ocre, gris y marrón, una suerte de rudimentario camuflaje. Comparó aquella indumentaria con la de los soldados que acababa de dejar en la puerta Norte de Kabilah vestidos con prendas de tejido buibui ajustado a sus cuerpos. Una ropa elástica, ligeras, fresca y, sobre todo, impenetrable.
Los askari no necesitaban ir encerrados en un cascarón de hierro oxidado para defenderse.
El vehículo rebasó la loma de la colina y una extensión infinita se abrió ante él.
—¿¡Dónde se han metido!? —Gritó el conductor.
—¡¡¡Allí!!! —Señaló el jefe.
Matata se hubiera levantado de buena gana ante aquel grito cargado de entusiasmo y triunfo pero supo contenerse. El vehículo giró a la derecha, aceleró durante un trecho hasta que frenó de golpe. Los soldados cayeron unos encima de otros y todos aplastaron al joven watupya.
—¡Rápido, desplegarse!
La puerta se abrió y los hombres salieron con las armas por delante. El jefe aguardó hasta que uno de ellos introdujo la cabeza de nuevo para informar.
—Despejado. No hay nadie a la vista.
—Perfecto. Tú, sal afuera y ayúdalos.
Matata tardó unos segundos en darse por aludido. Se refería a él, pero no entendió en qué podía ayudar a unos soldados hasta que salió al exterior y pudo ver la escena.
Un mbogo viejo como la tierra rumiaba plácidamente frente a ellos. Estaba claro que los pastores lo habían dejado atrás como tributo con la esperanza de que, obtenida la carne, se olvidaran de ellos.
—Matadlo y troceadlo. Ya tenemos lo que necesitamos.— Después de todo, pensó Matata, no todos los ukale eran tontos.
Los soldados obedecieron aliviados ante lo fácil del encargo. El mbogo apenas se resistió y los machetes empezaron a trabajar con habilidad separando piel, sacando vísceras y troceando músculos. Matata era el encargado de ir porteando las piezas hasta el vehículo.
—Ve poniéndolo ahí, junto a la caldera.
Un grupo de fisi, alertadas por el olor a sangre, merodeaba la carnicería buscando una ocasión para participar pero a la distancia justa para no incomodar a aquellos temibles enemigos.
A Matata no se le pasó por alto lo que significaba que el mbogo descuartizado fuera dentro de la cabina. Un mbogo adulto pude ocupar el espacio de ocho o diez personas así que, para su desgracia, estaba claro que los hombres irían donde él había pensado iría la carne, sobre el techo, o a pie, y en esas circunstancias las pequeñas buibui no tenían nada que hacer.
—¡Eh! No te entretengas.
De nuevo estaba sin estrategia. De nuevo la tentación de pensar en lo que debería haber sido y no fue: si en vez de buibui el tarro contuviera myuki, con sus mortales aguijones dispuestos para matar, nada importaría de dónde fueran los soldados. Pero no, el tonto de Ayubu tuvo que pensar en aquellas pequeñas e inútiles de ocho patas.
Mientras porteaba las piezas del mbogo, con la sangre chorreándole por encima, tuvo tiempo de calmarse. Tendría que buscar otra ocasión para deshacerse de aquellos fanáticos pero por ahora sólo podía continuar almacenando la carne en la cada vez menos espaciosa cabina.
Un buen rato y cuatrocientos kilos después Matata porteaba el último trozo mientras las fisi gimoteaban lastimeras la rápida desaparición de su festín.
—Ya está. Dejad al retrasado ahí fuera, nuestras amigas también tienen derecho a comer.
El muchacho tardó un segundo en comprender que el jefe había decidido abandonarle en medio de la sabana, cubierto de sangre y rodeado de una manada de fisi hambrientas. No podía imaginar peor muerte y no lograba entender la crueldad de aquel acto.
Intentó rogar a los hombres para que le dejaran subir pero no consiguió más que patadas, escupitajos e insultos. Cuando la puerta del vehículo se cerró casi pudo percibir el regocijo de las alimañas relamiéndose.
Las buibui no tenían nada que hacer. Y él tampoco.
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