En la placita Mkuano, en la parte más baja de la ciudad que colinda con la muralla sur, se apretujaba una treintena de viviendas minúsculas en torno a una fuente de agua cantarina. En ellas vivían aquellas personas que por su edad habían quedado solas. La mayoría eran mujeres aunque no faltaba algún que otro anciano apegado a la vida contra todo pronóstico.
Asistentes al servicio de la ciudad se encargaban de tenerlas alimentadas, limpias y cuidadas. Una carga que soportaba Kabilah con gusto porque en sus cabezas estaba la memoria de todos. Se podría decir que Mkuano era uno de los pilares de la comunidad.
Los ciudadanos solían acercarse a la plaza a buscar consejo, llorar sus pérdidas o contar sus alegrías como si al hacerlo se lo estuviesen comunicando a toda la ciudad. Y en cierto modo así era, dado que no faltaban aquellos otros que se acercaban para saber de éste o aquél asunto más o menos privado con intenciones más o menos legítimas.
Contar algo a los ancianos de Mkuano tenía ese pequeño peaje que los lugareños toleraban de buen talante ya que, como reza el viejo proverbio, "A todo el mundo se le ve el rostro tarde o temprano".
Pero de los consejos que se buscaban en Mkuano, los de Azana eran con diferencia los más valorados. Contaba la leyenda que la vieja era hija directa o nieta, según quien la contara, del tercer Malaika, aquel que llegara del oscuro norte acompañando a los Tisukale. Todo un aval de su sabiduría.
Sin duda su aspecto físico contribuía a la leyenda: Su cara redonda, sus ojos rasgados y su tez clara, cobriza más que negra, recordaban a la fisonomía shetani tal y como la describían los textos antiguos.
También ayudaba el que Azana jamás se hubiera tomado la molestia de desmentirla.
Tan solicitados eran los consejos de Azana que con frecuencia se veía obligada a desviar a tan devotos seguidores hacia el vecindario, cosa que hacía con más frecuencia de la esperada. Aunque había una excepción: Las solicitudes de los miembros del Mlinzi Elimu siempre eran atendidas, y aunque no todo el mundo compartiera esa diferenciación entre parroquianos, la mayoría comprendía que la integrante más veterana del Consejo pusiera especial cariño en atender las solicitudes de asesoramiento de los que ostentaban la máxima responsabilidad en la ciudad.
Por lo demás, la casa de Azana era una de las más pequeñas de Kabilah, apenas una habitación para estar y recibir a sus visitas y un cuartucho para dormir. El aseo, la cocina y el comedor eran comunitarios, como en la mayor parte de la ciudad.
A mediodía, la niebla que cubría Mkuano se había retirado ya y la anciana disfrutaba de su gran pipa abunusi cargada del mejor kif sentada en la puerta de su casa al calor del sol cuando una figura encapuchada surgió de una callejuela. Su forma de caminar fue reconocida al instante por aquellos ojos minúsculos.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la anciana soltó una carcajada que sonó como un cañaveral azotado por el viento.
—¿Ya te has decidido a mudarte?
El encapuchado continuó caminando hasta estar junto a ella antes de responder.
—No te hagas ilusiones, sólo vengo a agradecerte tu intermediación con Wavu.
La vieja golpeó su pipa contra la pared de piedras de su casa para limpiarla y extendió su bracito solicitando ayuda para levantarse de la silla. Una vez de pié su figura, redonda y pequeña, hacía que el recién llegado pareciera erróneamente alto y vigoroso.
—Anda, entremos, y no creas que no te vas a llevar una reprimenda. ¿Cuántos años hace que no nos vemos?
El interior de la casa era oscuro pero cálido y perfumado, las sogora habían trabajado allí aquella mañana y todo estaba limpio y en orden.
—Creo que desde que dejaste de aparecer por el Consejo, hace más de treinta años, te pido disculpas.
—Disculpas aceptadas. Ahora siéntate y dime qué te preocupa.
—No me preocupa nada, mujer, es sólo una visita de cortesía.
—Deja tu rostro en paz, Jela, si no, no podré ayudarte.
El hombre suspiró y se echó hacia atrás la capucha mostrando su identidad. Era inútil intentar ocultar los sentimientos a aquella venerable mujer.
—¿Siempre tratas así a tus "clientes"?
—Déjate de monsergas. Dime, qué te trae por aquí.
El Gran Chaga inspiró con fuerza intentando relajar su cuerpo y su rostro. Le resultaba difícil después de tener que hacer lo contrario constantemente. Quizá esa fuera una de las razones por las que no visitaba nunca Mkuano.
—[Ha llegado el momento]
—Hum... Me voy a preparar una pipa, algo me dice que esta consulta va a ser más que interesante.
Jela explicó a Azana el hallazgo de los extraños restos, el intento de Wavu y Jumla de organizar una pequeña rebelión en el seno del Consejo, de la que ella tenía parte de la información, y por último de los pasos que había iniciado para afrontar lo que "se les venía encima", en sus propias palabras.
El humo del kif no sólo afectaba a quien lo fumaba y el Gran Chaga empezó a relajarse realmente al cabo de la media hora. A partir de ese momento la anciana pudo leer en su rostro como si fuera el de un niño pequeño y la información que el hombre más importante de Kabilah le revelaba estuvo trufada de sentimientos como en cualquier conversación entre watupya.
—Entonces, por poner las primeras piedras. Según tú, los shetani ya están aquí.
—Me temo que así es.
—Y has mandado a un abu y su pupilo de quince años a ver si es cierto todo con tal de no contárselo al Consejo.
Jela se ruborizó pero asintió.
—Usas tu vieja táctica de ocultar el máximo de información posible a los demás. ¿No te sirvió la lección del mdogo-vita-sisi?¿No aprendiste de los muertos y el dolor que causó esa manía tuya durante nuestra pequeña guerra?
—Entiéndeme Azana, si se extendiesen mis sospechas todos nos volveríamos locos. Imagínate, la leyenda, la temible leyenda, convertida en un peligro real que nos enfrenta a un enemigo contra el que, sinceramente, no creo que podamos luchar.
—Sigues considerando al pueblo como a niños pequeños. No te digo que no haya por ahí algún que otro energúmeno, incluso entre los consejeros, pero debes mirarte eso. Si no lo puedes evitar quizá haya llegado la hora de dejar tu cargo en manos de alguien más tolerante.
—¿Existe ese alguien?
—¡Ay Jela! —Azana le tocó en la pierna.—No tienes arreglo.
—Entonces…—Hizo ademán de levantarse, pero ella le apretó la rodilla para que no lo hiciera.
—Está bien, digamos que no lo vas a contar por ahí, sólo ante el Mlinzi Elimu, los maestros del saber. A fin de cuentas son los que tienen la capacidad y la responsabilidad de enfrentarse a cualquier peligro que aceche a los watupya.
—Ya has visto la actitud de Jumla y Wavu, no son leales, sólo piensan en sus intereses. Si lo hago, a las pocas horas todo el mundo estará tomando partido por unos o por otros, y entonces no habrá una sola Kabilah para enfrentarse al peligro que nos acecha.
Azana pegó una fuerte calada de la pipa y entornó los ojos mientras el humo penetraba hasta el último rincón de sus pulmones. Luego lo exhaló a la cara de Jela como si quisiera envolverlo en él.
—¡Ay Jela, Jela! Siempre tan engreído. ¿A caso no luchas tú también por tus intereses?
—Yo lucho por los intereses de todos. —Tosió.
—¡Y un cuerno! Tú no eres distinto a los demás. Tú haces lo mismo que Jumla, Wavu o Dakátar. Es inevitable. Para eso se creó el Consejo, para que cada uno, mirando por sus intereses, llegue a un acuerdo con los demás. En esos acuerdos, en esos puntos de coincidencia, estarán los auténticos intereses de todos. No lo olvides: solo se camina más rápido pero acompañado se llega más lejos.
—Pero, ¿tú conoces a Jumla? Es... sólo piensa en... ¡Si lo conocieras de verdad!
Azana volvió a chupar de su pipa aunque ahora lo hizo lentamente sin apartar sus pequeños ojos rasgados de la cara de Jela. Por fin expulsó el humo por la nariz.
—Juguemos a eso. —Dijo a la vez que golpeaba su pipa contra un cuenco de piedra lleno de cenizas.
—¿Cómo?
—Sí, juguemos a eso. Tú serás Jumla, y Wavu, y luego Dakátar y yo seré tú. Simulemos el debate, a lo mejor sacamos algo en claro.
—No he venido aquí a jugar, necesito consejo.
—¡Por fin! Creía que nunca te apearías de tu pedestal de autosuficiencia.
Jela petrificó su rostro en un gesto de autodefensa.
—¿No crees que nadie hay mejor que tú para aconsejarte? Pues te ofrezco un juego para que tú saques tus propias conclusiones.
Había utilizado el tono de voz más cándido que pudiera oírsele, y eso alertó a Jela.
—¡Eres odiosa! ¿Lo sabes?
—Sí. Sobre todo cuando digo lo que no se quiere oír. ¿Jugamos?
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