06.07: Shabiki
El ganado aún podía aprovechar los retazos de verde que había dejado el verano y sus lluvias y quienes lo cuidaban no tenían otra cosa de que preocuparse que la de buscar algo que alterara aquél paisaje monótono aplanado por la luz del mediodía.
De momento ningún peligro acechaba a los animales y sólo un par de figuras cabalgando hacia Levante en la lejanía les llamaba la atención. Eran dos, una más alta que la otra. Sus monturas les parecieron frescas, lo que les llevó a pensar que acababan de iniciar su viaje.
Al Este, eso lo sabía cualquiera de por allí, sólo podrían encontrar algunos poblados diseminados y finalmente el mar. Pocos lo habían visto pero los que lo habían hecho lo comparaban con una infinita sabana azul. Ninguno de aquellos pastores tenía el más mínimo interés por conocer el mar, les bastaba con que su ganado comiese todos los días y nadie que no fuera ellos se comiese a su ganado, en cambio, aquellas dos figuras buscar el mar con premura.
Y eso era todo. Los pastores perdieron interés rápidamente y continuaron buscando novedades en otras direcciones.
—¿Por qué yo?
—¿Eh?
—¿Por qué yo?¿Por qué el Gran Chaga te dijo que me eligieras a mí para esta misión?
Matata montaba su pequeño punda con cierta dignidad, Ayubu en cambio formaba con la suya una pareja bastante cómica. Él era tan alto que no tenía más remedio que arrastrar los pies por el camino y su montura era tan escuálida que muy bien podrían haberse intercambiado los papeles.
—No fue idea de Jela, sino mía.
Matata soltó una risita sardónica.
—¿Dudas de mi palabra?
—No hay duda abu, estoy seguro de que mientes, tu cara lo dice: “te estoy mintiendo”.
Ayubu rió.
—Jela confía mucho en ti, aunque últimamente no le das demasiadas alegrías.
—¿Qué he hecho ahora?
—Querrás decir qué no has hecho. Son tan numerosas tus faltas de disciplina que si empezara a enumerarlas ahora llegaríamos a nuestro destino y aún seguiría hablando. Y lo peor es que tú no te acordarías ni de la mitad.
—¿Jela confía mucho en mí?
—¿Ves? No escuchas nada más que lo que te interesa, esa es tu sorprendente facultad. Pero no se aprende de los aciertos sino de los errores.
—¿Y tú?
—¿Y yo qué?
—¿Y tú, confías en mí?
Ayubu suspiró e hizo que su punda apretara el paso para alejarse de él.
—Jela es sabio y si él confía en ti es porque verá algo debajo de ese disfraz de cantamañanas que llevas puesto.
Matata sonrió. Por su rostro podría pensarse que el propio Jela estaba felicitándole en esos momentos por su buen hacer.
Así estuvieron cabalgando en fila durante un buen trecho hasta que el semblante del muchacho cambió radicalmente.
—¡Ayubu!—Intentó ponerse de nuevo a su altura.—¡Mi Ukomavu! ¡No llegaremos a tiempo!
—Casi seguro. De todas formas, ¿crees que eres lo suficientemente maduro como para enfrentarte al Ukomavu?
—¡Oh, vaya!—Frenó.—Entonces era eso, quitarme de en medio para no pasar el rito de madurez hasta el año que viene. ¡Qué listo el Gran Chaga!
—No seas idiota Matata. La misión que nos han encomendado es con mucho el rito de iniciación más extremo al que pueda someterse a un kijana descerebrado como tú.
—¿Quieres decir que éste viaje equivale a mi Ukomavu?
—Si regresamos habiendo cumplido con lo que nos ha pedido Jela entraremos en Kabilah como héroes, ¿qué más Ukomavu quieres?
Matata volvió a extender su enorme sonrisa blanca con satisfacción imaginando ahora la cara de sus compañeros al verle desfilar por las calles de Kabilah al son de los tambores, rodeado de gente vitoreándoles y chicas pidiéndoles descendencia. De repente volvió la preocupación.
—Pero, ¿qué es lo que nos ha encargado Jela?
Ayubu frenó su montura para acompasar su marcha a la de su compañero.
—Pasas de la alegría a la tristeza demasiado rápido. ¿Es que no piensas?
—Sí, sí pienso abu. Pero no recuerdo que lo que me comentaras anoche fuese tan importante como para convertirnos en héroes.
—No es esa nuestra misión, pero tú sólo debes saber que de momento tenemos que caminar hacia el Este,—señaló hacia el frente,—en dirección al poblado Chanzuru, vendiendo y comprando baratijas por el camino. Somos unos comerciantes ukale del pueblo de tu madre.—Giró su rostro hacia él y completó la frase.¬—[Es mejor para ti]
—¿Eso es todo? [¡Pues vaya una prueba de madurez!]
—[No vas a sonsacarme con trucos de guardería]
De pronto algo hizo que Ayubu se irguiera entrecerrando los párpados. Una fina nube de polvo negro deformaba la línea del horizonte.
—Viene un vehículo de combustión.
Matata cayó en la cuenta del sutil olor aceitoso y picante que producían las calderas de combustión.
—¿Shabiki?
—No pueden ser otros.
El miedo se abrió paso. No eran pocas las atrocidades que se atribuían a los shabiki. En cierto modo eran más temibles que los demonios Shetani, porque éstos eran cosa de leyenda y aquellos reales y tangibles.
—No podemos ocultarnos,—miró el desolado yermo de la sabana,—ni dar media vuelta, ellos también nos habrán visto.
—Entonces, qué hacemos.
—Seguir adelante, cuando estemos a su altura azuzaré a los punda para que salgan corriendo. Cuando lo haga, agárrate a su cuello porque van a cabalgar con fuerza.
—¿Crees que correremos más que ellos?
—Los vehículos shabiki son inexpugnables, pero lentos y torpes, podremos rebasarlo y dejarlo atrás, sólo hay un momento de peligro cuando pasemos al alcance de sus proyectiles.
—¿Proyectiles?
—Cohetes, como los que disparamos el día de la Sera-Kanudi, sólo que ellos no los tirarán al cielo para festejar la ley suprema de los watupya sino contra nosotros.
—Pero eso es…
—Mortal. Hazme caso, hasta entonces, cabalga como si nada.
La nube de polvo se hacía cada vez más grande a la vez que el estruendo del motor de combustión iba horadando el silencio como un fino punzón. Los punda empezaron a mostrarse inquietos y abu tuvo que usar su cálida voz para tranquilizarlos.
—Si nos detienen, o nos hieren, no hables con el rostro, eres un ukale. Recuerda que los shabiki nos temen y nos odian. Hazte el retrasado como convenimos, así nadie se fijará en ti.
—Y no sería mejor saludarles e intentar venderles baratijas. Con esa voz que acabas de emplear hasta yo te compraría.
—Los shabiki son muy fanáticos pero no son tontos. Es peligroso hablarles de esa manera. Además reclutan a todos los jóvenes para convertirlos en soldados de su eterna guerra santa. Por eso es necesario que parezcas lisiado.
—¿Y tú?
—Yo soy demasiado viejo para ser soldado. [En cierto modo tú también lo eres]
—De… de acuerdo. [¿Y si te matan?]
¬—De todas formas tenemos que ir con mucho cuidado, no creo que los shabiki se muestren muy tolerantes si nos atrapan después de intentar huir.—No había visto lo que le había dicho, así que el joven tuvo que volver a hacer la pregunta de viva voz.
—¿Y si te matan?
—Si me matan tendrás de hacer uso de todo lo que te he enseñado para escapar y volver a Kabilah, si no es que te matan a ti también.—Respondió secamente como si no se estuviese hablando de la muerte. Mientras, empezó a rebuscar en una de las alforjas algo que parecía escabullirse.
Cuando ya casi los tenían encima, lo encontró y se lo entregó a su compañero.
—Guárdalo y ábrelo si la cosa se pone fea.
A lo lejos, los pastores habían desaparecido tras las colinas, lejos de la mirada de los guerreros shabiki.
El vehículo era como un enorme mende, un escarabajo en el que bien podrían caber ocho personas dejando además espacio para la caldera, los depósitos y los pistones del motor en la parte de atrás. En la cola, una destartalada chimenea como un rabo empinado escupía aquél humo negro y pestilente. En el frente, y a lo largo de sus flancos, se abrían unas rendijas horizontales por las que poder mirar al exterior y disparar si fuera preciso. El estruendo era ya el único sonido que se escuchaba junto con el siseo intermitente de vapor que escapaba por los lados.
Era la primera vez que Matata veía un artefacto mecánico fabricado por los shabiki. Tenía un aspecto tosco, como si lo hubiesen fabricado un grupo de niños con barro, aunque era enteramente de hierro. De color rojizo por el óxido, orlado de remaches y bandas de refuerzo, lucía en el frente el dibujo de una llama de color blanco. Era el dios de los shabiki.
Antes de que el abu tuviese tiempo de agarrarse del cuello de su montura dos enormes puertas se abrieron a cada lado del vehículo como dos amenazadoras alas. Del interior salieron diez soldados blandiendo lo que a Matata le parecieron trompetas de hierro.
—¡Deteneos!—Gritó una voz amplificada desde el interior.
—Haz lo que te dicen, Matata. Recuerda que eres tonto.
Un soldado más joven que Ayubu pero más curtido y musculoso se apeó por el lado izquierdo. Vestía como los otros aunque portaba un par de insignias que lo hacían parecer más importante. Su cabeza rapada y redonda se asentaba sobre un cuello fuerte y tenso. Sonreía pero no estaba feliz.
Matata pudo leer en su rostro que llevaba muchos días sin tener descanso, sin visitar su casa. Era el jefe, no había duda, se creía el más importante y el más temible y estaba dispuesto a aterrorizarlos para conseguir que ellos también lo creyeran. Un inapreciable brillo de ternura pujaba por permanecer en su mirada, dura y hostil.
Sus hombres, algunos de los cuales no llegaban ni siquiera a la edad del Ukomavu, le observaban más con miedo que con respeto. Si aquel hombre hubiera sido un watupya hubiera sabido que dos de ellos buscaban una oportunidad para matarle aunque su falta de valentía no les permitiera encontrarla.
—¿Qué tenemos aquí?—Dijo paseándose como si todo lo que alcanzara la vista fuera de su propiedad. Una pose teatral para ocultar sus debilidades que Matata buscaba con ahínco, como le habían enseñado.—Un viejo en un burro famélico y un joven que está pidiendo a gritos salvar su alma. ¿Cómo te llamas muchacho?
—Ngta..ta...—Dijo convirtiendo la mención de su nombre en una tarea casi imposible.
—¿Ngtata?—El jefe de los shabiki se acercó a él para examinarlo con ojos ávidos. Matata notó su primera debilidad: era egoísta, individualista por lo que es posible que no fuera tan fanático como interesado.—¿Qué clase de nombre es ese?
—Ngtata... mi nombe.
Los soldados empezaron a reírse.
—¡Silencio!—Se giró hacia Ayubu.—¿Es que tu amigo es retrasado?
—Me temo que sí señor. Al nacer cayó desde muy alto. Es un castigo de Dios que llevo con resignación.
El shabiki pareció perder el interés por el joven y se encaró con su compañero.
—¿Dónde vais?—Asomó la cabeza a las alforjas.—¿Qué lleváis ahí?
—Son mercancías, señor. Vendemos aquí y compramos allá. Y de vez en cuando alguien nos paga con un kuku o un tikiti y así comemos algo y seguimos nuestro camino. —Matata...—El chico se estaba inclinando sobre la grupa,—ponte derecho, hombre, que te vas a caer.
—Si.. aa aa abu.
—¿Cómo le has llamado?
—Abu… nusi. Me llama abunusi, significa ébano. Como soy tan negro…
—¡Ya sé lo que significa! ¿A caso crees que soy tonto?
Los dos comerciantes notaron de inmediato su inseguridad ante lo desconocido. Esto, recordó Matata, implicaba falta de inteligencia y, en este caso, aconsejaban no humillar aún más su ego dolido so pena de desatar una ira que se estaba generando a ojos vista. Ayubu también lo había notado y decidió tomar cartas en el asunto.
—Señor, veo cómo lleva a sus hombres, cómo les ha regalado un sentido para sus vidas. Es usted un hombre sabio. Me gustaría pedirle un favor que sin duda será recompensado por El Altísimo.
En contra de lo que le había advertido a su pupilo, Ayubu había utilizado su voz de forma muy sutil para aparecer como un hombre que realmente admira a quien le escucha. Mientras hablaba había mirado al chico a la vez que pronunciaba determinadas palabras. Matata había percibido la intención de su abu y no daba crédito.
—Si lo que quieres es que me lleve al chico, lo siento viejo, no somos una guardería.
—Coronel…—Intervino uno de los soldados.—Quizá nos vendría bien para limpiar y cocinar.
Ayubu no esperaba esta respuesta. Matata empezaba a inquietarse.
—Estoy seguro que, con el tiempo suficiente, Matata aprenderá a cocinar algunos platos sencillos.
El jefe de los soldados miró al muchacho de hito en hito.
—Está bien, nos lo quedamos.
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