06.04: Matata
La noche se les estaba echando encima cuando el carro tomó la desviación que ascendía por la vertiente norte de la montaña. El crepúsculo trajo consigo una fría brisa que estremeció al joven Matata. Su hermana, dormida desde hacía un buen rato, debía estar helada tendida en el piso del carro así que intentó envolverla con la jarapa para sólo consiguir despertarla.
—¿Qué…?—Murmuró.—¿Hemos llegado?
—No, sigue durmiendo. Aún falta un buen trecho.
Leta se incorporó desoyendo el consejo. Las primeras estrellas punteaban el horizonte azul oscuro de oriente, casi negro. Al otro extremo, un naranja intenso aún era capaz de sacar formas al paisaje.
—¿Llevo mucho tiempo durmiendo?
—Un rato.
El punda tiraba cansino del carro sin necesidad de que nadie lo guiara.
—¿De qué estábamos hablando?
—De los chicos que te insultaban en el poblado. Te estaba explicando…
—Oh, sí.—Le cortó.—Ya recuerdo. Una conversación muy desagradable.—Se puso de pie y empezó a mirar alrededor con la viveza de un surikato.
—¿Cómo se te ocurrió usar un punda rayado para tirar del carro?
Matata suspiró ante la imposibilidad de llevar la conversación hacia donde quería.
—Me gustan los pundamilia. Son más inteligentes que los mbogo y los punda. Y se defienden mejor de los depredadores.
Leta se agarró al brazo de su hermano y alargó la mano intentando tocar la grupa del animal.
—Aunque no son demasiado cariñosos; será mejor que no le toques si no quieres que nos dé una coz.
La chica retiró la mano prudentemente.
—¿Te entiende cuando le hablas?
—Algunas cosas, otro asunto es que me haga caso, los punda en general son bastante testarudos.
—¿Aprenderé a hablar con un punda?
—Aprenderás muchas cosas. Eres una watupya.
—Los chicos dicen que los kibudes son brujos malvados que raptan a los niños. ¿Un watupya es un kibude?
Matata aprovechó la nueva oportunidad.
—Los ukele nos llaman kibude, pero nosotros nos llamamos watupya. Nos tienen miedo porque no pueden entender muchas cosas que para nosotros son evidentes.
—¿Por eso piensan que nosotros tenemos poderes mágicos?
—Cuando algo no tiene explicación parece cosa de magia, cuando aparece la explicación, la magia se esfuma al rincón de lo desconocido.
—¿Entonces no somos brujos?
—Ellos nunca podrán hacer cosas que nosotros si podemos, pero no, no somos brujos, sólo somos watupya.
—¿Es verdad que os lleváis a los niños?
—Es cierto, pero sólo a los niños watupya, como tú.
—¿Y por qué?
—Porque no basta con tener la capacidad. También hay que ejercitarla, y eso es imposible entre ukeles. Por eso de pequeños somos llevados a Kabilah para que aprender a ser un watupya. En un año sabrás cosas que esos chicos que te insultaban no pueden ni siquiera imaginar.
—¿Y luego?
—De mayor cada uno hace lo que quiere.—Dijo mintiendo un poco.—En cualquier caso a nadie se le impide volver a ver a su familia.
Leta guardó silencio y Matata prefirió dejar que sus palabras quedaran flotando en el aire mientras volvía su rostro hacia el oeste, donde la luz del sol poniente ya había desaparecido dejando paso a millones de estrellas.
Tomó una bocanada de aire impregnada de olor a yerba y sudor animal y se sentó en el suelo del carro tarareando una sugerente melodía. Leta se acurrucó a su lado buscando el cálido hueco que le hizo entre el brazo y el pecho. Al cabo de un rato ambos se habían quedado dormidos mecidos por el traqueteo del camino.
La noche era oscura, sin luna, una circunstancia que parecía traer sin cuidado al punda. Algunos otros también parecían moverse sin problemas en la oscuridad, observando de lejos cómo el animal tiraba de su carga. Para ellos no eran más que presas, una oportunidad para cenar. Olían la sangre, el sudor, las feromonas. También percibían algo en el aire que parecía avisarles de cierto peligro, algo que les decía “no somos una buena elección”. Uno a uno los depredadores fueron alejándose de ellos en busca de comida menos complicada de cazar.
También había otros ojos que los observaban. Porque aquel camino no debía ser transitado por cualquiera.
Los despertó el repentino tronar de su propia rodadura cuando se adentraron en un túnel escavado en la roca. Leta pegó un respingo asustada.
—¿Qué pasa?
—Tranquila,—dijo su hermano incorporándose,—hemos entrado en la montaña, es el único camino a Kabilah desde el norte. Ya falta muy poco para llegar.
La pequeña miraba a todas partes pero todo estaba negro como boca de mbua.
—¿Ves algo?
—Nada. No te preocupes, él sabe por dónde va.
El camino giraba, bajaba, subía y volvía a girar; en algunos tramos se estrechaba tanto que el carro rozaba con las paredes y en otros se ensanchaba hasta que el ruido de las ruedas se multiplicaba en un lejano eco. Por fin el animal se detuvo.
—A partir de aquí hay que ir a pié.
—¿Nadie viene a recibirnos?
—Aún no hemos entrado en la ciudad.
Matata desmontó al punda mientras le susurraba sonidos tranquilizadores. Una vez libre, el animal se dio media vuelta y emprendió el camino de regreso.
—¿Cómo vamos a seguir?—Dijo Leta aferrándose a su hermano.—Yo no soy un punda.
—Observa.
El joven empezó a silbar. Era un sonido muy agudo, casi inaudible, como el que se te queda en la cabeza cuando te entra agua en los oídos. Poco a poco un tenue resplandor verdoso fue llenando la galería. Decenas de puntos de luz se encendían y apagaban tapizando el techo de estrellas titilantes.
—¡Luciérnagas!
—Bonitas, ¿verdad? Ahora caminemos, nuestras amigas no pueden estar así demasiado tiempo.
El tramo de túnel iluminado era pequeño, apenas un metro y medio y al cabo de un minuto todo volvió a ser negro. Matata continuó caminando a ciegas gracias al recuerdo de lo que había visto hasta que se volvió a detener y silbar. Y otro tramo del recorrido se iluminó. Tuvieron que repetir la operación un par de veces hasta encontrarse con una pared de roca que les cerraba el paso.
—¡Nos hemos equivocado! ¡No hay salida!
—Paciencia, paciencia… sólo tenemos que esperar a que…
Un sonido ronco interrumpió al joven. La pared giró sobre uno de sus lados y una dulce luminosidad inundó el corredor.
—Venga, entra, no tengas miedo.
La niña le obedeció y pasó a una sala bien iluminada. Las paredes no presentaban rugosidades, eran lisas como la superficie de un estanque y del color de la llanura cuando se acaba la estación de lluvias. Un par de hombres, dos soldados, armados con unas extrañas mazas y cubiertos por armaduras de metal reluciente les estaban esperando.
—Por fin, temíamos que os hubiese pasado algo.
—¡Qué nos va a pasar!
—Tú debes ser Leta ¿no?
A la pequeña aquél hombre rudo y fiero le pareció sin embargo alguien a quien podría confiar su vida. Le sonrió.
—Si—Dijo soltándose de la mano de Matata y acercándose a él.—¿Y tú eres?
—Mi nombre no importa, aquí todo el mundo me llama Jitu. Anda ven conmigo, te presentaré a tus maalim, te están esperando.
—¿Matata vendrá con nosotros?
—Matata tiene una reunión urgente.—Miró al joven y su cara se lo dijo todo:—[ Ayubu]
El chico se puso a la altura de su hermana y le tocó la cabeza mientras la tranquilizaba.
—No te preocupes, estarás bien. ¿De acuerdo?
—Vale.—Contestó sin más y tomó la mano de Jitu y tiró de él hacia la otra puerta de la sala.—Vamos, no hagamos esperar a los maalim.
Cuando el soldado y la pequeña desaparecieron, el otro soldado miró a Matata sonriendo:—[Es lista]
—[Creo que sí]¬—Dijo con su rostro mientras hablaba.—¿Qué es eso tan urgente que quiere Ayubu de mí?
—No he podido entrever nada, sólo que es urgente. Vamos, te espera en su casa.
Matata se despidió y emprendió el camino descendente hacia Kabilah. La inquietud se había instalado de repente en su corazón. Faltaban apenas diez días para la ceremonia del Ukomavu y pasaría a ser un askari como Jitu y su compañero, dejaría de estudiar con Ayubu y aprendería a luchar, vigilar y defender Kabilah con algún abu militar.
Sabía que era lo correcto, aunque no quisiera traspasar el Ukomavu.
Ayubu le había reprochado alguna vez falta de voluntad para madurar en contra de lo que pensaba el Gran Chaga. Jela creía que él no estaba preparado. Y eso era malo. Si llegados los diecisiete no traspasaba la frontera de la adolescencia sería el hazmerreír de todo Kabilah. Quizá aquella premura del abu por verle aquella noche estaba relacionada con su ceremonia de madurez. Quizá el Mlinzi Elimu ya había tomado una decisión.
La luz de las calles se fue difuminando conforme se adentraba en los barrios brumosos de la parte baja de la ciudad. Frente a la silenciosa presencia humana, apenas rota por alguna conversación susurrada, el aire se había llenado de los sonidos de las criaturas de la noche.
Un patriarca ngagi confortaba a su tribu para que durmieran “todo está controlado”, decía, mientras un chui rugía cerca de allí para desmentirlo. A lo lejos, la trompa de un joven tembo lloraba añorando el calor de su madre.
En su llanto había también una protesta airada: por qué tenía que hacerse un adulto y vagar en solitario para formar una nueva familia, por qué no podía volver con el grupo que le vio nacer.
Así se sentía él, como un tembo a punto de ser expulsado por el jefe de la manada. Es posible que fuera Jela quien tuviera razón y no Ayubu. No es que no quisiera, es que no estaba preparado aún para convertirse en un hombre.
De todas formas estaba cansado. Seguro que mañana por la mañana el joven tembo se levantaría con fuerza y bramaría su desafío a los otros machos. También él se levantaría de mejor ánimo. Claro que todo dependería de lo que le contara Ayubu. Las dudas desaparecerían en un instante. Estaba justo delante de su casa.
Llamó con suavidad para no molestar a los vecinos.
No hubo respuesta.
—¡Abu!—Susurró junto a la puerta.—¡Abu, soy yo, Matata!
Unas risas se escucharon entre la bruma. Alguien se acercaba por el final de la calle, las luces iluminaban a su paso.
—¡Abu, despierta!—Elevó algo el tono de voz.
—¿Matata?—La voz vino del mismo lugar que las risas.
—¿Abu?
Se oyeron susurros, alguna risa femenina, y luego pasos rápidos que se acercaban. La figura de Ayubu se definió cuando ya estaba a escasos metros.
—Perdona, me he entretenido.
No podía ver todavía el rostro de su maestro, pero por su voz sabía que estaba feliz. Eso era buena señal.
—¿Por qué no has entrado?
Matata se encogió de hombros.
—Entra, tenemos muchas cosas que hacer.
—¿Ahora?
—Mañana partimos hacia el este. Entra.
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