06.01: La pequeña kibude


Una nube de niños se arremolinó entorno al carro nada más adentrarse en el poblado. El conductor, cubierto con la capucha de su caftán, les ignoró como se ignora a las moscas.

Ni su indiferencia ni el polvo que levantaban las ruedas parecieron afectar a la chavalería que le siguió canturreando «¡Punda! ¡Punda! ¡Punda!». Era muy probable que en sus cortas vidas jamás hubiesen visto un punda rayado tirando mansamente de un carro.

El poblado apenas si contaba con unas decenas de cabañas diseminadas de forma anárquica y aunque unas fueran más grandes que otras, todas ellas eran toscas y pobres. El material con el que estaban construidas las confundía con la tierra sobre la que se levantaban contribuyendo aún más a darle a todo aquello una imagen penosa.

Algunos adultos asomaron la cabeza al paso de la chavalería y también quedaron sorprendidos del raro animal de tiro.

—¿Cómo has conseguido que un punda rayado tire de tu carro?—Le gritó alguien a su espalda.

—¿No ves que es un kidube? ¡Entra dentro y calla!—Le ordenaron en un susurro.

Los kidube se llevaban por las noches a los niños que se portaban mal, eso lo sabía cualquiera, así que aquel comentario hizo que los gritos cesaran al instante y aunque de lejos, los chicos continuaran siguiendo al extraño visitante en temeroso silencio.

Su destino no estaba lejos. Una cabaña destacaba de las demás. Tenía pintado con cal el dintel de la entrada flanqueada además por un par de cuencos medio rotos con plantas raquíticas.

—Detente amigo... hemos llegado.

El animal, que no estaba sujeto por rienda alguna, obedeció y la figura saltó al camino ayudándose de la inercia. Nadie en la cabaña pareció darse cuenta de que se acercaba un hombre caminando hasta que un grito infantil se impuso al rasgar de sus pisadas.

—¡Matata!

Una niña delgada y larguirucha, casi famélica, surgió del interior como un conejo. Su sonrisa blanca contrastaba con su piel color canela. Sus ojos también parecían sonreír al recién llegado mientras sus manos extendidas pedían un abrazo con ansia.

—¡Leta!—El hombre se echó hacia atrás la capucha dejando a la vista la cabeza de un joven y apuesto muchacho.—¡Ven a los brazos de tu hermano!

Y dicho y hecho; la niña saltó y él la cogió al vuelo levantándola como si fuera una hoja.  Reía mientras giraba en el aire bajo la atenta mirada de los niños del otro lado del camino. Nadie dudaba que aquellas grandes manos que la agarraban por la cintura jamás la dejarían caer.

—Ha llegado el momento.—La voz sonó triste desde el interior obligando al muchacho a detenerse. El rostro de la pequeña se entristeció ante el repentino fin del juego. La soltó en el suelo con delicadeza y se encaminó a la penumbra de la cabaña dejándola en medio de un corro de miradas.

—Kidube... kidube... kidube...—Fue el nuevo mantra que empezó a sonar en el exterior. Dentro, Matata se tomó un instante para acostumbrar la vista mientras se deleitaba con el frescor de la penumbra y el olor picante de las especias.

—Um... estás cocinando.

—Ven acá...—Unas manos envejecidas salieron de la oscuridad y agarraron al muchacho con fuerza para atraerlo a un largo abrazo.

Al cabo de un rato el chico logró desprenderse. Junto al cuerpo alto y vigoroso de él, el de ella parecía menudo y frágil. La mujer lo miraba con amor, admiración, temor y reproches; él podía leerlo con claridad en las pequeñas arrugas de su piel, en su ancha y tranquila sonrisa, en sus tristes y vivos ojos.

—¿Te vas a quedar a comer?

—Por supuesto.—Dijo acercando la cara a la cazuela.—He venido a esta hora para comer, ¿no me conoces?

Ella le tiró del brazo para volver a acercarlo. Se le quedó mirando. Ahora sólo había la mirada de una madre orgullosa de su hijo medio hombre. Le hundió los dedos entre los cortos rizos de cabello, como cuando era niño, y sus yemas ejecutaron ese movimiento suave y circular que a él tanto le gustaba.

—Cada vez te pareces más a tu padre. Eres grande y fuerte como él. Y tu piel...—Le acarició el cuello.—Es tan suave...

—Siempre que me ves dices lo mismo, cada vez me parezco más, pero nunca soy como él.—Dijo con sorna.

—Llegará un momento en que seas más alto que él lo fue, solo tienes dieciséis años y mírate... medirás...

—No lo sé, mamá. Y déjalo ya, me estás avergonzando.

El comentario hizo que retirara sus manos. Un silencio incómodo se instaló entre madre e hijo. Finalmente ella habló.

—Te la vas a llevar, ¿verdad?

El rostro de Matata se ensombreció de repente. Ella sabía la respuesta pero aun se veía una luz de esperanza en aquellas pupilas dilatadas.

—Ya llevamos dos años de retraso madre, el chaga Jela dice que no podemos esperar más.

—¡El Gran Chaga Jela!—Le dio la espalda, como si de repente hubiese recordado que tenía algo pendiente al otro lado de la cabaña.—Ese kidube siempre ha estado en medio de nuestras vidas. Primero entre tu padre y yo y luego entre yo y mis hijos. Si supieras cuánto le aborrezco.

—Lo sé madre, tu rostro me habla más que tu boca.

—A sí... ¿y qué más ves en mi cara?

—Que tienes miedo por ella, pero también por ti, a la soledad en la que quedas.—Se acercó por detrás y la tomó por lo hombros para susurrarle al oído.
—Vente con nosotros.

Fatuma se soltó como si le quemara.

—No emplees esos trucos conmigo, no soy un triste pundamilia al que se convence con un susurro.

—No estoy utilizando ningún "truco".—Intentó acercarse de nuevo sin éxito.—Sólo digo lo que pienso. Deberías venir con nosotros, hay una casa para ti en Kabilah, lo sabes.

—Qué pinta una ukale entre kibudes.

—Tú no eres una ukale cualquiera, eres descendiente de Mwanga y Amilifu, tu herencia...

—¿Herencia?—Ahora parecía realmente furiosa.—Eso es lo que está mal, la herencia, por eso soy una ukale.

—Olvida eso. En Kabilah todos te recuerdan con cariño.—Su voz sonó especial, aterciopelada, convincente.

—¡Te he dicho que no me hables así!—Se dirigió al fuego y empezó a apartar algo de comida en un cuenco.—Come ya y llévatela, no quiero volver a oír hablar de ese sitio.

Tela entró corriendo y abrazó a su madre. Lloraba.

—Ven aquí, cariño, qué te pasa.

—Los niños... me están llamando kibude. Me insultan.

La abrazó y mientras la consolaba sus ojos se encontraron con los de su hijo. Si no hubiera sido una ukale podría leer el rostro de su hijo y entonces sabría que debajo de su tristeza le estaba reprochado aquél sufrimiento al que sometía a Tela con su obcecación de no acompañarles. Y además sabría que él tenía el firme propósito de llevarse a su hermana pasara lo que pasara.
Pero era una ukale, y los ukale no pueden leer las palabras en la piel.

—Debéis partir, será mejor que comáis algo antes.—Dijo apartándose de ellos.

—Tienes razón. Voy a descabalgar al punda para que ramonee algo antes de volver.

Leta esperó a que su hermano saliese de la cabaña para preguntar.

—¿Me voy a ir con él?

—Ya te lo dije. Hoy nos separamos.

La niña no volvió a abrir la boca.

Comieron en silencio, aunque no para Matata. Podía ver el miedo, la expectación y el dolor en Leta. Miedo a lo desconocido, expectación ante lo nuevo y dolor por su madre. Él también debía estar proyectando ese dolor hacia su hermana haciendo sin querer que su sufrimiento fuera mayor. Su madre por su parte intentaba ocultar el suyo, pero eso era imposible.

—Mamá.—Dijo Matata por fín.—¿Por qué no nos acompañas? Estás un par de días con Leta y luego te vuelvo a traer.

—Eso mamá.—La cara de la niña se iluminó de repente.—Acompáñanos.

—No. No quiero alargar esto.—De repente tuvo un momento de lucidez. Miró compasivamente a su hija y le acarició el rostro.—Dentro de unos días me acercaré a ver cómo te va. No nos vamos a dejar de ver nunca, ¿verdad Matata?

—Por supuesto. Seguiremos viéndonos como hasta ahora.

—Venga. Es hora de iros, no quiero que la noche os sorprenda por el camino.

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