05.92: Dejando la oscuridad atrás

La barquilla del "Constante" parecía exactamente eso, una barca pequeña colgando de un inmenso melón color pergamino.

Durante la maniobra de aproximación del Xin Shi Hai al Louisiana había sido asegurada a la cubierta superior mediante gruesos cables de acero. La superestructura basculante que cubría el barco no había podido cerrarse al completo debido al globo del dirigible, que se  interponía justo en la linea de ensamblaje de las dos compuertas. Con todo, éstas habían logrado atraparlo con firme delicadeza consiguiendo un amarre bastante estable para navegar.

Mientras Watanabe  subía a hurtadillas por la escala de aluminio del dirigible  ante la mirada de quienes esperaban para acompañarle, el japonés se preguntaba porqué no parecía haber nadie a bordo.

Al poner pie sobre la cubierta de la barquilla notó cómo el liviano material del que estaba hecha se estremecía bajo su peso. Desde su  posición podía apreciar el castillo de proa, donde  sin duda estaba el puente de mando y, al otro lado, los depósitos de combustible, una suerte de contenedores cilíndricos atiborrados de válvulas y tubos, algunos de los cuales se hundían en las entrañas de la estructura con forma de huso que contenía los globos de hidrógeno y otros se  unían a tubos de material flexible para llegar hasta el par de turboélices que la flanqueaban.

A excepción de aquella especie de microrrefinería de la popa, todo estaba cubierto de finos listones de madera encerada color caoba, lo que le prestaba al conjunto un aire dieciochesco extrañamente evocador. El estilo conjugaba perfectamente con la línea de ventanas de cristales cuadrados enmarcados en una fina y bien trabajada cuadrícula de perfiles de madera. Un largo ventanal que recorría el castillo desde la puerta, en la parte trasera de estribor, hasta el lado contrario conformando un perfecto mirador.

Pudo abrir la puerta girando su pomo metálico sin dificultad. Una vez en el interior  descubrió aún más maravillas del pasado.

Una consola de madera recorría la parte baja del ventanal girando con él   en la parte delantera hasta su terminación en frente de donde se encontraba. En el centro del giro frontal, justo en la posición más avanzada de la barquilla, la consola se elevaba hasta formar el soporte de un precioso timón de madera y metal dorado. Al parecer el piloto debía dirigir aquél artefacto de pié para gozar de un ángulo de visión de casi doscientos cuarenta grados.

A lo largo de la consola había una cuantas banquetas fijadas al piso en frente de  otros tantos paneles de instrumentos: relojes, barómetros, brújulas, válvulas, palancas y resortes. Todo mecánico, a excepción de lo que a todas luces era una estación de radio en el lado de babor.

Aquél puente de mando "estilo Verne"  se hallaba sin embargo deshabitado.

Estaba claro, pensó, que los chinos debían andar demasiado ocupados en reconocer cada centímetro del mar para asegurarse de que el Louisiana había sido borrado del mapa, por eso habían encontrado desierta la cubierta donde esta atracado El Constante.

Pero la tripulación del dirigible debería haber estado allí arriba, a la espera de la orden de zarpar. Sintió la necesidad de entrar en hipervelocidad para averiguar qué había sido de ellos, pero no tenían tiempo, debían desaparecer de la vista cuanto antes y varias decenas de personas esperaban al pie de la escala a que él les hiciera una señal  para subir.

 Volvió a recorrer con la mirada el puente hasta que encontró en la parte de atrás una escalera que bajaba. Se introdujo por ella para  acceder al nivel inferior.

La barquilla apenas tendría treinta metros de eslora pero a pesar de tan pequeñas dimensiones disponía de una hermosa bodega de carga. Unos ojos de buey dejaban entrar la luz artificial de la cubierta del Xin Shi pero no mostraban nada. La bodega estaba vacía. El Constante debía  haber descargado cualquier cosa que transportara a excepción de unos grandes paquetes en popa, bajo la maquinaria, que suspuso  debían ser los víveres para  la próxima travesía.

Tampoco allí descubrio a nadie, y tras comprobar que no había ninguna puerta ni escotilla más, se dirigió al puente, salió a la cubierta y empezó a hacer señas para que todos  subieran en silencio y con rapidez.

Evidentemente no había forma de gobernar aquella nave sin la tripulación, pero tenía la impresión de que era mucho mejor estar ya instalados en ella para cuando llegara  el momento de zarpar.

Se fueron  acomodando al rededor del hueco vacío de la bodega, sentándose contra las amuras de madera de la barquilla. El olor a cobre se mezclaba con el de barniz fresco y el suyo propio mientras ocupaban los huecos. Por fin, Watanabe, Gallardo y El Notario quedaron de pie en el centro de un círculo de miradas expectantes.

—¿Tendremos que esperar mucho?

—No tengo ni idea Notario, mejor será que te busques algún hueco por ahí, igual nos quedan horas.

—¿Por qué no echas un vistazo por ahí?—El intento de susurrar no impedía que la grave voz de Gallardo retumbara en la penumbra.—Ya sabes...

—No quiero alejarme del dirigible, no quiero dejaros.—Wataname miraba al rincón junto a los paquetes de víveres donde se habían sentado Hana, su hija y su inseparable amigo, El Cucharilla.

—Está bien,—comprendío el excomisario,— esperemos pues a que alguien dé señales de vida. Yo también me voy a sentar.

Aunque todo el mundo era consciente de que debían guardar silencio, fue difícil que las pequeñas conversaciones susurradas no terminaran elevando el tono de forma involuntaria. Un contante siseo de Hana, Jotabé o cualquier otro volvía a dejar en silencio la bodega otro buen rato.

Así pasaron horas. Hasta que la actividad en la cubierta cero del Xin Shi Hai empezó a producir ruidos metálicos, voces perentorias, zumbidos y carreras.

Gallardo se acercó a Watanabe que permanecía de pie como si todo aquello fuera de su exclusiva responsabilidad.

—Quizá un vistazo allá afuera...

—Están preparando nuestro  desatraque.—Gallardo parpadeo un instante, atónito ante la rapidez de su amigo.—La tripulación y el capitán Mendiola están custodiados por cuatro soldados y un capitán, creo que han sido interrogados, al menos eso parecen indicar unas marcas muy feas en  el rostro de Mendiola.

—¿Qué ha podido pasar?

—Mendiola debe ser alguien de confianza para el americano, quizá los chinos han pensado que está en el ajo de todo esto del ataque del Louisiana.

—Claro. Eso es.—La mente del excomisario pareció desperezarse.—Entonces creo que no querrán que nos lleve a nosotros sino que vuelva a Nueva Toledo con algún mensaje solemne, una amenaza quizá, un ultimátum.

—Es posible. Escucha... ya suben.—Hizo un ademán para que todo el mundo guardase silencio. Él y Gallardo se acercaron con cuidado a la escalera que comunicaba la bodega con el puente.

—Le vuelvo a decir  capitán que yo no sabía nada, ¡quién podía imaginar que...!

—Si es así, cumpla con lo que se le ha solicitado. Llévenos ante la reina y déjenos que le expliquemos en qué lío se han metido. Si hay buena fe por parte de todos este asunto debería arreglarse con la entrega de Auger y sus allegados.

—Le aseguro que yo y los otros no tenemos nada que ver. Jo... el señor Auger nos ha engañado a todos.

—Déjese de verborrea y haga lo que se le ha pedido. Mire. Las compuertas del Xin Shi se están abriendo, prepare este trasto para que se eleve y diríjalo al Norte.

Efectivamente. Aunque silenciosas, las compuertas de la cubierta del Xin Shi Hai empezaban a liberar la presa que ejercían sobre el dirigible y se abrían dejando ver un cielo estrellado y limpio.

Los tripulantes del globo habían ocupado ya los puestos delante de sus respectivos controles y los marineros del Xin Shi  se afanaban en soltar las amarras. El ronroneo de los turbohélices empezó a subir de frecuencia y todos pudieron sentir el siseo del hidrógeno hinchando los globos de la estructura superior mientras  el dirigible empezaba a estremecerse bajo la fuerza de sustentación.

—Zarpamos.—Susurró Gallardo.

—Si. Tendremos que esperar a estar bien lejos del Xin Shi para hacernos con el control. Espero que Mendiola esté dispuesto a ayudarnos.

—¿Y los soldados chinos?

—Eso déjelo de mi cuenta. Y de la de Jotabé. Yo los desarmo y el los adormece.—La sonrisa de Watanabe tenía un brillo malicioso.

—No es esto lo que estaba previsto.

—Nada está saliendo como pensábamos. Primero ibamos a encontrarnos, simplemente. Luego apareció Wei y su loca idea de apropiarnos de este barco, luego mi hija en trance acuerda nuestro traslado en el dirigible y ahora, de nuevo, tendremos que utilizar la fuerza para poder largarnos.

—Robar este dirigible debería ser más sencillo que apoderarnos del Xin Shi Hai.

—No creas Gallardo. En nuestros planes, el Xin Shi Hai quedaba inutilizado y nada ni nadie podría atacarnos, en cambio ahora.

Como si hubiese estado escuchando y entendiendo la conversación, Wei Shou y Pepo se acercaron al pie de la escalera.

—Wei quería deciros algo. Creo que lo he entendido, pero mejor será que te lo diga a tí, Tsetsu. Es importante.

El japonés les hizo alejarse de la escalera para evitar que sus murmullos pudiesen ser escuchados por alguien en el puente. Sentían la fuerza ascendente del dirigible y de repente, las luces artificiales de la cubierta del Xin Shi quedaron demasiado abajo y los ojos de buey dejaron de iluminar la bodega.

—Quizá nos haga falta usar esto.

Wei sostenía algo en su mano, no podía apreciar ni su forma ni su tamaño, pero quizá si intuir su función.

—¿Eso es lo que creo que es?

—Recuerdas... El cortociuitador. Provocará una caída del suministro eléctrico de toda la nave, tardarán unas buenas horas en encontrar la falla y repararla.

Watanabe le explicó a Gallardo cómo tenía pensado Wei que transcurrirían las primeras horas mientras se hacían con el control del Xin Shi Hai. Para evitar problemas había diseñado un dispositivo de sabotaje que cortociuitaría determinados puntos de la infraestructura eléctrica del buque. Con todos los sistemas caídos ni siquiera los drones teledirigidos desde el pacífico sur podrían volar. Los soldados y marineros tendrían que afanarse en encontrar la avería y mientras tanto ellos irían desconectando una a una las matrices de partículas que les mantenían en contacto con el Alto Estado Mayor.

Desconectado e indefenso, sólo era cuestión de tiempo y habilidad el ir aislando a la tripulación en compartimentos estancos y luego esperar a que se rindieran.

La clave de aquella descabellada idea estaba ahora en la mano de Wei y podían usarla para dejar ciego y sordo al Xin Shi Hai mientras se apoderaban del Constante.

—Debemos darnos prisa, este chisme no tiene demasiado radio de acción, si nos alejamos demasiado dejará de funcionar.

—Pues a qué esperas Shou, corta la luz del Xin Shi Hai.

Se oyó un clac seco. De repente se hizo la oscuridad al otro lado de las ventanas redondas de la bodega. Sólo un triste resplandor amarillento bajaba por la escalera.

Las voces en chino del puente subieron de repente. Se oyeron gritos de asombro y casi de inmediato algunos golpes. Un disparo. Unos cristales rotos. Watanabe desapareció y Jotabé que continuaba con Larisa y Katerina pegó un respingo de alerta.

—Chicos... es el momento de hacerse con el puente.—Gritó Gallardo mientras se dirigía a ellos.—Si una bala atraviesa uno de los globos de hidrógeno estamos muertos. Rápido, acabad con los chinos.

Las dos guardaespaldas y el gigante pelirrojo se tomaron aquellas palabras como una orden directa. En un par de zancadas se pusieron al pie de la escalera y desaparecieron de la vista. Los gritos arriba ya no eran en chino, sino en español. Mendiola parecía tener controlada la situación. Al parecer, de modo inexplicable, las armas de los chinos habían acabado en un rincón de la cabina y estos, en el suelo a los pies de la tripulación del dirigible.

—¿Y vosotros quién coño sois?

—Nosotros somos tus pasajeros, ¿recuerdas?—Se oyó la risueña voz de Jotabé.

A doscientos metros bajo ellos, el Xin Shi Hai se había convertido en un pozo oscuro lleno de gente que corría por sus corredores tropezando y gritando. El coronel Haipong apareció en la cubierta cero saliendo de unas escalerillas de emergencia. Cuando levantó la vista pudo ver cómo las luces del Constante giraban hacia el Sur.

—¡Qué cabrón!—Sonrió.
 

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