05.88: Peces grandes y pequeños
Al contrario que Alfaguari, que seguramente estaría preparado para el combate desde hacía días, Ben-Hassan parecía desnortado, nervioso e inseguro, lo propio en alguien que acababa de ser apresado y se enfrentaba a una lucha a muerte con la que no contaba. Su seguridad y crueldad se debían en gran medida a los que trabajaban para él, le obedecían y le temían. Pero como acababa de decir Jotabé al auditorio de aquel execrable espectáculo ahora era un pobre hombre desnudo.
El francés hizo un gesto hacia el machete que aún esperaba en la arena. Sin quitarle ojo, el pirata se agachó y lo agarró con fuerza y seguridad, probablemente, pensó Jotabé, no era la primera vez que usaba un cuchillo de esas proporciones. Su sólo contacto le hizo cambiar de postura. Su mirada dejo de ser la de una presa indefensa para convertirse en la de alguien que está calculando un ataque.
Jotabé por su parte sólo tenía un objetivo claro: mantener vivo el combate y a Ben-Hassan hasta que llegara Tsetsu a hipervelocidad y le inyectara tranquilizante suficiente como para hacerle caer fulminado. Había dicho que necesitaba diez minutos, pero él no tenía ya quién le indicara el tiempo ni tampoco lo necesitaba. Sólo debía combatir sin lesionar.
En la cala de los piratas no se escuchaba más que la respiración del público como un murmullo irregular pero constante mientras Ben-Hassan comenzaba a merodear en torno a su oponente para descubrir sus puntos flacos. No tardaría en advertir que el Forzudo Escarlata carecía de ellos. Su impresionante estructura muscular no dejaba lugar a dudas. Además, cualquiera que viera al francés por primera vez podría pensar que aquella montaña de músculos de más de dos metros de altura sería torpe y lenta en sus reacciones. Los espectadores que acababan de presenciar los anteriores enfrentamientos tenían claro que no era así. El pelirrojo era enorme y además extremadamente rápido. Era lógico que los chinos se sintieran tan orgullosos de él como para convertirle en el símbolo de su fuerza. No había nadie en el Xin Shi Hai que pudiera igualarle.
Mientras Ben-Hassan terminaba de convencerse caminando a su alrededor, Jotabé permanecía clavado en la arena, apenas si giraba su cabeza para no perderle de vista. El comienzo del combate parecía postergarse demasiado y la tensión entre el público iba en aumento. Aquél no era un combate como los anteriores, aquél era un combate a muerte.
—¡Rájalo!—Gritó alguien rompiendo el silencio.
—¡Sácale las tripas!—Se oyó por otro sitio.
—Allah yaardi!
Aquellos gritos pretendían animar al magrebí pero a Jotabé le dolían profundamente. Al fin y al cabo aquél gigante siempre había sido un buen tipo y estaba acostumbrado a caerle bien a todo el mundo. Bueno, eso no era exactamente así, recordó. Algunos maridos despechados agradecieron seguramente su partida de Rio Grande. Aunque esos enemigos por asuntos de alcoba no le odiaban porque sus faltas tenían más que ver con el amor que con la maldad. Ahora en cambio, así como los focos se concentraban en la arena donde Ben-Hassan merodeaba a su alrededor, el odio de los ciudadanos allí reunidos se concentraba en él. Podía notarlo. Y no le gustaba.
Un gruñido surgió de la boca de su oponente en el momento en que daba el primer envite con el machete en dirección a su costado. Jotabé no tuvo ningún problema para dar un manotazo y apartarle el brazo. El gruñido se convirtió en un grito de dolor. El golpe le hizo tambalearse mientras se llevaba la mano al antebrazo. El dolor era tal que más que con la mano parecía que le hubiesen pegado con una viga de hierro.
—¡Traidor!—Gritó alguien desde el fondo. El público se estaba enfureciendo. Había llegado a la misma conclusión que Jotabé: aquella era una lucha desigual y aunque Ben-Hassan hubiera tenido todas las espadas del mundo, aquella montaña de músculos tenía la partida ganada.
La tensión fue percibida por los mandos militares que observaban atentamente las cámaras de seguridad instaladas de forma estratégica desde el Xin Shi. Unas par de órdenes y las azafatas que repartían refrigerios fueron sustituidas por pelotones de soldados subfusil en ristre. Quizá el espectáculo se les estuviera yendo de las manos.
“laisse-toi aimer”
La voz sonó en su cabeza con claridad. Hacía tanto tiempo que no oía hablar francés que ni él mismo pensaba ya en la lengua de sus padres, “Déjate querer”. Pero cómo podía dejarse querer; aquella gente deseaba su derrota y sólo hay una forma de ser derrotado frente a alguien que te amenaza con un machete. Y no estaba dispuesto a morir, por mucho que le doliera el alma con tanto odio.
“laisse-toi aimer. Un petit peu seulement.”
Aquello estaba mejor. Podía mostrar un poco de debilidad. ¿Pero, quién le hablaba?
En cualquier caso, era difícil mostrar debilidad. Su capacidad de autodefensa era automática. Cualquiera que fuese a hacerle daño se encontraba con una respuesta inmediata de sus músculos, unos reflejos tan rápidos como los de cualquiera cuando protege su entrepierna. Tendría que hacer un esfuerzo para dejar que aquél machete le alcanzara.
Hubo dos intentos más por parte de Ben-Hassan de clavarle el puñal. En ambos su cuerpo funcionó como se esperaba, el primero lo esquivó con un rápido giro de su torso, el segundo con un pequeño salto hacia atrás. Por fin, al tercer intento consiguió que el filo de acero cortara entre dos de sus costillas. Aún tuvieron que pasar dos intentos más para que el magrebí lograra herirle también en el brazo.
La sangre de Jean-Baptiste corría por su piel y goteaba sobre la arena. En realidad aquellos no eran más que rasguños para él pero para el público fueron una inyección de moral. Continuaron los gritos de apoyo al pirata y disminuyeron los insultos.
En las casas también empezó a mejorar el ánimo aunque los que observaban el combate a distancia gozaban de la suficiente calma como para temer que todo fuera de nuevo un espejismo y que, como en los anteriores combates, al final fuera el invasor el que triunfara.
En medio de la bahía, Tsetsu llegaba por fin al muelle de estribor del Xin Shi Hai y se colaba en su interior por uno de los pantalanes de metal.
Lo había logrado. Había recorrido la distancia que separaba la playa del barco sin necesidad de mojarse.
Era uno de los efectos de moverse a hipervelocidad: los fluidos se tornaban relativamente más densos. El aire se convertía en una espesa nube casi líquida, el mar en una especie de inmensa crema de verduras y la tensión superficial adquiría características de cama elástica. Si corría los suficiente, cosa que contra esa atmósfera densa no era fácil, conseguía caminar sobre el líquido de la misma forma en que corre un basilisco sobre una charca. La velocidad y la continuidad fueron fundamentales. De haberse detenido habría empezado a hundirse lentamente quedando atrapado en el agua convertida así en una suerte de arenas movedizas. La teoría la conocía bien, se la había explicado Antonia López hacía muchos años, pero nunca había tenido la ocasión ni el valor de intentarlo.
Ahora, mientras se ocultaba entre las sombras para recuperar el aliento, no tuvo tiempo de felicitarse por su éxito.
Una lancha neumática desembarcaba una docena de personas esposadas ante las siniestras figuras de los guardias. No eran los únicos, había más lanchas esperando a ocupar el embarcadero. Todas venían de Ben-Al-Madina y parecía innegable que los chinos estaban deteniendo a media ciudad aprovechando que estaban distraídos con el espectáculo de la lucha.
De repente sintió miedo.
La pérdida de contacto con el operador Wei Shou, la necesidad de ocultar los teléfonos y la colaboración necesaria con los invasores, pactada por su hija, o más bien por La Ninja y el coronel Haipeng, les había mantenido al margen de lo que pasaba más allá de la cubierta de marinería.
Hasta donde él sabía, la intención de Haipeng y del Alto Estado Mayor de la Nueva República China era que la ocupación de Ben-Al-Madina fuera pacífica. Por eso habían pactado con el gobierno del país, o lo que quedaba de él, una compra del territorio. Los habitantes de la ciudad debían ser tratados con respeto, sus vidas debían volver a la normalidad lo más rápido posible y, a excepción del poder político y militar, todo debía continuar como antes.
Se habían realizado algunas detenciones, elementos rebeldes relacionados con los piratas, lo normal. Al fin y al cabo eran los únicos que no podrían vivir como antes.
Pero aquella noche se había producido un giro inesperado. Se iba a ejecutar en público a su jefe, así lo presentaron. La estrategia del invasor-pacífico-benefactor se estaba yendo al traste. Y quizá el acuerdo entre el coronel y La Ninja también. Y quizá la seguridad de su familia y amigos.
De nuevo a hipervelocidad se adentró por los corredores del Xin Shi en dirección a la cubierta uno. No estaba dispuesto a abandonar a su familia de nuevo. Jotabé tendría que esperar.
Sobre la arena, el francés sólo conocía una forma de alargar el combate: que el grande se dejara herir por el pequeño, algo antinatural que sin embargo formaba parte del imaginario colectivo. Con su imprescindible colaboración, Ben-Hassan conseguía de vez en cuando asestar un corte. El último fue más profundo, una auténtica cuchillada que obligó a Jotabé a apartarse para echarse mano al costado. La sangre brotaba abundantemente de un tajo de más de dos centímetros de profundidad y el dolor ya avisaba de cierto peligro.
No podía determinar cuánto tiempo había pasado desde el inicio del combate, pero ya iba siendo hora de responder a aquél canalla que aprovechaba cualquier ocasión para herirle.
Sólo tuvo que mirarle para que Ben-Hassan tuviera consciencia de que iba a recibir un contraataque de aquella mole. Y no lo pensó. De un salto abandonó el círculo de luz de la arena y desapareció en la oscuridad. No debería haber ido demasiado lejos porque la arena estaba rodeada de soldados pero un par de gritos de dolor le recordaron que aquél pirata iba armado con un machete de las fuerzas militares chinas, un arma de dimensiones letales para un humano normal.
El público soltó una exclamación de júbilo al tiempo que los focos se movieron nerviosos hacia el lugar por donde había desaparecido el magrebí. Jotabé aprovechó que nadie le prestaba atención para dolerse de la última herida. No iba a ser él el que se interpusiera entre las armas de los soldados y su oponente. Era fuerte, pero no inmortal.
Sonaron los primeros disparos. La gente abandonó las rocas para protegerse y los gruesos rayos de luz de los focos se movieron por la playa como líneas blancas enloquecidas. Por fin uno de ellos encontró a Ben-Hassan junto al túnel que llevaba a la ciudad. Había tomado como rehén a una de las azafatas. El machete en su cuello refulgía bajo la luz de los reflectores.
En la ciudad nadie pudo ver nada. Ni siquiera cómo el pirata desapareció de la arena. Una rápida actuación de la jefa de realización había sustituido la imagen por un publirreportaje sobre los maravillosos avances en medicina de la Nueva China.
Aquel corte sin embargo dejó a los telespectadores con la boca abierta. Justo cuando el gigantón pelirrojo iba a contraatacar cortaban la emisión. Las especulaciones no se hicieron esperar.
En el Xin Shi Hai las caras de Testsuko, La Peligro o Hana eran una clara demostración de que algo malo estaba ocurriendo. Tsetsu no podía pasar a velocidad normal so pena de que las cámaras de seguridad grabaran su aparición repentina. Ya tenían demasiados problemas con el mando chino como para agravarlo con esa exhibición de magia. Miraban una de las pantallas en la sala de recreo. La imagen parapadeaba a fogonazos para él pero aún así pudo ver cómo su amigo Jotabé sangraba por múltiples heridas.
En principio los chinos no habían decidido detener por ahora a sus familiares. Más tranquilo volvió a su plan original: agarrar el tranquilizante y volver a la playa para acabar con aquella lucha cruel. El pobre Jotabé no debía estar pasándolo demasiado bien.
—“¡Deponga su actitud!”—Retumbaron los altavoces en la cala de los piratas. Algunos de los espectadores ya se habían echado al agua y nadaban cerca de la playa en dirección a la ensenada de Ben-Al-Madina. Otros seguían aterrorizados escondidos entre las grietas de las rocas. El gobernador de la ciudad y el militar de alto rango habían abandonado sus sillas y se habían refugiado tras un cinturón de soldados que los trasladaban hacia el extremo este de la cala, justo al lado contrario de donde se concentraban los focos y la acción.—“¡No vamos a dar ningún aviso nuevo, vamos a disparar!”
La voz de la chica que avisaba a Ben-Hassan se quebró en la última palabra. Su compañera era ya dada por muerta, al menos para las fuerzas militares. Ben-Hassan contaba con que el invasor temiera por su vida, pero eso era porque no conocía la filosofía de aquellos escuadrones.
Jotabé presionaba el tajo que no paraba de sangrar olvidado por todo el mundo cuando su amigo apareció junto a él.
—Se ha escapado.
—Eh, Tsetsu, qué ganas tenía de verte.
—Ven conmigo, en el vestuario hay un pequeño botiquín, vendaremos eso.
—¿Trajiste los tranquilizantes?
—Si.
—No se los vas a poner, está a punto de matar a esa chica.
—Ya se los puse. En estos momentos debe de estar viendo como todo da vueltas a su alrededor.
El japonés intentó como pudo hacer de muleta de Jotabé. Era más un gesto que una ayuda real. Era imposible que el frágil esqueleto de Tsetsu pudiera con el enorme peso del francés.
—“¡No disparen!”—Rugió la megafonía en chino.—“¡Ha caído!”
—Dios… estoy cansado de este viaje, Tsetsu. Me gustaría volver a Rio Grande, echo de menos los wantús del mercado.
—Ya, y a la que hacía los wantús.
—¡A esa más!—La risa le hizo doblarse de dolor.—La dulce cocinera de wantús. Ya… ni… recuerdo su nombre.
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