05.87: ¿David contra Goliat?


Elmaleh cayó sobre la consola con la sien sangrante. El soldado que le había asestado un culatazo le propinó una patada para que  terminara  de caer sobre el suelo y dejara libre los controles.

—Borre ese letrero de la pantalla—Ordenó la jefa al Notario.

—Lo… lo intentaré.—Tecleó un par de comandos. Apenas hacia una semana que estaba allí. Había presentado algún reportaje y había observado al personal de la televisión local lo suficiente para que su memoria fotográfica le permitiera recordar lo esencial. La imagen en directo volvió a aparecer en las pantallas.

—Nin yijing jiehule ma?—Dijo la mujer por su comunicador.

—“Guomen jihu taoguo yi jie, dan.”—Se oyó la voz metálica al otro lado.

—Está bien, llévense a ese y usted—Señaló de nuevo al Notario—Ocupe su puesto. —La mujer se le acercó al oído y siseó una amenaza. El viejo se estiró como si estuviera sufriendo ya las consecuencias.

—De… de acuerdo, pero no se pongan nerviosos, no soy un rebelde ni nada por el estilo.

—Espero que así sea. Y esto va por todos, un fallo más y les doy orden de disparar, me importa una mierda la retransmisión ¿habéis entendido?

Las caras demudadas de los técnicos asintieron sin hablar y sin aparatar la mirada de sus controles mientras que en pantalla, Jotabé giraba sobre su eje intentando desequilibrar a su jinete, aferrado con fuerza a su cabeza.

El sueño de Elmaleh y otros norteafricanos de recuperar la plaza se había esfumado. Una pequeña columna de humo en la ladera oeste señalaba la posible explosión de un artefacto, nada parecido a una cadena de explosiones. O bien sus compañeros se habían echado atrás o bien ya habían sido detenidos y viajaban en uno de los muchos vehículos blindados que iban y venían por todas partes.

“Diez minutos” le señaló Tsetsu justo en el momento en que Jotabé le miraba. Alfaguari seguía montado encima de él como un moderno Teseo en lucha con el Minotauro. Su rostro reflejaba una excitación enfermiza, lo que hizo pensar a Pepo en algún excitante, un derivado de la metanfetamina quizá. Había visto alguna vez esa mirada en gente con la cabeza perdida a causa de esa droga.

Para confirmar sus sospechas, el ex agente de seguridad había intentado morder en varias ocasiones a Jean-Baptiste aunque en todas había recibido un duro y contundente golpe en la cabeza. Esto último parecía indicar que la incapacidad del francés era sólo fingida. “Al fin y al cabo en todo show de lucha debe haber algo de mentira”, pensó el tecnólogo.

El público sin embargo creía en las posibilidades del magrebí y gritaba embravecido, algo que las cámaras de seguridad de la playa estarían recogiendo convenientemente, al contrario que las de televisión. Pepo en cambio sufría por su amigo mordiéndose el labio. El gobernador de la ciudad parecía también sufrir sin saber si alegrarse por un posible triunfo sobre el nuevo invasor o darse a valer ante él gritando contra su antiguo hombre de confianza. La sombra del militar que tenía a su lado era demasiado larga para ser ignorada y los caminos de la política son a veces inexplicables.

En las casas de la ciudad hacía tiempo que se habían echado las persianas y cerrado las puertas en un intento de pasar desapercibidos ante el ejército invasor. Pero las esperanzas de aquellas gentes estaban puestas ahora en aquél hombre de tez muy morena y enormes proporciones.

Si tan sólo recordaran que era ese hombre el que había acabado con la vida de muchos de sus vecinos sólo por discrepar frente a la ocupación norteafricana quizá contemplarían la lucha desde otra perspectiva. Sin embargo, en aquel momento, Alfaguari representaba el mal conocido frente a lo desconocido y temible. Para los habitantes de Ben-Al-Madina su contrincante no debía ser el entrañable Jotabé que él recordaba sino el mismísimo demonio.

Un golpe en el hombro sacó a Pepo de sus reflexiones. Un soldado, como un inmenso robot azul, le señalaba hacia la salida.

—Vaya hacia allí.—Le dijo utilizando una de esas sencillas frases en chino que todos habían aprendido ya.

Se levantó temblando de miedo mientras sus vecinos se apartaban agachando la cabeza. Caminó en la dirección en la que le había indicado el militar. Pudo ver cómo algunos otros también eran sacados de entre la gente y conducidos hacia el mismo punto,  incluso creyó reconocer la silueta de Isaac. Les aguardaba una de esas extrañas azafatas simpáticas pero frías que siempre les hablaban en castellano. Las miradas de extrañeza de los movilizados se intercambiaban buscando alguna explicación.

El camino hasta la mujer parecía alargarse por momentos. Le temblaban las piernas y le palpitaba el corazón. “Y si después de todo…”

—Vayan hacia el túnel, por favor, no se detengan. Gracias.—Dijo como si estuviera acomodando pasajeros en un vuelo local con calculada corrección.

El túnel era una cueva natural que unía la cala de los piratas con la ensenada de la ciudad. Por allí habían accedido al espectáculo. Soldados a ambos lados del hueco en la roca les marcaban el camino.

—¿Sabes qué ha pasado?

—No.—Contestó.—Pero mejor nos callamos.

—Vale, vale…

Una pobre y recién estrenada iluminación les permitía esquivar los charcos de agua de mar en el suelo de arena. El olor a algas podridas era desagradable, pero el miedo era aún peor. Pudo ver al final un grupo de sombras que parecía aguardarles.

—Ocupen un lugar en el vehículo, hay un incendio en la torre de microondas. Rápido.—Gritó alguien.

La voz autoritaria pero reconocible le tranquilizó. “Un incendio, menos mal”

“Dos minutos” le señaló Tsetsu.

Jotabé bufó como un auténtico minotauro. Lanzó un grito aterrador y agarró a su jinete como si fuera un niño. Apretó las manos contra sus costados obligándole también a gritar y a soltar su presa.

Ahora estaba en el suelo intentando levantarse mientras se dolía de las costillas. El furor de Alfaguari no decaía, pero sus fuerzas sí. El pié de Jotabé se posó sobre su abultado pecho y presionó cuidadosamente hasta aplastarlo contra la arena como a una cucaracha. Nada más tocar su espalda con el suelo resonó un campanazo en toda la playa.

—¡Fin del combate!—Gritó la voz de Velencoso por los altavoces.

La gente protestó desanimada. El francés tuvo que esperar a que llegaran cuatro soldados para llevarse al magrebí antes de quitarle el pie de encima. Alfaguari seguía forcejeando presa de un ataque de ira. Por fin, Jotabé quedó sólo en el cuadrilátero y la blanca figura de Velencoso apareció junto a él en el círculo de luz.

—¡De nuevo, un triunfo de El Forzudo Escarlata!

Nadie vitoreó, nadie lo celebró, aunque la televisión mostrase lo contrario.

—Cómo estás gigantón.—Le susurró el argentino.—Sudás como una becerra.

—No me toqués la pelotas Velencoso, aún me quedan fuerzas para estampar a algún pelotudo como vos contra el acantilado.

—¡Bien!—Volvió a decir al micrófono.—¡Este hombretón debe descansar unos minutos y nosotros también! Unas amables señoritas se pasaran por las gradas para ofrecerles algo de beber y de comer, disfruten de la hospitalidad oriental.

—Hijo de puta.—Murmuró Jotabé mientras se retiraba hacia el vestuario.

—Has estado magnífico.—Le recibió Tsetsu.—Si viviéramos en otra época podrías dedicarte a esto.

—No me toques las bolas tú también, este último era realmente molesto.—Un cubo de agua chocó contra su cara sorprendiéndole agradablemente.— ¿Por… por qué paramos?

—Parece que ha habido un atentado, al menos eso he logrado captar de lo que comentan los chinos. En la estación de microondas. Se han llevado al tercer oponente para apagar el fuego.

—¿No tienen a nadie más?

—Parece ser que no. De todas formas nos viene bien, así podrás tomar resuello.

—¡Bah! No necesito descansar.

—¡Shhh!—Un capitán se acercaba hacia ellos.

—¿Cómo estás?—Dijo en chino tradicional.

—Bien. Sin problemas.—Contestó también en su idioma.

—Hay cambio de planes.

—A ver.—Intervino Tsetsu.

—El próximo contrincante debe morir.

El silencio cayó sobre ellos.

—Pero…

—No discutáis las órdenes. El próximo debe morir.

—Por supuesto.—Respondió el japonés pellizcando a su amigo.—¿De quién se trata?

—Lo traen hacia aquí. No es el que estaba anunciado sino uno con el que queremos dar un mensaje aleccionador.

—¿No es un luchador?

— El árbitro lo anunciará y dirá los motivos por los que está aquí. Estad preparados, llegará en uno par de minutos. El combate no debe durar más de cinco. Intenta que su muerte sea espectacular.—Dijo señalando con el dedo al francés.

El capitán se retiró. Esperaron a que se perdiera de vista antes de empezar a discutir.

—¡Y una mierda!—Jotabé manoteaba en todas direcciones.—Me niego a matar a un hombre a sangre fría. Me niego, ¿lo entiendes?

—Lo entiendo… lo entiendo.—Tsetsu esquivaba los brazos del francés como si fueran peligrosas mazas descontroladas.—Pensemos qué hacer, recuerda lo que dijo La Ninja.

—¿La Ninja?—Jotabé parecía fuera de sí.—¿Te refieres a tu hija catatónica por los pasillos del Xin Shi?

—Lo hemos hablado muchas veces, Jotabé, y llegamos a la conclusión de que de alguna manera Antonia López se ha comunicado con nosotros a través de ella. No sé qué se le pasa por la cabeza pero creo que no debemos cuestionar sus instrucciones. Ahora, para salir de esta, debemos pensar.

—Ya sabes que no soy demasiado bueno en eso.—El pelirrojo parecía ir entrando en razón.—¿Por qué no hablas con el Comisario?

—Sabes que es imposible. Desde que le requisaron el teléfono a Wei tenemos prohibido usarlos.

—No me refería a usar el teléfono, sino a…

—Joder… ¿caminar sobre las aguas? No lo he hecho nunca.

—La Ninja lo hacía.

—No soy la Ninja.—El sudor empezó a humedecer la frente del expolicía.—No me atrevo.

—También puedes hacer que el condenado no llegue aquí. Libéralo.

—Me temo que no sería obstáculo. Lo importante para ellos no es quién, sino porqué. Y está relacionado con el atentado. Se buscarían a un pobre cabeza de turco.

“Bueno”, la voz metálica de Velencoso atronó contra los acantilados, “ E… espero que estén disfrutando porque ahora tenemos un pequeño cambio en el programa. Nuestros amigos chinos, en su afán de volver más… seguras nuestras vidas, han logrado capturar esta noche al jefe de los piratas que hace apenas una semana aterrorizaba a los habitantes de esta hermosa ciudad.”

Jotabé y Testu se miraron sorprendidos.

 “Se trata de Ben-Hassan, que se hacía pasar por hombre camarero del gobierno cuando en realidad era quien ordenaba la muerte y la vida en la ciudad. Nuestro gobernador deberá estar sorprendido”

Evidentemente lo estaba. Y atemorizado. Ben Hassan había compartido con él no pocas cenas y conocía bastantes asuntos turbios como para arruinarle la vida. Todos en la ciudad sabían en realidad bastantes asuntos como para hacerlo.

“Como terrorista y traidor al pueblo de Ben-Al-Madina ha sido condenado a muerte y recibirá esta de manos de nuestro mejor soldado, ¡El Forzudo Escarlata!”

Nadie entre el público movió un músculo. Aquél cuadrilátero se había convertido de repente en un patíbulo y ellos en espectadores de una ejecución.

—No me mires así.—Respondió Jotabé a un discreto gesto de su amigo.—Puede que sea el asesino más terrible de la Historia, pero yo no pienso hacer de verdugo. Lo siento.

—No, no es eso. He tenido una idea.
—¿Cual?

—Le haré desmayarse en plena lucha, así parecerá que lo has matado, los chinos quedarán contentos y tu también.

—¿Y cómo lo conseguirás?

—Inyectándole un tranquilizante, sé dónde puedo conseguirlos.

—¿Aquí?

—En el Xin Shi.

—Pero tendrás que…

—Sí. Intentaré caminar sobre el agua, sólo tienes que mantener la lucha el tiempo suficiente para que vaya, tome el tranquilizante, vuelva y se lo inyecte.

—De cuánto tiempo estamos hablando.

—Unos diez minutos.

“Aquí lo tenéis, él es el auténtico culpable de vuestros males.”

Jotabé sacó la cabeza por la lona del vestuario. Un hombre normal, de apenas uno setenta de alto y complexión delgada era sujetado por un par soldados.

—¿Quieres que aguante luchando diez minutos con ese enclenque? ¡Joder Tsetsu!

—Cuanto antes salga mejor. Invéntate algo, tuércete un tobillo o qué se yo.

Antes de que tuviera tiempo de abrir la boca, Tsetsu desapareció.

“Y enfrente, nuestro héroe”. La luz de un foco se fijo al otro lado de la lona. Jotabé suspiró y salió del camerino. Nadie le vitoreo, pero él, siguiendo las instrucciones recibidas empezó a saludar sonriente como si lo recibieran entre vítores.

En la arena se situó junto a su oponente que apenas le llegaba a las costillas. Aquél combate era realmente desigual. De repente una idea surgió en su cabeza. ¿Era buena? No podía saberlo, no era demasiado bueno plantando estrategias, pero tendría que servir. Hizo un gesto a Velencoso para que le pasara el micrófono. El árbitro miró a alguien en la oscuridad buscando aprobación. Finalmente se lo cedió.

Jotabé se aclaró la voz. Su carraspeo sonó como un trueno. Un pitido les perforó los oídos hasta que alguien logró ajustar el volumen.

—Pardon.—Tomó aire. “Allá va”

—A pesar de todo lo perverso y ruin que pueda llegar a ser un hombre, así, despojado de su poder y sus ropas parecerá inocente. No estoy dispuesto a luchar con alguien sin posibilidades. Solicito que se le facilite un arma blanca, una navaja, una maza o una espada, cualquier cosa que le permita defenderse.

Un murmullo creció entre el público. La noche no paraba de dar sorpresas. Velencoso hablaba con alguien fuera del círculo de luz del cuadrilátero mientras que el condenado miraba con resignación al suelo.

Por fin el árbitro salió a la luz. Sonreía como un maestro de ceremonias al que las buenas noticias le hubieran arreglado la noche.

—¡Está bien! ¡Eres grande y generoso Forzudo! ¡Y nosotros también! ¿Verdad?—Esperó una respuesta del público que no llegó.—Ben-Hassan podrá elegir cualquier arma blanca de las que le vamos a mostrar, sólo una.

Un soldado depositó sobre la arena un machete de campaña, un hacha pequeña y una barra de acero.

Ben-Hassan levantó la mirada. Aún esposado señaló al machete.

—¡Perfecto!—Los otros dos objetos fueron retirados.—¡Ya no falta nada! ¡Por favor, que todo el mundo abandone el ring, el combate va a empezar!

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