05.86: ¿León come ratón?


Mientras el sol buscaba cómo refugiarse tras el acantilado, las sombras se alargaban sobre la playa dificultando los últimos retoques al improvisado ring. Desde el medio día una docena de trabajadores montaban en la cala de los piratas el escenario donde se produciría el primer espectáculo organizado por el nuevo ocupante. La cala, un lugar donde apenas hacía una semana fondeaban con orgullo hermosos barcos de lino y madera, era ahora testigo de lo fugaz de aquella armada, incapaz de soportar el breve bombardeo de los dones chinos.

Sus restos se reducían a una encrucijada negruzca clavada en el azul del mar. Un negro entramado que, en contraste con el fondo anaranjado del ocaso, formaba el decorado de aquel enorme plató de televisión.

Tres grandes proyectores situados en lo alto del promontorio se encendieron al unísono. Sus conos de luz convergieron en el punto de la arena donde se produciría la lucha. El lugar era apenas un trozo de playa rodeado por rocas planas y anchas que hacían las veces de palcos.

Sólo los que se habían “portado bien” gozaban del privilegio de ocupar un lugar en uno de ellos. El resto de los habitantes de Ben-Al-Madina y sus alrededores debían de conformarse con ver los combates a través de la televisión cuyas cámaras habían sido instaladas en salientes estratégicos de la pared de roca.

Para Pepo, uno de los pocos elegidos, y seguro que para el resto de los habitantes de la ciudad, todo aquello no dejaba de ser un acto de pura propaganda. El propio Xin Shi Hai había sido trasladado desde su fondeadero  para poder entrar en el mismo plano en el que Jotabé, “El forzudo escarlata”, machacaría a sus contrincantes. Muchos mensajes subliminales a la vez, “seguro que alguno se cuela entre las reticencias del público”, pensó Pepo.

Después de una semana de ocupación, de la desaparición de algunos vecinos y de la pérdida flagrante de cualquier atisbo de libertad, se había extendido un sentimiento de temor incompatible con ningún tipo de diversión. El júbilo brillaba por su ausencia.

El buen comportamiento que habrían observado los que allí se encontraban no fue voluntario, tampoco la asistencia al evento. Decir “no gracias” se habría interpretado como un acto de rechazo cuando no de rebeldía. En esas condiciones era normal que los rostros del público no mostraran otra cosa que una mezcla de expectación, miedo y asco.

Para evitarles cualquier tentación, guardias chinos se paseaban entre las rocas arma en mano mientras la megafonía intentaba animar al público haciéndole ensayar vítores, abucheos, sustos y aplausos. El auditorio respondía regañadientes.

Una nueva voz, femenina, empezó a enumerar a los luchadores locales: Luis Beltrán, ex agente de la policía local, Madi Al Faguari, asesor de seguridad del anterior gobierno y por supuesto Isaac Hervás, presentado como técnico de instalaciones eléctricas. Una mole de músculo que trabajaba con Pepo en la instalación del enlace de microondas. De los otros dos no sabía nada, pero éste último si parecía un buen contrincante para su amigo.

A Isaac le movía su ansia de notoriedad, sus vecinos afirmaban que era un poco fanfarrón pero los otros dos púgiles daban más bien la sensación de haber sido elegidos por el ocupante con una clara finalidad: demostrar que los nuevos gobernantes eran más fuertes que los antiguos. Pepo sabía que con Jean-Baptiste tenían asegurada la victoria.

Todo ello le hizo reflexionar. Los chinos no se andaban con rodeos a la hora de intentar fijar conceptos sencillos y repetitivos en las mentes de los habitantes de la ciudad. Era una estrategia pueril y probablemente no demasiado eficaz, por evidente, pero ese aspecto parecía no preocuparles. Siempre tenían al Mensajero del Mar y este mensaje era nítido: no se os ocurra tocarnos las pelotas.

No obstante, los sencillos mensajes subliminales se multiplicaban. Uno de ellos estaba sentado en una roca a su izquierda, bajo una carpa a modo de palco presidencial. El antiguo gobernador disfrutaba de una de las pocas sillas que habían aparecido en la playa. Era una silla de plástico, de aspecto frágil y más pequeña y baja que la que tenía a su lado. Ésta, de metal cromado y piel azul, acogía a un militar de alta graduación, lleno de estrellas y medallas. El gobernador sonrió incómodo cuando la megafonía lo presentó como el Gobernador de Ben-Al-Madina. El militar, presentado como el Comandante en Jefe de las Fuerzas de Defensa, ni siquiera pestañeó.
Los focos se movieron hacia las gradas de piedra para que una cámara en el ring  grabara la respuesta forzada del público a las indicaciones de la megafonía. Pepo se vio obligado a realizar un participar de un par olas. “¡Anímense!” insistía la voz metálica de los altavoces.

Durante todo el día habían estado informando de este evento como si se tratase del mayor espectáculo del mundo. Si estabas invitado tenías que ir, pero si no lo estabas debías verlo por televisión. Al menos así lo daban a entender los mensajes: “La mejor demostración de nuestra amistad: una lucha blanca y sin maldad, de igual a igual, como luchan dos amigos. ¡Quién que no fuera un desalmado traidor se perdería este espectáculo!”. A buen entendedor les faltó añadir.

Así que aunque la luz del sol aún estaría iluminando las calles de Ben-Al-Madina, seguramente éstas estarían desiertas.

En los estudios, los cuatro técnicos de los que disponía la pequeña emisora de Ben-Al-Madina disfrutaban ahora de la estrecha vigilancia de otros tantos soldados. Aún dentro de la sala de control los militares chinos continuaban con su casco y su enorme visera, inmóviles como maniquíes pero atentos a las voces de sus auriculares.

El Notario se estrenaba en su primer consejo de realización presidido por una simpática pero fría mujer vestida con el uniforme gris-azulado de la dotación del Xin Shi Hai.

—Verás que bonito va a quedar.—Comentó a su oído un joven de aspecto norteafricano.

—¿Tú crees?—Se atrevió a contestarle.

—Sobre todo cuando en mitad del combate salga nuestra grabación.

—¿”Nuestra grabación”?

—Si. Ya les hemos dado demasiado tiempo. Cuando aparezca, una decena de explosiones acabará con esta mierda china.

El Notario se giró hacia él sorprendido. Por su cabeza pasaron un millón de situaciones similares a lo largo de la Historia. Siempre eran actos heroicos, David contra Goliat. Un clásico.

Era evidente que solo un muchacho imberbe como aquél se prestaría a ser el protagonista de tamaño desatino. “Qué fácil es manipular a los jóvenes”, pensó.

—Supongo que al menos una de las explosiones destruirá ese enorme barco que nos amenaza.

—Es imposible acabar con el barco, pero les vamos a hacer mucho daño. Les vamos a demostrar que no se puede jugar con nosotros.

—¿Eso piensan tus jefes?—Hablaban con mucha cautela, evitando ser vistos por la jefa.—Seguro que ellos están pendientes de todo. Estarán por aquí, supongo.

—No. Han tenido que huir a las montañas, su posición era muy comprometida.

—Ya.—Le miró con compasión.—Es preciso que quien dirige todo esto esté a salvo, ¿verdad?

—Claro.

—¿Cómo te llamas?

—Elmaleh.

—José Antonio. Encantado de conocerte. Cuando vayas a cortar, cuenta conmigo. Les distraeré.

El chico sonrió satisfecho mientras la jefa continuaba dando directivas sobre planos, tiempos, comentarios y mezclas de sonido haciendo que los técnicos tomaran notas atropelladamente.

—Bien. Todos a sus puestos. Sólo tenemos que estar al cien por cien durante una hora.

—¿Una hora?—Se giró un hombre canoso—La duración de estos combates sólo puede estimarse.

—Hágame caso. Solo durará una hora.

En la carpa que hacía las veces de camerino, el musculoso pelirrojo parecía nervioso cuando Tsetsu le empezó a hablar.

—Una hora. Ni un minuto más ni uno menos.

—Una hora.

—Yo te mantendré informado. Sólo tienes que aguantar unos veinte minutos con cada uno. Si vences antes de tiempo en un combate tendrás que prolongar el siguiente así que mejor lo dejamos en veinte minutos por contrincante ¿de acuerdo?

—Un hora.

—¿Qué te pasa Jotabé?—Le movió el rostro para que le mirara—Pareces nervioso. ¿Tienes miedo?

—¿Miedo?—Tensó los músculos. Las arterias se engrosaron, su piel tomó un agresivo tono rojizo, su rostro pareció dilatarse.—Tengo miedo de que se me vaya la mano y les pueda hacer daño. Esta pantomima no me gusta.

—No tenemos otro remedio. Debemos aguantar veinte días más, luego dejaremos atrás ese barco y a esta pobre gente, pero por ahora tenemos que hacer lo que nos digan.

—Si ves que pierdo el control, por favor, detenme.

—No te preocupes. Lo harás muy bien.

Velencoso, vestido todo de blanco en el vértice de los focos, no parecía tan pendenciero. Su rostro sonriente era demasiado sincero para ser fingido. El tipo estaba realmente feliz.

—¡A llegado el momento!—En las televisiones se mezclaron los planos de vítores que acababan de rodar. En la realidad, un silencio tenebroso cayó sobre el auditorio.—¡Es el momento de ver quién puede con quién!

En una esquina del rectángulo iluminado apareció un gigantón blanco como la leche vestido con un ridículo pantalón corto. El rostro demudado por el pánico.

—A mi izquierda el ganador de los combates de lucha de la policía de Ben-Al-Madina en los últimos tres años, Luis Beltrán, ¡La bestia!

Se escaparon algunos vítores sinceros, en la televisión en cambio el público abucheó sin control.

—Y a mi derecha, la revelación, el hombre más fuerte del Xin Shi Hai, la mole naranja, el rompemuros, la montaña de músculos, ¡El forzudo escarlata!

Pepo se estremeció al ver a su amigo. Hacía casi ocho años que no tenía noticias de él. Le pareció más alto, más ancho y mucho más musculoso. Él también obtuvo poderes de la Ninja, pero los suyos casi habían caído en desuso. Jotabé sin embargo parecía haber estado alimentándose con energía pura. Se oyó un murmullo de sorpresa y temor. El forzudo casi doblaba en envergadura a su oponente. En la televisión el público pareció enloquecer de júbilo.

La lucha comenzó con un tanteo mientras se reconocían. La Bestia tenía pocas posibilidades pero al menos tenía el suficiente coraje para no salir corriendo.

Fue difícil para Jean-Baptiste aguantar veinte minutos sin romperle un hueso, y le fue mucho más difícil vencerle sin romperle el cuello, pero al final el antiguo policía local puso su espalda sobre la arena y el combate terminó.

En las desiertas calles de la ciudad, mientras tanto, se estaba llevando a cabo una operación a gran escala.

Decenas de ciudadanos escondidos entre la población, la mayoría piratas norteafricanos, eran sacados de las casas y cargados en vehículos de transporte. La gente se quedaba sin saber qué hacer mientras la televisión sus conciudadanos parecían jalear el triunfo de los invasores.

Los titubeos de Jotabé habían alimentado la posibilidad de una victoria local, pero al final, en menos de un minuto, todo pareció derrumbarse. Velencoso salió al escenario para anunciar el segundo combate. La imagen del Xin Shi Hai iluminado en el horizonte crepuscular pendía sobre él como un aviso.

—¿Cuándo vamos a cortar?—Susurró El Notario.

—Ahora, durante este combate...—El muchacho conectó un pendrive en una de las entradas de la consola.—Estate preparado.

Tsetsu gastaba toallas secando los litros de sudor que transpiraba la piel de su amigo.

—Muy bien, lo has hecho muy bien. Sólo te han faltado un par de minutos.

Jotabé parecía extasiado, jadeando, con la mirada perdida.

—¡Fantástico combate!—El público parecía decepcionado, al contrario que Velencoso y los chinos que se mostraban bien satisfechos de cómo iba todo.—¡Ahora el forzudo escarlata ya ha calentado, ahora es cuando está en su mejor momento!

En la televisión aparecieron planos repetidos del público vitoreando.

—Pero su nuevo enemigo no es cualquiera. ¡A mi izquierda, con casi ciento veinte kilos de pura fibra, el terror magrebí, el dios del Atlas….!—La enorme silueta de Madi Al Faguari recortó su sombra sobre la arena. Era más fuerte que el anterior, pero sobre todo parecía más peligroso. Su mirada sólo transmitía odio hacia el otro lado del cuadrilátero.—¡El Califa Negro!

Un grito de locura estremeció al público grabado en la televisión mientras en la playa, con un grito de asombro, se contemplaba cómo Al Faguari saltaba los cuatro metros que le separaban de Jotabé y se le echaba encima. Se le subió como un niño, lo rodeó con sus piernas y abrazó su cabeza con sus brazos hipermusculados. El francés no tuvo tiempo de reaccionar y aún así apenas se balanceó mientras su contrincante intentaba romperle el cuello con un giro que se le resistía.

El público se echó hacia adelante interesado de repente en un posible desenlace inesperado. Pepo no pudo evitar sentir cierto temor, a pesar de que el pelirrojo aguantaba firme como una roca.

En los estudios, el personal también se acercó a las pantallas para ver más de cerca aquél inusitado ataque.

Elmaleh hizo una seña al Notario, había llegado el momento de lanzar el mensaje y detonar los explosivos. Pulsó los botones correctos. La imagen se cortó dejando paso a un cuadro negro. Todos se miraron extrañados buscando la causa del corte. Ninguna imagen sustituyó al combate. El Notario había sacado el pendrive justo a tiempo.

—Pero…¿Qué haces?

—Sshh—Le susurró.—Te estoy salvando la vida.—Y volvió a pulsar los botones de conexión. El combate continuaba donde lo habían dejado; Al Faguari seguía sin poder mover un milímetro la cabeza de Jotabé.

—Ese hombre.—La jefa de redacción señaló al Notario.—Detengan a ese hombre.

El viejo levantó sus manos. Un par de soldados le agarraron los brazos y se los ataron a la espalda.

—¿Estaba intentando sabotear la transmisión?

—Le juro que no. Sólo que soy muy torpe y toqué donde no debía.

—Bueno, llévenselo. Ya hablaremos luego. Y ustedes, no quiero ni un fallo más.

Elmaleh aprovechó la confusión para teclear algo en su consola y volver a cortar la emisión. Ahora no todo era negro, un rótulo en el centro de la pantalla mandaba un mensaje claro.

“DETONAD LOS EXPLOSIVOS”

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