05.85: El antiguo compañero


El sol, oculto tras las montañas, no lograba iluminar el fondo de la garganta aunque si el cielo de donde había borrado todas las estrellas. Hacía fresco y Estela agradecía el enorme foulard que le cubría el cuello y los hombros.

Si no llevara viviendo más de siete años entre aquellas paredes de roca cubiertas de árboles que se unían en un vértice del horizonte al que miraba podría emocionarse con el canto de los pájaros llamándose en la mañana, o con el intenso olor a pino que le hacía cosquillas en la nariz, o el discreto chapotear del oleaje de la laguna chocando contra las orillas de cantos rodados. Pero para ella todo aquello era lo normal.

Aquella pequeña bola de algo parecido a cristal que sujetaba en la mano y reflejaba el paisaje invertido sí que atraía toda su atención. Era ligera, como si sólo fuera de cristal la fina capa del exterior que protegía su interior. Albergaría algún líquido, limpio e invisible. Una especie de bombilla pequeña y llena de algo pero tan liviana que su contenido no podía ser agua.

Había aparecido mientras dormía unos días atrás junto a su cuerpo. Al girarse la dejó caer en el duro suelo de roca. El sonido armónico la despertó. La bola cayó rodando por el desnivel hasta encontrar una concavidad donde detenerse. No se rompió, ni se arañó ni ensució.

En la penumbra emitía un resplandor casi imperceptible, allí, a la luz de la mañana sólo parecía una bola de cristal tan fría como el primer día que la tomó en sus manos. Su frialdad era tal que si la mantenía entre los dedos demasiado tiempo dolía.

No le había contado a ninguno de los comuneros su hallazgo. No hasta que no tuviera una explicación para él. Es lo que tenía ser la líder de la Garganta de los Jipis, debía tener una respuesta para todo. No es que le costara trabajo, incluso creía tener dotes suficientes para ello, pero la obligaba a no dudar nunca, al menos ante los demás, por eso sabía que no debía mostrar la extraña bola a nadie hasta que no supiera de qué se trataba.

Después de una semana seguía sin saberlo, igual que el primer día.

Tenía la belleza de esas cosas perfectas de las que era capaz de construir la humanidad antes de la Guerra. No las echaba de menos desde luego, pero debía reconocer que la pureza de líneas de aquél objeto la cautivaba.

Si Willy estuviera allí seguro que tendría una explicación. Siempre tenía una explicación, aunque fuera inventada. Quizá fuera lo que le llevó a convertirse en homeópata. Pero ya no estaba, tuvo que acabar con él. No todo tiene una fácil explicación, eso lo sabía, aunque todos quisieran que así fuera.

La muerte del médico fue recibida con sorpresa y consternación e hizo que la gente de la Garganta se sintiera un poco menos protegida. Si supieran que la mitad de sus remedios eran invenciones en noches de marihuana y cerveza agria quizá se desengañaran, pero desde luego no era el momento para revelar el secreto de Willy.

Ahora ella tenía otro asunto del que ocuparse. Debía buscarle un sustituto. No sólo para que ocupara su lugar en la Garganta, también para que llenara el hueco que había dejado en su lecho. Después de todo, el capullo de Pepo también se había marchado.

Los dedos empezaron a entumecérsele y decidió guardar la bola en su bolsa.

El sol ya despuntaba sobre el horizonte y las sombras del valle se iban retirando hacia las profundidades del levante. Unas voces lejanas le anunciaron la inminente llegada de El Diablo y sus amigos y un escalofrío le recorrió la espalda.

El Diablo. Menudo apodo, pensó. Claro que si uno quiere ser temible debe ponerse un nombre apropiado, no te puedes llamar Luís o Pepe. Sonrió al pensarlo. “El temible Pepe”.

La Guerra los pilló en plena acampada. Como buenos excursionistas nadie llevaba nada parecido a una radio, así que durante el conflicto, que apenas duró tres días, sólo pudieron intuir que algo pasaba por algunos resplandores lejanos, nada que les quitara el sueño.

Entonces apareció él. Llegó hambriento, sucio y con el rostro desencajado por el miedo.  Les contó lo que había ocurrido, que la gente se había vuelto loca, que allá donde las bombas no habían llegado el caos se adueñaba de los hombres.

Recordó sentir compasión. Por él. Le invitó a su tienda de campaña, compartieron una lata de fabada e hicieron el amor, por llamar a aquello que hicieron de alguna forma. A la mañana siguiente ya no amaneció. Unas gruesas nubes negras como la pizarra lo cubrían todo.

Bajó la temperatura. Al principio discretamente, luego drásticamente. El intenso frío les obligó a refugiarse en las cuevas. Una mañana encontraron todo nevado. No fue un espectáculo agradable. La nieve no era blanca, sino gris y sucia. Fueron días de miedo y desazón. Algunos de los que fueron sorprendidos allí se marcharon de regreso a sus casas a pesar de sus advertencias.

En cierto modo fue él el que creó aquella comunidad. Empezó a organizar a la gente, algunos a por leña, otros a por comida, otros a preparar las cuevas y grietas de la montaña para protegerles. Pero casi desde el principio notó que no se comportaba como alguien colaborador, más bien como un militar inflexible. Quizá era lo que necesitaban en aquellos momentos.

Recordó la mañana que se fue. Willy y él habían discutido toda la noche. El alemán quería ocupar su puesto y él no estaba dispuesto a dejarse arrebatar el “trono” de la Garganta. Ella los miraba desde su lecho como una cierva mira batallar a dos berracos. Incluso decidió con quién haría el amor aquella noche cuando la discusión hubo llegado a un punto que consideró definitivo. Como las ciervas.

Willy follaba mucho mejor que él. Era más atento y dulce, más tranquilo y cariñoso. Siempre creyó que fue aquel polvo el que terminó de echarle de la Garganta.

De todas formas nunca se arrepintió. Si se hubiera quedado ahora vivirían como los bandoleros. Rapiñando, encerrados bajo tierra, separadas las mujeres de los hombres y temiendo la inflexible crueldad del líder.

Algunos miembros de la Banda de El Diablo habían vuelto a la Garganta después de años de compartir con él su régimen de hierro.

Les contaron los detalles de las relaciones entre hombres y mujeres, las incursiones en las zonas habitadas, el asesinato de los recién nacidos “defectuosos”, la ley que les condenaba a muerte por apartarse de sus dictados.

Por aquel entonces en la Garganta ya se habían practicado la vasectomía todos los hombres. La intensa radiación hacía que la descendencia fuera monstruosa. Willy decía que si no eran capaces de engendrar seres humanos mejor no engendrar nada. El Diablo había diseñado otra estrategia: proteger de la radiación a los niños hasta que tuvieran edad de procrear. Las mujeres nunca dejarían de estar “protegidas”, al menos mientras fueran fértiles. Un plan abominable aunque en el fondo reconociera que tenía más futuro que el de ellos. En unas décadas no quedaría nadie en la Garganta y aún seguirían existiendo bandoleros.

La balsa de troncos ya estaba en la zona iluminada de la laguna. El chocante color azul de los trajes radioresistentes de los bandoleros se apreciaba desde aquella distancia lo que le recordó que sólo su miedo a la radiación evitaba que atacaran la Garganta. Al fin y al cabo ellos no querían vivir al aire libre.

Inspiró con fuerza el aire falsamente puro de la montaña.

Tenían que ponerse de acuerdo, ahora compartirían una cosa esencial: la electricidad. Y la comunicación instantánea, en cuanto el grupo que había acompañado a Pepo y el Notario a la costa regresara con el teléfono de Pepo.

“Debéis llegar a un acuerdo”, les había dicho el Notario. Y tenía razón, era imprescindible establecer una relación y, a su pesar, eso pasaba por pactar con aquél hombre odioso que la observaba de pié sobre los troncos flotantes. Él parecía caminar sobre las aguas, seguro, sin remordimientos. Mientras mantenía a las mujeres encerradas como conejas de cría.

La idea de reunirse al aire libre había sido de ella. La sensación de estar siendo bombardeados por millones de partículas les mantendría ocupados y ella podría imponer mejores condiciones para su gente.

La balsa estaba a punto de atracar y el sol empezaba a calentar lo suficiente como para que el foulard ya no fuera necesario. Descubrió sus hombros y entreabrió su escote. Eso siempre funcionaba a la hora de negociar con un hombre, sobre todo si él llevaba sin follar una eternidad.

El sonido de sus pasos sobre los cantos rodados se fue haciendo más evidente. Las condiciones habían sido claras: sólo él y ella, nadie más. Los que le habían acompañado hasta allí se quedaron junto a la balsa a considerable distancia de la mesa de madera que habían preparado para el encuentro.

El traje de espuma azul le acentuaba la musculatura. No recordaba que fuera tan fuerte. Por otra parte no tenía ni una gota de grasa, debía de cuidarse o quizá entre los bandoleros no se comía tan bien como entre los jipis. Su rostro era duro, surcado de arrugas, su tez más morena de lo que se hubiera esperado de un hombre que vivía bajo toneladas de roca. Su mirada era fría, como dos dardos grises.

Había cambiado, pero no estaba mal. “Igual hasta le hago un regalo”. Sonrió mientras se levantaba para recibirle.

—Buenos días compañero.

—Buenos días compañera.—Dijo sin quitar ojo de su busto. Rodeó la mesa y la cogió por los hombros para besarla en la mejilla. Sus manos eran ásperas y olía a borrego, pero ella le devolvió el gesto sin dejar de sonreír.

—Sentémonos, supongo que no querrás estar demasiado tiempo por aquí.

Él miró alrededor mientras inspiraba profundamente. Luego le hizo caso y se sentó enfrente de ella colocando ambos brazos sobre la mesa en un gesto de toma de posesión que le produjo rechazo, aunque creyó ocultarlo.

—Esto está mucho más bonito que cuando me fui.

—En cuando se retiraron las nubes el bosque volvió a la vida, es como si un invierno de años no hubiera durado más de tres meses. La Naturaleza es fuerte.

—Y cruel.

—Bueno, ella va a lo suyo.

—¿Y qué es lo suyo?

—Supongo que jugar con nosotros. Ya sabes, la Naturaleza juega a los dados.

El Diablo hizo un gesto de extrañeza lo que recordó a Estela que nunca había sido  muy amigo de los libros.

—Bueno, vayamos al grano.—Cortó.—Al parecer tendremos que entendernos de ahora en adelante. Supongo que me has citado para que establezcamos algunos acuerdos. Te aviso que no estoy dispuesto a cambiar nada en mi comunidad.


—Empezamos bien.—Estela sonrió.—Si te sirve de consuelo, nosotros tampoco. En realidad nosotros tenemos una cosa que queréis tener y que estamos dispuestos a compartir. Pero en todo intercambio debe haber una contrapartida.

El Diablo se la quedó mirando. Qué podría ofrecerle a ellos. Tenían comida, electricidad y cero problemas de seguridad, aislados como estaban en aquél paraje privilegiado de difícil acceso. Lo único que faltaba allí eran niños y desde luego no iba a permitir que los más pequeños de la Gruta estuviesen sometidos al bombardeo radioactivo del aire libre.

—¿Se te ocurre algo?—Acertó a decir.

—Pues mira, si. Necesitaríamos gente.

—Imposible. No estoy dispuesto a que mi jóvenes..

—Yo no he hablado de gente joven,—interrumpió,— sólo de gente. Esto se está despoblando, como podrás imaginar. Me gustaría que no quedase abandonado.—Se giró para mirar las cumbres que les rodeaban.—Sería una pena.

—No creo que ninguno de mis hombres estuviese dispuesto a venir a vivir aquí.

—¡Hombres... hombres...!—Ahora le miraba como si pudiera leer sus pensamientos.—¿Por qué siempre que piensas en tu comunidad piensas en los hombres? ¿Es que ni por un momento se te ha ocurrido que pudiéramos necesitár mujeres?

—No se me ha ocurrido porque es una idea que se me escapa. Las mujeres son fundamentales para nosotros, no podemos dejar que se expongan. Ni lo sueñes.

—Eso será mientras son fértiles, ¿y cuando dejan de serlo?

—¿Te refieres a cuando se hacen viejas?

La forma en cómo lo dijo le hizo daño, pero intentó de nuevo ocultar el sentimiento de odio que le estaba creciendo en el corazón.

—Si. Exacto. Cuando se hacen viejas.

—La verdad es que no sirven de mucho. Una o dos puede, el resto sólo hace que comer y protestar.

“Pobres”, pensó, “sólo protestan cuando son viejas”.

—Pues mejor que mejor. Las personas mayores soportan mejor la radiación, al menos no desarrollan tumores demasiado virulentos. Si no te importa, me gustaría que nos hicieses llegar a esas “viejas” aquí para continuar con nuestra comunidad.

—¿Piensas montar un matriarcado?

—También puedes mandarme a los viejos. ¿O los hombres no dejáis nunca de ser útiles?

—Puede que me lo piense.—Se echó hacia atrás acomodándose contra el respaldo de madera.—Lo de los viejos. A las mujeres te las mando en cuanto regrese. Por cierto, ¿tienes el teléfono?

—Aún no, se supone que ya deberían de haber vuelto con él, pero los alrededores se han llenado de vagabundos, una legión de hambrientos zombis, les llevará más tiempo esquivarles.

—¿Necesitáis ayuda?

—¡Oh, no tienes por qué preocuparte!—Dijo levantándose dando por terminada la reunión.—La gente que enviamos es muy competente y tu necesitarás todos tus “hombres” para reparar el tendido eléctrico.

—De acuerdo, ¿Ya hemos acabado?

“Pues mira no, me gustaría que hiciéramos el amor como gesto de reconciliación, pero como sigues siendo el mismo capullo que ya eché una vez, mejor lo dejamos para otro día.”—Sí, hoy tenemos mucho lío por aquí. Si queréis podéis quedaros a comer, sería un honor.

El Diablo se levantó algo incómodo. Tenía la sensación, acertada, de estar siendo despedido.

—No, no. También tenemos nosotros mucho lío. Ya hablaremos por teléfono.

La despedida fue bastante más fría que el reencuentro. La conversación había durado tan poco que los que estaban junto a la embarcación creyeron que algo había ido mal.

—No, no. Todo perfecto.—Les contestó girándose para saludar a Estela con la mano.—Tenéis una jefa muy resuelta.

Los barqueros se miraron extrañados y empezaron a empujar la balsa en dirección al centro de la laguna.

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