05.84: Mientras tanto


El día se había levantado despejado, de una luminosidad casi hiriente que a pesar de lo temprano de la hora sacaba colores intensos allá donde rebotaba.

El mar, verde esmeralda junto a la costa hasta un punto bien definido a medio camino del horizonte en el que se tornaba de un azul oscuro pero limpio.

El cielo pasaba del blanco en el este hasta el violeta en el oeste, aún se podían ver algunas estrellas. Apenas había amanecido y ya el sol picaba con fuerza en su espalda. Hoy sería otro día de intenso calor.

A su derecha los bosques cubrían las montañas como un gorro de mil tonos de verde hasta el borde quebrado de las primeras casas, limpias y coloridas, que se derramaban hasta la playa como si de un antiguo videojuego se tratara.

Los uniformes verdeazulados del ejército resaltaban sobre el blanco de la arena. La vestimenta local,de refrescantes colores claros, lo hacía con los calurosos monos de los trabajadores, de un azul intenso e inevitable a la vista.

Todo parecía ordenado. La gente caminaba en silencio, sabiendo ya dónde tenía que ir y qué tenía que hacer. 

Así deberían ser las mañanas de Ben-Almadina de ahora en adelante, pensó. Así lo quería la gente que les observaba desde aquél enorme y bello barco que se recortaba en el horizonte. El Mensajero del Mar.

Mirando a sus compañeros de fila creyó saber la naturaleza del mensaje.

En la última semana habían pasado muchas cosas, reflexionaba mientras hacía cola para entrar en el Lianyié.

Primero fue la sensación de sorpresa ante la orden de Gallardo: “Bajad hasta la ciudad, nos pondremos en contacto con vosotros. Mientras tanto haced lo que os digan los chinos.”

Los teléfonos debían ser desconectados. Al parecer había que aguantar un mes así.

José Antonio, el Notario, le pidió que tuviera confianza e hicieran lo que les habían pedido. De nuevo tendrían que mezclarse entre otra gente y aprender otras costumbres.

Ya estaban habituados, la Garganta de los Jipis y la Cueva del Diablo habían sido dos experiencias intensas. Pensó que esta no podía superarlas. Pero no era así.

Cuando llegaron a la cima de las montañas y vieron la ensenada de Benalmádena o Ben-Al-Madina como le llamaban sus habitantes quedaron impresionados.

La vista era evocadora de un mundo antiguo, feliz, despreocupado. La imagen del Mensajero la de un mundo igualmente antiguo pero más inquietante. “Haced todo lo que os digan los chinos”.

Decidieron no pensar y, después de haberse emborrachado con la brisa fresca y salina proveniente del mar, empezaron a bajar por uno de los senderos que se extendían como raíces terrosas hasta la ciudad.

Se cruzaron con grupos de gente que hacía el camino contrario.

Primero algunos hombres jóvenes y fuertes con aspecto de norteafricanos. Portaban armas pero no cruzaron palabra, sólo algunas miradas de desconfianza.

Luego grupos familiares, con mujeres y niños, que huían de la ciudad cargados con sus enseres. A los que les dijeron que no bajaran, que Ben-Al-Madina había caído, Pepo y el Notario les aconsejaron que se diesen la vuelta, que al otro lado de la montaña no había ningún sitio donde ir, que todo era un erial seco y letal. Nadie se hizo caso y todos continuaron con su camino.

¿En qué momento de la batalla hay que decidir dejarlo todo y escapar?

Era difícil de determinar. Dejar tu casa, tus quehaceres y tu vida y tomar a tu familia para emprender un camino desconocido, una vida incierta y quizá no otra cosa que la muerte. ¿En qué momento?

Se encontraron por fin con un primer perímetro de soldados que bloqueaba la salida por los grandes caminos. Su aspecto, recubiertos con corazas, casco y visera que les ocultaba el rostro les asemejaba a guerreros autómatas de algún ejército futurista. Al verlos les increparon para que se acercaran y pasaran al otro lado. No hubo mal trato, sólo órdenes en el idioma ininteligible de los invasores.

Una vez dentro de la zona ocupada empezaron las preocupaciones. Los vehículos militares recorrían de un lado a otro las calles de la ciudad impartiendo instrucciones a través de su megafonía. Eran órdenes entendibles, probablemente grabadas: “Vayan hacia el puerto e identifíquense ante uno de los puestos de control”, repetían, “Todo aquel que no disponga de identificación será detenido e interrogado”. Un deja-vu revivido de imágenes grabadas hacía un siglo hizo que un escalofrío les recorriera el cuerpo.

En el camino al puerto pudieron ver grupos de personas maniatadas, casi todas de origen magrebí. Sus rostros reflejaban la inquietud desolada de la presa que había caído en las fauces del depredador. Continuaron caminando.

En algunos escaparates se habían instalado grandes pantallas de televisión donde una especie de noticiario leía la realidad modificada para que los habitantes que se agolpaban ante ellas entendieran qué es lo que estaba pasando, según los invasores.

Intentó detenerse ante una de ellas para captar el mensaje en la esperanza de ver en él algún elemento de esperanza, pero el Notario no se lo permitió. “Debemos obtener una identificación cuanto antes, ¿ves?”, señalo a las personas que les rodeaban. Todas llevaban una tarjeta colgando de su solapa, verdes, rojas, amarillas, con inscripciones en ideogramas y números, como matrículas o marcas de ganado.

Aun así pudo entender palabras de apaciguamiento, “en paz”, “amigos”, “construir”…

Unos niños observaban con interés a un grupo de soldados. Los pequeños, curiosos por naturaleza, también tenían su identificación, color rosa. Los soldados parecían ignorarlos pero no los perdían de vista.

Por fin llegaron al paseo marítimo. Era fácil encontrar los puestos de control, grandes colas vigiladas por más soldados esperaban pacientemente a que unas mujeres les tomaran los datos, les hicieran fotos y les entregaran su identificación. No parecía haber diferencia entre una y otra así que él y el Notario se colocaron en la más próxima.

—Ustedes no son de aquí, ¿verdad?

—No, bajamos de la montaña.

—Ya hay que tener ganas, esto va a ir a peor, ya verá.

La actitud de los que esperaban era sombría. Aquello recordaba demasiado a los campos de prisioneros para imaginar nada bueno. Algunos niños se escapaban de las manos de sus madres pero eran devueltos a ellas de forma inmediata por los soldados que no permitían que nadie abandonara la fila, sordos a cualquier intento de negociación.

Él y el Notario sólo intercambiaron algún comentario intrascendente, nada que oídos indiscretos pudieran identificar como algo peligroso y por fin, tras más de dos horas de espera, se vio cara a cara con la mujer que con una sonrisa beatífica le saludaba. Era china pero hablaba perfectamente su idioma.

—Buenos días, su nombre por favor.

De pronto cayó en la cuenta. ¿Debía dar su nombre real o no? Tomó una decisión rápida esperando que fuera la correcta.

—Pedro Bellido.

—¿Tiene algún documento que lo demuestre?

—Lo… lo siento, mi documentación se perdió hace siete años.

—No es de aquí, ¿verdad? —La chica sonrió, pero eso no le tranquilizó.

—Venimos del interior buscando llegar a la costa. Habíamos oído que aquí se vivía bien.

—Bueno, tomaremos Pedro Bellido como su nombre. A partir de ahora será su nombre, cualquier otro deberá olvidarlo. ¿Ha comprendido?

Aquella disposición a hacer borrón y cuenta nueva no tenía demasiado sentido en un puesto de control, pero a Pepo le pareció la mejor forma de salir del paso.

—De acuerdo.

—A qué se dedicaba antes de la Guerra.

Eso le sorprendió aún más. No querían saber qué era ahora, sino qué había sido.

—Ingeniero informático.

La chica pareció dudar un segundo. Luego escribió algo en un ordenador portátil que tenía frente a ella y que parecía dirigir las preguntas que formulaba.

—¿Sabe de electrónica?

—Algo… hace tanto tiempo.

La chica siguió escribiendo. Hubo más preguntas, sobre su estado de salud, sus alergias o sus costumbres. Incluso algunas preguntas técnicas como “cuántos KVA proporcionan una tensión de 250 voltios transportando 2 mega amperios”, afortunadamente para él resultaba un cálculo sencillo. Evidentemente ella no sabía de qué se trataba y tuvo que consultar el resultado en la pantalla pero también era evidente que aquello no era un puesto de control sino una entrevista de trabajo.

Finalmente le proporcionó una tarjeta blanca con una franja roja y le indicó que se esperara por el pueblo a que llamaran a los que tenían esa identificación.

El Notario dio su nombre de verdad, luego le explicó que en realidad no les interesaba demasiado y por lo tanto tampoco era ventajoso ocultarlo. En cambio mintió sobre su antiguo oficio. Se identificó como periodista. No tenía problema alguno en recordar cualquier cosa que le hubiesen preguntado, él disfrutaba de ese don.

Le proporcionaron un identificador amarillo y le dieron las mismas instrucciones que a él. Para el medio día ya caminaban con cierta tranquilidad por las calles del pueblo.

Hasta que los convocaron tuvieron ocasión de contactar con algunos habitantes de Ben-Al-Madina que les atendieron y proporcionaron alojamiento y contacto humano. Así supieron cómo había sido la ciudad hacía apenas una semana. Durante dos días pudieron presenciar algunas detenciones pero en general todo transcurrió con una forzada tranquilidad. Las pantallas informaban de los detenidos, mostrando sus rostros y sus delitos: Intento de sabotaje, falta de identificación, acaparamiento de alimentos o pertenencia a grupo terrorista, también informaban de las capacidades ofensivas del Xin Shi Hai, como llamaban al Mensajero del Mar y de cómo debía la gente responder a las órdenes de los soldados. Aprendieron algunas expresiones en chino: Deténgase, Identificación, Vuelva a su casa, etc. Había incluso dibujos animados para que los niños también supieran qué debían hacer y cómo debían identificar a las personas que cometieran delitos.

Furgones militares repartían comida tres veces al día. Las tiendas estaban cerradas y las provisiones confiscadas. Todo el mundo tenía su ración de alimentos sin elaborar, pero sólo daba hasta la próxima entrega. Al cabo de dos días la gente dependía del ejército chino para vivir lo que les hizo aparecer como algo con lo que convenía no tener problemas.

Por fin al tercer día las pantallas empezaron a informar de dónde tenía que ir cada cuál según su identificación.

El notario se tuvo que presentar  en el antiguo ayuntamiento mientras que él tuvo que ir a una carpa que se había instalado junto a la estación eléctrica, lo que no le extrañó en absoluto, últimamente parecía que todas sus preocupaciones giraban en torno a la electricidad. Se despidieron  con la esperanza de volverse a ver. Hoy hacia una semana y no sabía nada de él desde entonces, aunque sí de sus viejos amigos.

Hacía un par de días se había empezado a anunciar por las pantallas la celebración aquella noche de un combate de lucha entre “El Forzudo Escarlata” y cualquiera que quisiera retarle.

Reconoció a Jotabé nada más verlo. Estaba imponente, o así aparecía en la televisión. Sonreía, como siempre, y avisaba de que luchar contra él era garantizarse la derrota. Una fanfarronada digna de los combates de lucha amañada que servían algunos canales antes de la Guerra. Sin embargo él sabía que Jotabé tenía razón. Si se portaba bien, le había prometido su capataz, podría asistir a los combates que se celebrarían en la playa.

Comportarse bien era fácil. Estaban montando lo que parecía una antena de radiofrecuencia en una zona acotada del promontorio sobre el que se erigía la central eléctrica, una pequeña instalación de gas que proporcionaba algunos kilowatios de fuerza a la ciudad. Según podía entender, el enlace era en realidad un transmisor de microondas enfocado al Mensajero para el transporte de energía eléctrica, aunque no sabía muy bien si sería desde el barco a la ciudad o viceversa.

Su capataz tenía acento argentino, no hablaba mucho pero no parecía demasiado a gusto sirviendo a los chinos. Quizá fuera amigo de Jotabé o de Tsetsu y quizá podría ponerle en contacto con ellos pero aún no había acumulado el valor suficiente para preguntarle.

—¡Eh vos!—Le gritó nada más entrar en la zona de trabajo. —¿Vas a retar al forzudo?

—¡Y una mierda!, no tengo ni media ostia.

—Eres un pibe listo. —Rió. —Isaac en cambio está dispuesto a probar. —Señaló a la mole de músculo que le antecedía. —¿No es cierto, boludo?

—Ese tío me va a comer la polla nada más vérmela. —Fanfarroneó mientras se colocaba el cinturón de herramientas.

—No creas. —Le dije haciendo lo propio. —Parece fuerte de veras.

Me colocó su manaza sobre el hombro. —¿Más que yo?

—Dejalo… Dejalo. —Respondió el capataz. —No le quités las ganas, si no nos quedaremos sin espectáculo.

Grandes perfiles de plástico llegaban diariamente desde el barco. Sólo tenían que subirse por la estructura a medio montar y esperar a que un dron-grúa se los fuera acercando para ir atornillándolos en su sitio. También los tornillos y las tuercas eran de plástico. Todo estaba numerado y contado. Sólo el material que se iba a montar ese día  aparecía por la mañana en el almacén, al final de la jornada no debía faltar ni sobrar nada.

Algo le decía que los fabricaban ex profeso, quizá con una enorme impresora 3D a bordo del Mensajero. Le gustaría verla, pero por ahora sus conocimientos de electrónica sólo le habían capacitado para montar aquella torre.

Al medio día, mientras comían unas coliflores y un trozo de pescado hervidos, el capataz se le sentó al lado.

—Bueno Pedro, parece que podremos tener esta noche algo de diversión. ¿De veras que no quieres luchar?

—¿Quién yo… contra Jotabé? ¡Ni de coña!

El argentino abrió los ojos como un búho.

—¿Cómo le has llamado?

De repente cayó en la cuenta. Había utilizado su otro apodo, el que sólo sabían los que realmente conocía a Jean Baptiste Legrand.

Había llegado el momento de quitarse la careta.

No hay comentarios: