05.83: El enlace emocional
—¿Tsetsuko?
Los ojos de la muchacha se abrieron. Estaba oscuro, casi negro. Se encontraba tendida en el suelo, un suelo extrañamente liso y frío. Algo maloliente le pinchaba en la cara, se lo apartó dejándolo caer estrepitosamente. El corazón se le aceleró. Olía a algo que no lograba identificar, una mezcla de perfume, picante y orines. Apenas podía ver la figura que tenía delante, un ligero resplandor que venía de detrás la mantenía a contraluz.
El pánico se apoderó de ella.
Dónde estaba, dónde estaba su madre, dónde se había metido la gente. Por qué se había hecho de noche de repente.
Aquella figura le hablaba. En japonés. Su voz era grave, rota y triste. Un hombre. Parecía querer ganar su confianza. Una mano rasposa le tocó el brazo. Se incorporó de un salto y se alejó de él chocando con mil trastos que se le clavaron en la espalda y los brazos.
—¡Déjame, no me toques!
La voz siguió hablando. Decía cosas que entendía pero no comprendía. Su aliento olía a una mezcla desagradable. ¿Estaba de nuevo en la cueva del Diablo?
Su madre ya le había advertido: “Aléjate de los bandoleros, no son de fiar.”
Pero ningún bandolero hablaba japonés y aquello no olía a sudor y cenizas como la cueva. Empezó a recordar. Iban caminando por el campo, huían de los peregrinos… El Cucharilla. Indicaba hacia dónde tenían que dirigirse, pero se estaba equivocando, ¿por qué sabía que se estaba equivocando? Su siguiente recuerdo era éste momento. Dónde se habían metido. Y quién era aquél hombre…
—Hija mía. ¿Estás bien?
Necesitaba tiempo para acostumbrarse a la oscuridad. Tenía que ver la cara de quien le hablaba, “la cara es el espejo del alma” le había enseñado el tío Noti. Pero la escasa luz venía de detrás de él. Necesitaba tiempo.
Movió la mano a sus espaldas buscando algo con lo que defenderse. Había algunos palos. Estaban fríos, quizá fueran metálicos pero apenas pesaban, probó a moverlos, parecían sueltos. Podrían servir como arma, o eso creía. Empezó a respirar con ritmo más pausado. Necesitaba tiempo. Y calma para pensar con claridad, se lo había enseñado su madre: "Ni tan lento que la muerte te alcance, ni tan rápido que des alcance a la muerte."
—¿Quién eres?
Aquella mano de nuevo. Apartó el brazo con brusquedad pero calló a la espera de respuesta.
—Soy tu padre.
Era absurdo. De repente estaba en algún sitio oscuro, húmedo y lleno de trastos y con un hombre de aliento fétido que decía ser su padre. Necesitaba tiempo. Agarró con fuerza uno de los palos de su espalda y continuó con la pantomima.
—Dónde estoy.
—Estás en el Xin Shi Hai, el barco en el que hemos llegado nosotros. Te desmayaste.
—¿Cómo he llegado aquí?
—Dímelo tú. Hace un minuto parecías tener todo bajo control.
¿Bajo control?¿Hace un minuto?¿De qué hablaba?
—¿Por qué está todo escuro?
—¡Oh, perdona!
Se oyó un clic y un torrente de luz le quemó los ojos. Tuvo que cerrarlos para no quedarse ciega. Aquella mano volvió a tocarla, pero no retiró el brazo. Intentaba acostumbrarse a la luminosidad que atravesaba sus párpados haciéndole ver todo de color naranja sucio. Una mancha oscura se movía en su retina huyendo de su mirada. Volvió a abrirlos.
Estaban en un cuartucho lleno de escobas, cubos, aparatos extraños y botes con colores llamativos: verde, rosa, azul. Y él estaba delante de ella, a menos de medio metro. Era japonés. Sabía distinguir a un japonés de un chino o un coreano, no como los peregrinos o los bandoleros que creían que todos eran chinos.
Tenía la cara cuadrada, la nariz grande, los ojos… dónde había visto aquellos ojos. Una ligera pelusa coronaba su labio superior y colgaba de su barbilla. Los labios eran carnosos y su pelo estaba sucio y enmarañado. Sudaba. Y le miraba con emoción. Si no fuera por las arrugas que remarcaban sus ojos y su boca sería exactamente igual que la foto que su madre miraba todas las noches. La foto de su padre.
—¿Papá?
La mano rasposa le tocó ahora la cara. Le pareció que su aliento ya no olía tan mal, a comida quizá, pero no mal. Era tan diferente a como lo había imaginado. Le pareció delgaducho y bajito, sólo un poco más alto que su madre, pero sus ojos eran los de su padre, no cabía duda.
—¿Estás mejor?
Intentó acercarse pero ella se alejó. “Necesita tiempo”, pensó él, y le concedió el espacio que reclamaba.
—Estábamos huyendo de los peregrinos… y de repente estoy aquí.
—Caminabas junto a Gallardo, por el barco, parecías no ser tú.—Viéndole la cara ya no dudaba de él, “la cara es el espejo del alma”.—De repente te desmayaste. Tuve que pasar a hiper… bueno, es algo largo de contar.
—¿Entonces es cierto, puedes moverte como un rayo? —La mano de la muchacha se posó sobre su brazo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.—La Peligro me habló de ti. Me contaba más cosas que mamá. Al menos otras cosas.
—Esa "mujer" tiene muchos pájaros en la cabeza. Pero se puede decir que sí, que “me muevo como el rayo”.
—¿Y dónde me has traído?
—Es uno de la decena de pañoles de limpieza que hay repartidos por todo el barco, no tienen cámaras, por eso estamos aquí. Ahora necesito devolverte a donde estabas, si no te echarán de menos. ¿Crees que puedes caminar?
La chica se separó de la pared. El palo que aún sujetaba con fuerza cayó a su izquierda haciendo un feo ruido metálico. Su padre la sujetó, había fuerza en esas manos ásperas, y delicadeza. Se abrazó a él dejándolo paralizado. Nadie se le había abrazado nunca con aquél ímpetu.
—Papá… qué ganas tenía de que estuviéramos juntos.
—Vale, vale…—aquél gesto superaba con creces su capacidad de afecto, se puso rígido. — Luego nos vemos, ahora mira si puedes caminar.
Mientras comprobaba que no sufría ningún mareo empezó a reírse.
—¿Qué te hace gracia?
—Que la Peligro también me advirtió de eso.
—¿De qué?
—De que eras “un estirao”. —Dijo en español imitando su voz hombruna.
—No te creas todo lo que dicen por ahí. Ahora ven aquí.—La tomó por la cintura. —Échate sobre mi hombro, vas a viajar “como el rayo”.
Pesaba poco pero él no era especialmente fuerte, le había costado trabajo llevarla en brazos hasta allí. Ahora lo intentaría de otra manera.—Échate, así, y déjate caer. Te dejaré apoyada contra la pared. Tienes que pegarte a Gallardo, le pondré una nota en su mano.
—De acuerdo. ¿Cuándo nos volveremos a ver?
Pero ya estaba en el corredor. Gallardo sudaba, mirando hacia todas partes a una distancia prudente del soldado que continuaba caminando como un autómata. La vio. Notó el mensaje de Tsetsu en su mano. Fue a recogerla.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Mi padre, te ha dejado una nota.
—Ven, rápido, antes de que el soldado se dé cuenta.
Llegaron a la compuerta que separaba la cubierta de marinería de la de los trabajadores y fueron abandonados como antes lo fueran sus compañeros. Todos los chinos con los que se encontraron les señalaron al fondo del corredor soltando algún comentario. Parecían extrañados al ver a Tsetsuko. Quizá les extrañaba ver a una chica tan joven a bordo, pensó el ex comisario.
—¿Qué dicen?
—Y yo que sé comisario, no sé chino.
Gallardo miró sus ojos. De nuevo eran negros como un pozo. Aquella solo era la pequeña Tsetsuko. Agarró con fuerza su mano y caminaron juntos hacia donde le indicaban, un grupo de hombres vestidos con monos de color azul les observaba desde lejos. Ninguno era chino.
Cuando estaban cerca de ellos alguien les increpó.
—¿Sos también amigos del forzudo?
—Eh…—“Deben referirse a Jotabé”. —Sí, creo que sí.
—Están al fondo, en la zona de las mujeres.
Los obreros se quedaron mirando a Tsetsuko mientras se alejaban. Sus comentarios apagados apenas eran inteligibles pero Gallardo pensó que casi era mejor así.
El dormitorio de las mujeres era como cualquiera de los dormitorios para trabajadores del Xin Shi: Era un rectángulo de unos cinco por quince metros. Una zona al principio, a modo de vestíbulo contenía dos filas de bancos de metal en el centro y dos filas de taquillas a ambos lados. Continuaba con un pasillo flanqueado por dos baterías de literas de a tres. El pasillo terminaba en lo que sin duda era la amura del barco. Un ojo de buey rectangular con el cristal fijo dejaba ver el cielo. En ese momento era azul intenso.
Delante de la ventana, en medio del pasillo, Jotabé hablaba con una mujer desconocida que parecía estar asignando camas. Allí estaban las dos hermanas, Larisa y Katerina, con cara de contrariedad, su madre, La Peligro y el Cucharilla.
Nada más entrar el chico dio un salto para acercarse a ella y abrazarla. Parecía aliviado.
—¿Dónde habéis estado?
—No me preguntes, no tengo ni idea.
Hana dejó un segundo la tarea de elegir sitio para dormir y se acercó a la pareja. Gallardo hizo el camino contrario para abrazar a Jotabé, al que no recordaba tan imponente.
—¡Comisario! —Los brazos del francés estrujaron el cuerpo del ex policía cortándole la respiración.
—¡Dios mío, me estáis alegrando el día!
—Vale… vale… pero no me mates.
—¡Tsetsuko! —Abandonó a Gallardo para acercarse a la pequeña que ya estaba desbordada intentando responder las preguntas de su madre y su amigo.
—¡Dios mío, pero si estás…!
—¡Tú colorao! —Gritó la Peligro desde las camas. —No la vayas a estrujar como a nosotros.
—No, no… Creo que ya tiene quien la estruje—Y le dio un codazo al Cucharilla que casi lo estampa contra las taquillas.
En ese instante la silueta de Tsetsu se dibujó en la puerta del dormitorio.
Hana miro hacia ella inconscientemente. Todos quedaron en silencio, congelados, expectantes. Las lágrimas de Hana no pudieron ser contenidas. Se echó las manos a la cara. El momento había llegado. Él se acercó con paso tímido mientras los demás se iban apartando. Nada debía interponerse ya entre los dos.
La tomó de la mano mientras le levantaba la cara. Y la besó en los labios como nunca lo había hecho, como se había arrepentido una y mil veces de no haberlo hecho nunca, como llevaba años pensando en hacer mientras imaginaba este instante. Ella se abrazó a él y hundió la cara en su cuello, avergonzada y temblorosa. Todos comprendieron el gesto y fueron abandonando en silencio el dormitorio.
Sólo la cámara de seguridad quedó como testigo del reencuentro.
Wei Shou, hubiera prestado atención a la escena si no tuviera algo más importante de lo que preocuparse. El soldado ya no estaba en la puerta de la sala de control, ahora le encañonaba a menos de miedo metro a la espera de que otro militar, probablemente alguien con conocimientos técnicos suficientes, viniera a recoger el teléfono quantum que acababan de requisarle.
Su cabeza no paraba de darle vueltas a la secuencia de hechos que terminaría con sus huesos y los de todos los demás en algún calabozo junto a la sala de máquinas: Primero identificarían aquello como un teléfono, luego empezarían a hacer llamadas, algunas tendrían éxito, registrarían todos los dormitorios en busca de más aparatos, localizarían el de Tsetsu y Gallardo, nos incomunicarían, forzarían algunos interrogatorios. Algunos de los hombres se iría de la lengua. Y fin.
El teléfono de Gallardo vibró en su bolsillo. Miró buscando la cara de Jotabé.
—¿Ocurre algo?
—Me están llamando.
—Ven conmigo, aquí no puedes hablar, hay cámaras.
Lo acompaño a los servicios y le señaló uno de los escusados.
—Entra ahí y contesta, yo vigilaré que no entre nadie.
El ex comisario hizo lo que le indicó el francés. Descolgó.
—¿Diga?
—Ya vemos las montañas de Ben-Almadina. —La voz sonaba como si le faltara aire.—¿Dónde estáis?
—¿Pepo? —La sangre le subió a la cabeza. —Pepo…
—Y el Notario… ¿Qué pasa, dónde estáis?
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