05.81: La mirada de Tsetsuko
Tsetsu no lograba acostumbrarse a las inquietantes formas que producía la iluminación artificial del Mensajero del Mar cuando pasaba a hipervelocidad. La frecuencia de las luces era tan extremadamente baja que convertía cualquier escena en una lenta sucesión de fotogramas. Había ocasiones en que todo era aún más complejo, ésta era una de ellas.
La sala de centro de mando a la que había accedido con el grupo de su esposa, su hija y el resto de sus amigos, amén de algunos otros que no reconocía, tenía una configuración caótica. Había cientos de objetos desperdigados por todas partes, personas congeladas en su movimiento se interponían entre él y cualquier dirección que pudiese tomar. Las pantallas de los ordenadores formaban extrañas figuras a medio dibujar dándole a todo un toque psicodélico que en nada mejoraba la percepción.
Pero debía encontrar un escondite para pasar a velocidad normal cuanto antes evitando rozar a nadie o tropezar con ningún objeto so pena de provocar un fenómeno extraño que inquietara a la tripulación .
Aquellos hombres y mujeres eran soldados, todos llevaban un arma colgando del cinto y estaban ya demasiado excitados con la operación de desembarco para introducir un elemento más de estrés que pudiese terminar con alguien herido.
En una de las esquinas de aquella sala descubrió lo que parecía un contenedor de bandejas. Detrás podría esconderse de cualquier mirada involuntaria pero no de la de alguien que se acercara demasiado. En cualquier caso esta posibilidad era remota con todo el mundo enfrascado en sus asuntos y ninguna posibilidad de comer en aquel comedor. Con cuidado de no desconectar ningún cable se dirigió hacia su escondite y desapareció.
—¿Quién eres tú?—Preguntó el capitán del centro de mando levantándose de su puesto. Los otros soldados también se giraron, sorprendidos de la presencia en aquella sala de una intrusa tan joven.
—Necesito hablar con el jefe. ¿Eres tú el jefe?
—¿El jefe de qué?—El capitán caminaba ya en dirección a Tsetsuko. Su actitud agresiva inicial cambió radicalmente. Ahora hablaba con ella con naturalidad, como si la reconociera. El gesto sirvió para que todos los demás volviesen a sus asuntos sin darle mayor importancia.
—El jefe de todo esto.
—Soy el jefe de esta sala de control. El jefe del despliegue militar y ahora de la misión del Mensajero del Mar es el coronel Liu Haipong, ¿es a él a quien buscas?
Tsetsuko pareció meditar la respuesta. Finalmente asintió.
—Si, Haipong me valdrá.
—Te llevaré con él. ¿Esos vienen contigo?
—Sí. Pueden quedarse aquí o donde tú decidas. Son invitados.
—Invitados.—Pareció repetirse para no olvidarlo.—De acuerdo, le diré a uno de los hombres que les acompañe a la cubierta del personal extranjero, aquí no pueden quedarse.
—A todos menos a él.—La muchacha señaló a Gallardo.—Él viene con nosotros.
—Por supuesto.
Mientras el capitán repartía instrucciones, Tsetsuko se volvió a su grupo para explicar lo que acababan de acordar. Hubo algunas protestas, especialmente de su madre y el Cucharilla, pero era difícil llevarle la contraria a Tsetsuko; tenía una especie de aura de confianza que hacía que cualquier objeción resultara poco menos que improcedente.
—Cuando quieras.
El grupo caminó junto durante un tramo de corredor hasta llegar a una intersección. Los soldados e invitados continuaron hacia adelante mientras que Haipong, Tsetsuko y Gallardo giraron la izquierda por un pasillo con una franja roja pintada en el suelo a todo lo largo. Una indicación en Han advertía al inicio del corredor que aquella zona estaba restringida.
Caminaron hasta llegar a una puerta más ancha de lo habitual. Un piloto rojo les detuvo. Sonó una voz metálica.
—Identifíquese.
—Capitán Chen Bao. Eh… —De repente se quedó sin palabras. Se giró hacia la chica en demanda de ayuda.
—Tsetsuko Watanabe.
—Tsetsuko Watanabe desea hablar con el Coronel.
La puerta no respondió. La espera fue más larga de lo normal. Tanto que la decisión del capitán de acompañar a la chica empezó a resquebrajarse.
—La verdad es que esto es algo irregular. No puedes pedir ver al coronel como el que compra un helado. Hay un protocolo y una jerarquía que…
La puerta se abrió. El asistente del coronel, un marinero de no más de diecisiete años, asomó la cabeza.
—El coronel no recibe a nadie, capitán. Retírese y póngase en contacto con su comandante.
El chico no pudo evitar mirar sorprendido a la solicitante de audiencia.
—Es importante para él.—Dijo la chica.
Las facciones del muchacho se ablandaron, sus pupilas se dilataron. Gallardo pudo ver cómo ejercía Tsetsuko su poder sobre aquél infeliz.
—En ese caso, si.—Dijo sonriendo. Y abrió la puerta dejándoles entrar.
Tras atravesar la compuerta que separaba la cubierta de marinería de la de los trabajadores, el soldado dio por concluida su misión y, después de una pequeña inclinación, y una breve e incomprensible explicación señalando a al fondo del corredor se retiró junto con sus compañeros por donde habían llegado. La compuerta se volvió a cerrar y el grupo quedó abandonado frente a ella.
—¿Qué coño nos habrá querido decir el chino?—Exclamó asustada la Peligro.
—No tengo ni idea, pero allí se ve gente, acerquémonos.—Respondió Hana mirando con aprensión al par de soldados que les cerraba el camino de retorno.
Mientras se acercaban a la zona del corredor en la que parecía había más actividad humana pudieron vislumbrar que la mayoría no tenían rasgos orientales, ni uniformes.
—Esos no son chinos. Menos mal.—Dijo el Cucharilla con alivio.
Un soldado que parecía estar de patrulla les advirtió algo, señalando en dirección al fondo.
—¿Y este qué querrá?
—Parece querer indicarnos el camino a algún sitio. Allá al fondo.
Algunas de las personas parecieron darse cuenta de su presencia. Empezaron a hablar unos con otro señalándolos. Se oyó algún comentario que no pudieron entender aunque sí las risas que le siguieron.
—¿Se están riendo de nosotros?—Preguntó el chico.
—De nosotras,—Aclaró Hana.—Si os fijáis, no se ve ninguna mujer.
—¡Uy!—Exclamó la Peligro llevando su manaza huesuda hacia el pecho en un gesto que pretendió ser delicado.—Sin darnos cuenta hemos llegado al paraíso.
Lo que había advertido Hana era cierto. El grupo de personas que se iba agolpando en el corredor sólo estaba formado por hombres cuyo aspecto se asemejaba más a la clientela de una taberna que al de los miembros de una disciplinada tripulación. El olor también llamó la atención de las dos guardaespaldas, Larisa y Katerina, acostumbradas a vivir en la muy fragante y limpia Ben-Almadina.
De pronto, a pocos metros, las conversaciones de los hombres que los contemplaban acercarse empezaron a ser inteligibles.
—Pues a mí me gusta más la pelirroja.
—La rubia está mucho mejor.
—Callá boludo. Vos no podés aspirar más que a la vieja con cara de caballo.
El Cucharilla no pudo reprimir una rápida mirada a La Peligro que restalló como un látigo.
—¡Tú niñato!¡Mira “palante” no vaya a ser que tropieces y te caigas!
—¡Forzudo!¡Forzudo!—Gritaba uno de ellos hacia el interior de un camarote.--¡Vení, llegó el ejército de salvación!
El cuerpo imponente de Jean Baptiste Legrand apareció. Miró desorientado, sin ver qué le querían mostrar sus compañeros, hasta que sus ojos se clavaron en los de La Peligro.
—¿Peligro?
—¡Ay!—La mujer se detuvo como si le hubiera dado un mareo para luego iniciar una carrera hacia él.--¡Ay mi colorao!¡Mi colorao franchute!¡Ay… Ay… Negra Señora… Ay!
Los compañeros de Jotabé se apartaron asustados ante la representación excesivamente teatral de lo que evidentemente era un reencuentro. Nadie hubiera imaginado que el Forzudo Escarlata tendría amigas con ese aspecto tan poco femenino. La Peligro llegó hasta él. Apenas si alcanzaba a besar su estómago y con dificultad a abrazarle, pero aún así lo hizo.
Los enormes brazos del francés se cerraron contra el ahora insignificante cuerpo de su amiga en lo que pudiera entenderse como la representación del abrazo del oso.
—¡Peligro, qué alegría de verte…!—La separó y la levantó en volandas como si fuera una niña. —¡Qué verdad es que mala hierba nunca muere!
—Niño… Tú estás mucho más aparatoso…—Le dijo pataleando en el aire mientras le tocaba los bíceps duros como piedras.—¡Anda! Suéltame en el suelo, que no estoy para estos trotes.
—¿Hana?
Jotabé dejó atrás a La Peligro sin soltarle del todo la mano y se dirigió al grupo de los recién llegados. Hana se había puesto roja de vergüenza mientras las lágrimas corrían por sus pómulos como dos regueros. El Cucharilla miraba la masa de músculos pelirroja que se acercaba con los ojos como platos.
—¿Quién era esa Tse…?—El coronel no terminó la frase. Sentado sobre un escritorio intentaba ordenar los datos que se iban recibiendo de los distintos puestos de control de la ciudad cuando oyó volver a su asistente y levantó la cara para ver entrar delante de él a una niña de claro origen japonés como si aquél despacho fuera su casa.--¿¡Cómo te atreves!?
—Tenemos que hablar.
El coronel ya se había levantado de su mesa y encañonaba a la pequeña con su pistola. No parecía estar afectado por su capacidad de persuasión y esto puso en guardia a Gallardo que saltó desde el dintel de la puerta del despacho para interponerse entre ella y el arma. El brazo de la chica lo detuvo como una barrera.
—Tenemos que hablar.—Repitió con apremio.
El coronel siguió apuntándola, pero el arma parecía pesar de repente una tonelada. Finalmente dejó caer el brazo.
—¿De qué quiere hablar conmigo una niña?
—De sus planes. De los planes de sus jefes. Hay algo que no está bien.
El militar parecía de pronto cansado. Se dejó caer sobre la silla ofreciéndole a ella la que estaba al otro lado de la mesa. Tsetsuko tomó de la mano a Gallardo y ambos tomaron asiento frente a él. El asistente del coronel cerró educadamente la puerta dejándolos a solas.
—Disculpe, pero tengo que poner al corriente a mi amigo.
Las explicaciones que dio a Gallardo hubieran sonado incomprensibles para el asistente y el capitán, pero no para el coronel que sabía español desde hacía bastantes años.
—Si quieren podemos hablar en su idioma.
—Perfecto, necesito de toda su atención y comprensión y usted necesita de la nuestra.
—Decías que nos estábamos equivocando.
—No en todo. No en todo, desde luego.
Gallardo la miraba asombrado. Hablaba exactamente como una mujer adulta, letrada y curtida, lo cual sabía que era totalmente imposible. Estaba empezando a pensar que La Peligro tenía razón y que la que hablaba no era Tsetsuko sino otra persona, quizás Antonia López.
De repente sintió auténticos deseos de preguntarle cómo estaba, dónde estaba, cuándo iba a volver. Pero la conversación seguía y él debía prestar atención.
—…son los únicos con capacidad para recuperar el dominio del Hombre sobre su entorno. Conservan un nivel aceptable de organización, de desarrollo tecnológico y científico y poseen los suficientes recursos para iniciar esa titánica tarea, pero de nuevo han caído bajo el poder de mentes obtusas, de antes de la Guerra, incapaces de ver más allá del corto plazo.
—No sé si sabes que estás hablando con un simple coronel de ejército chino. No soy yo quien da las órdenes ni determina los objetivos estratégicos de mi país.
—Para nosotros, ahora, eres todo lo que necesitamos.
—¿Para vosotros?—El coronel aún tenía suficiente autonomía como para preguntar y esperar una respuesta. Desde luego no estaba bajo ningún tipo de hipnosis, pensó Gallardo.
—Somos un grupo de personas que quiere iniciar una nueva forma de evolución social. No queremos basar todo en el poder de los recursos materiales, sino en el poder de los recursos intelectuales.
Gallardo supuso que se refería a su padre y el resto de los trabajadores del barco. Se alarmó. En cualquier momento plantearía el motín. Y una cosa era que se desenvolviera por entre aquella gente acompañada de cuatro monigotes y otra muy distinta que fuera capaz de comandar una rebelión, máxime cuando nadie en el barco sabía de su existencia.
—Muy bonito eso de los recursos intelectuales. Sin embargo, al final, todo el mundo necesitas comer.
— Para comer arroz no hace falta robárselo al vecino, sólo hay que saber sembrarlo.
—Un comentario poco afortunado. ¿Acaso nos acusas de ladrones?
—De la peor clase de ladrones que hay, invasores.
—Bueno, en realidad no deberíamos usar determinados… —Intentó intervenir Gallardo.
—Bueno. Reconduzcamos esto. Has dicho antes que no todo lo estamos haciendo mal. Dime algo que me alegre.
La chica sonrió.
—En cierto modo representáis una esperanza para la raza humana.
—Menos mal.
—Para la vieja raza humana.
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