El camino de retorno a su alcoba fue atropellado. Corrían como si les persiguiera alguien o como si, en su destino, estuviese a punto de pasar algo que debían evitar a toda costa. Él iba delante, abriendo paso entre guardias, asesores, miembros de la Corte, operarios o sirvientes que se interponían con saludos, intentos de audiencia o de control. Apenas respondía con un gesto, sin detenerse, mientras tiraba de ella con fuerza.
Su mano, otras veces delicada, aferraba la suya como una garra. Le hacía daño.
—John… John…—Intentaba llamar su atención. Él parecía no escucharla, dando grandes zancadas sin volverse. Ella tenía que apretar su paso, mucho más corto, para no ser arrastrada.
—¡John!—Gritó intentando zafarse.—¡Detente!
Un par de soldados que cruzaban por uno de los corredores transversales se detuvieron al instante, se entendieron con la mirada y cambiaron de rumbo para acercarse a la pareja real. El americano no se había percatado ni del grito de su esposa ni del movimiento de los guardias. En un instante estaban a menos de medio metro.
—¿Ocurre algo Majestad?—Dijo uno de ellos con un hilo de voz.
—No ocurre nada…—Intervino Auger sin detenerse.
—¡Quiero parar!—La reina sólo tuvo que mirar al muchacho a los ojos. Inmediatamente los dos guardias les bloquearon el paso.
—Señor, la reina le ha ordenado que se detenga.—Dijo el soldado con semblante severo y voz autoritaria.
—¿Qué?—Se volvió hacia ella y la miró. Era como si acabara de darse cuenta de que iba tras él.
—Ve más tranquilo, cariño. No hay prisa.—Se giró sonriendo hacia la patrulla.—Gracias joven. Este hombre se pone a pensar en el Estado y se le va el santo al cielo. Pueden seguir con lo que estuvieran haciendo.
—A sus órdenes Majestad.—Y volvieron por donde habían llegado. Antes de volver el recodo la reina pudo ver cómo dejaron escapar una mirada furtiva hacia ellos.
—¿Se puede saber qué pasa?—La sonrisa había desaparecido del rostro de la reina.—Yo tengo más prisa que tú en que me expliques todo lo que ha pasado, pero no puedes llevarme a rastras por la ciudad, no olvides que yo soy la reina.
Elevó el tono de las últimas palabras. El dolor de la mano, por fin liberada, hablaba por ella. Él, habitualmente pálido, palideció un poco más.
—Lo siento mi amor. Acabo de matar a un hombre que venía contra tí. Quiero ponerte a cubierto cuanto antes.—Cómo podía tener aquella mirada tan dulce e inocente. Ella lo había visto actuar, no tuvo piedad ninguna. Los sentimiento contradictorios se agolpaban en su cabeza, necesitaba estar sola, incluso más que las explicaciones.
—Está bien, vamos a caminar como si paseáramos y nos entretendremos donde haga falta. Yo también estoy deseando llegar a mis dependencias.
La sola presencia del americano la intimidaba.
—De todas formas,—Insistió él,—las enfermeras deberán estar impacientes por iniciar tu tratamiento, ya llevamos casi cuatro horas de retraso.
—La reina no tiene por qué correr, y menos por un par de enfermeras.
—Cuanto antes inicies el tratamiento antes estarás en condiciones de comandar este país hacia su nuevo horizonte.
No sabía si cuando hablaba así era sincero o simplemente lanzaba una consigna. Sus palabras ahora le parecieron frías y huecas. Decidió no responder. A partir de ese momento caminaron con paso más ligero de lo normal pero sin correr, saludando y sonriendo a todo el mundo. Al final del último pasillo reconocieron a Múgica, Secretario del Jefe del Ejército, caminando acompañado por dos soldados en su dirección.
—Majestad, por fin os encuentro.—Hablaba para la reina pero no apartaba la mirada de Auger.—El contable del Tesoro. Parece que se ha vuelto loco. Ha matado a los guardias que custodiaban las Cámaras y ha desaparecido, será mejor que os refugiéis hasta que demos con él.
Alguien a quien John debía mucho. Y según Bruno, alguien que formaba parte de ese grupo que había descrito como una especie de “quinta columna” en plena capital. Ella intentó ocultar aún más su rostro macilento.
—No tienes por qué preocuparte,—Echó un brazo sobre el hombro de la reina y la apretó contra su cuerpo,—Bruno Felisi, está muerto. Ha intentado matar a su Majestad pero afortunadamente yo estaba allí.
En la humedad fría de la galería subterránea, al otro lado del muro que le separaba de lo que había sido su refugio y su cárcel, el cuerpo de Bruno Felisi se contrajo emitiendo un gemido de dolor.
No podía recordar dónde estaba ni qué le había sucedido. Le dolía el pecho y la cara. Sangraba. Intentó ponerse de pié. Su cuerpo se quejaba y casi no podía respirar. Tosió. Le vinieron ganas de vomitar pero las contuvo. Estaba empapado, y helado de frío. Buscó con la mano dónde agarrarse para incorporarse. La fría piedra, bajo el agua, no le ofrecía ningún apoyo. Encontró algo. Metálico.
Los recuerdos llegaron de golpe. Aquél hombre le había dado una paliza brutal. El americano. No era un filántropo como quería hacerles creer. Era un soldado. Bien entrenado. El calor, la ira, le hizo sentarse de golpe. Le habían dejado allí, tirado, junto a Vendetta. Evidentemente pensaban que estaba muerto, pero en breve aparecería alguien para llevarse su cuerpo. Debía salir de allí inmediatamente.
—Acompaña a Su Majestad a sus aposentos, debo atender unos asuntos urgentes en el Estado Mayor.
La reina se separó un segundo de su marido. La iba a dejar con aquél muchacho y su escolta para ir a reunirse con “su grupo” antes de darle ninguna explicación.
—¿Tardarás mucho?—Logró decir.
—No cariño. Diez minutos, no más. Indícale a Múgica dónde deben recoger el cadáver del contable, es la mejor prueba de que el mal está conjurado.
John se alejó dejándola junto al secretario. Ni siquiera se volvió para ver cómo se perdían camino de las estancias reales.
El gusto por los pasadizos secretos había alcanzado a todas las culturas que habían construido bajo el monte sobre la que se erigía la antigua Toledo y estaban realmente camuflados. El hecho de que aquellos corredores no hubieran sido descubiertos por los pobladores de la Nueva Toledo era una demostración de ello. Bruno si los conocía. Había tenido tiempo y necesidad de hacerlo durante su destierro interior. Y había un camino para llegar casi a cualquier sitio. Incluida la alcoba de la reina.
—Majestad.—Su ayuda de cámara la estaba esperando junto a las dos enfermeras chinas.—Estábamos esperándoos. Todo está preparado.
—Diles que esperen aquí fuera. Tu ven conmigo.—Se volvió hacia Múgica.—Organiza la recuperación del cadáver de Bruno y vuelve con mi marido cuanto antes.
—A sus órdenes, Majestad.—El chico y sus dos guardias se perdieron en la oscuridad del corredor. Los dos soldados que guardaban la puerta de la alcoba real parecían lo suficientemente preparados para evitar cualquier intento de llegar hasta ella.
La puerta se cerró tras la ayuda de cámara.
—No me voy a someter al tratamiento.
—Pero… Majestad… es una oportunidad para…
—Antes que yo hay mucha gente que necesita esta medicina. Busca a alguien que lo merezca más que yo. Y dile a los guardias que no deje pasar a nadie, excepto a John Auger.
—Como deseéis, Majestad.
La ayuda de cámara se fue algo confusa, pero ejecutó sus instrucciones al milímetro y en un instante las dos enfermeras y ellas se alejaron por el pasillo y la estancia quedó en completo silencio.
La reina dejó su mente en blanco un instante, algo que le había enseñado el propio Bruno durante largas y placenteras sesiones de relax.
Pobre Bruno, pensó. Cuánta gente había dejado en la cuneta para llegar hasta donde había llegado. “Fue por ellos”, se repitió. “Fue por mi país”.
Sabía que se mentía. No todo había sido altruismo. De hecho, el pobre Bruno había sido retirado de su vista simplemente porque había llegado a cansarse de su presencia, y eso no beneficiaba ni perjudicaba a su país.
En cualquier caso, Bruno estaba muerto y ella tenía ante sí una decisión importante: seguir moviéndose tras la estela del americano o tomar su propio camino. El vértigo de la segunda opción la aterrorizó.
De repente tomó consciencia de que en realidad ella no había gobernado nunca su país. Sólo había sido un símbolo tras el cual siempre había habido alguien. El general Mata la mayoría del tiempo.
Ahora había optado por seguir a Auger, más moderno, más joven. Un hombre que aunaba por fin el poder, el sexo y el amor. Pero aquel estúpido de Bruno le había hecho dudar. “¿A quién obedeces?”
—¿Majestad?
Dio un respingo. Miró a su alrededor, no había nadie. Estaba sola, pero aquella voz tan clara…
—Majestad, soy yo. Bruno.
—¡¿No puede ser?!—Se pegó a la pared, temblaba de miedo. Él, debería estar muerto.
—¿Dónde estás?
—No podéis verme. Estoy tras las rejillas de ventilación. Otro pasadizo secreto.
—¡¡¡Guardias!!!
—¡No!—Se oyó un gruñido.—No por favor. Dejad que me explique, luego me iré y no volveré. Nunca jamás.
La puerta de la estancia se abrió de golpe. Los soldados, como dos gigantes, se agolparon bajo el vano.
—¿Ocurre algo, Majestad?
La reina se frotaba las manos nerviosamente. Miró a la rejilla de ventilación, un rectángulo con una estrecha reja de hierro oxidado del tamaño de un rodapié. Creyó ver los ojos de su antiguo amante. Cuántas veces la habría observado desde allí. Quizá supiera lo que hacían John y ella cuando creían que nadie podía verles. Se sonrojó.
—No… perdón. He creído ver un ratón, pero ya se ha ido.
—Avisaremos a Sanidad.
—No. Hacedlo cuando yo no esté aquí, cerrad la puerta.
—De acuerdo.
Una cosa si estaba clara, los guardias aparecerían a su llamada inmediatamente. Eso la tranquilizó. La puerta se cerró y quedó de nuevo a solas. Con unos ojos que la miraban desde la oscuridad.
—Habla de una vez.
—John Auger y sus hombres y mujeres, aquellos que tras la caída de Mata han copado todos los puestos de tu gobierno no trabajan solos. Reciben apoyo y órdenes desde el exterior. Su llegada y su escalada a lo más alto de la pirámide de tu gobierno no han sido casuales, han sido premeditadas y tienen un fin.
—¿Órdenes desde el exterior?—Hablaba hacia su propia imagen en el espejo, no soportaba la sensación de ser observada.—De quién se trata.
—Al principio pensé en gente de los campamentos, pero al desmantelarlos la opción se cayó. Las comunicaciones por radio, en inglés, me llevaron a pensar en sus conciudadanos de las poblaciones del levante. Esa era una buena alternativa, aunque no tenía sentido, estaban demasiado lejos para suponer una ayuda.
—¿Entonces?
—De su jerga, el fondo de sus conversaciones y, como hemos comprobado, su preparación militar he deducido que Jhon Auger no era un agregado comercial de la embajada americana sino un agente de los servicios de inteligencia.
—¡Un espía!—Estuvo a punto de reírse, pero la voz tras la reja continuó.
—Tu gobierno está a punto de caer en manos de tus antiguos aliados.
—¿Los americanos?
—Naturalmente.
—¡Es imposible! Estados Unidos quedó aniquilado bajo las bombas rusas.
—Por eso intentan tomar tu gobierno. Auger habla con alguien que algunas veces no está disponible porque, y cito textualmente, “estaba sumergido”.
—¿Sumergido?¿Qué quiere decir eso?
—Un submarino. Probablemente los últimos reductos americanos viajan bajo el mar. Auger recibe el apoyo de submarinos americanos supervivientes a la Guerra y el invierno nuclear. Y está a punto de poner tu gobierno bajo su mando.
—Pero… Eso no tiene sentido. Él ha hecho mucho hincapié en estrechar lazos con los chinos, no tiene sentido si lo que desea es estrechar lazos con sus compatriotas.
—A menos que todo sea una maniobra de distracción y su objetivo, de él y de lo que queda de su país, sea apropiarse de la tecnología y la medicina china.
—Usar mi gobierno para afianzar el suyo. ¡Qué chorrada!—La reina se había separado de la pared y ya hablaba sin miedo con el hueco oscuro de la rejilla de ventilación.—Estás viviendo antes de la Guerra. Estados Unidos no existe. Puede que existan algunos soldados por aquí, un submarino, cuatro turistas, pero como país no existen.
—¿Qué no existe?—La imagen de John apareció en el espejo, justo detrás de ella.—Con quién hablas.
De repente vio sus imágenes una junto a la otra. Él, perfecto, joven, sin secuelas de la radiactividad, ella, vieja, enferma, monstruosa. Y supo que él no la amaba, no podía amarla, solo la utilizaba para llegar a donde ya había llegado. Y de pronto sintió que lo había perdido todo.
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