05.77: Vendetta


El aire de las cámaras del tesoro estaba lleno de partículas de cobre. Nadie querría permanecer en ellas más de lo imprescindible porque respirarlo era suicidarse poco a poco; pero a él era eso precisamente lo que le atraía de aquellas criptas del siglo I: que nadie le molestaba más de lo necesario.

Quería creerse que su organismo había generado algún tipo de defensa natural contra aquel veneno. Se había acostumbrado a las diarreas y al dolor de tripa, dolencias que por otra parte sufría más del cincuenta por ciento de la población de la ciudad, bastantes metros más arriba. Allí abajo, aparte de aquel sutil polvo que le picaba de vez en cuando en la nariz, no había nada más de que preocuparse. Era el lugar con menos radiación de la ciudad.

Sus dedos verdosos pasaban las páginas lentamente mientras revisaba por enésima vez las reservas acumuladas durante años de “expediciones de reciclaje y aprovisionamiento” como se había dado en llamar a la operación de localización, desmontaje, transporte y almacenaje de cobre.

Primero fueron los tendidos eléctricos y tuberías de las localidades cercanas, las fábricas, los talleres o las centrales eléctricas en desuso. Todo empezaba con la partida de un explorador que, cual hormiga solitaria, iniciaba la expedición de búsqueda y localización registrando aquellas fuentes del metal que fueran potencialmente explotables. Luego venía la expedición de extracción, formada por un número variable de hombres y mujeres, y cuya duración podía alcanzar un par de meses. En ambos casos el precio a pagar por la exposición continuada a la radioactividad en condiciones de trabajo infames era muy alto, pero el premio también era muy atractivo: ganar la categoría de colono y participar en la repoblación que se iba extendiendo por el sur y oeste del país.

Sólo aquellos cuya naturaleza se lo permitiera disfrutarían de su nueva clase más allá de uno o dos años, pero los que lo hacían en condiciones razonables obtenían además el estatus de ciudadano con autorización de libre circulación por la red de enclaves del reino, siempre previa solicitud, y esa posibilidad era mucho mejor que dejarse morir lentamente en los campamentos de refugiados.

En cualquier caso, el metal recolectado terminaba en los talleres de las afueras de la capital donde era prensado en paquetes del tamaño de una caja de galletas y poco más de once kilos de peso para ser trasladados a las cámaras del tesoro donde él los registraba y almacenaba.

Al principio no era el único que se dedicaba a ese menester. De hecho el trabajo de Contable de la Cámara era una responsabilidad rotatoria que recaía sobre un grupo de confianza por turnos. Sin embargo, cuando hacía ya cuatro años la Guardia Real le detuvo acusándole de poner en peligro la integridad de la reina su desempeño de por vida fue la opción más atractiva de las que le ofrecieron. Las otras le alejaban demasiado de su esquiva amante y como él tenía entonces la esperanza de que ella reconsiderase su decisión de no volver a verle, optó por aquél empleo que consideró provisional.

Los meses fueron pasando y el grupo de contables fue reduciéndose a medida que él se hacía cargo de más y más funciones. Para los Contables era un alivio decir adiós para siempre a aquellas húmedas catacumbas y al final llegó un día en que nadie más bajó para acompañarle.

Los años pasaron y su deseo por la reina también se diluyó en un extraño mosaico de recuerdos medio inventados.

Hasta aquella mañana.

Fue por casualidad. Paseaba por la cámara cuatro comprobando el número de paquetes de la última entrega, una expedición que había extraído el metal de una central hidroeléctrica muy al norte, casi oculta bajo la capa de permafrost que aún cubría la mitad septentrional del país. Era un cobre de buena calidad y la expedición había costado algunas vidas de más, lo que a sus ojos lo hacía especialmente valioso.

Estando allí recordó que aquella cámara era probablemente la que la reina y él veían desde uno de los túneles que descubrieron en sus interminables excursiones de exploración de las entrañas de la ciudad, al principio de su llegada. Intentó buscar las troneras a través de las que se veía la cámara y las encontró. Y percibió su olor. Todos sus recuerdos reales y soñados se removieron en su cabeza como si fueran tripas obligadas a digerir un alimento en mal estado. Era ella. Estaba allí. De nuevo le prometió que se verían. Y ahora...

Cerró el libro e inspiró. Tosió. Se frotó la nariz.

Con la última entrega le habían dado un mensaje. No tenía remitente, pero si un sello de lacre para garantizarle que nadie lo había leído. Se echó contra el respaldo de su vieja silla de oficina y lo abrió. Sacó una nota. Estaba doblada, aún podía hacer como si no existiera, como si  lo de aquella mañana hubiera sido otro recuerdo soñado. Pero no lo hizo. Deslizó su tosco pulgar azul verdoso y la desplegó.

“Querido Bruno. No he podido hacer que te permitieran subir, ya sabes que yo soy la primera que debe cumplir las normas. Todos los ojos están puestos en mí, así que no he tenido más remedio que desistir de mi primera intención.

A cambio, he podido convencer a mi esposo para que baje conmigo a nuestro pasadizo secreto. Ahí podremos hablar y podrás decir lo que estimes oportuno. Estoy deseando aclarar tus dudas y me gustaría que él pudiera conocerte y ayudarnos en lo posible para rescatarte de tan largo e injusto castigo.

Esta tarde, sobre las siete, estaremos ahí. Te esperamos.

Un beso.”

¿Un beso?  ¿Tus dudas? ¿Injusto castigo?

Algunas palabras hieren como puñales. Una lágrima rompió la costra que taponaba su lagrimal y empezó a deslizarse por su mejilla.

“¿Mis dudas? ¡Yo no tengo dudas!”

Se levantó arrojando el papel sobre el libro de contabilidad. Empezó a caminar de un lado a otro como un mono enjaulado.

“¿Cómo se atreve a enviarme un beso?”

¿Estaba predispuesto o había sido la carta la que le había hecho estallar de rabia? No lo sabía ni le importaba. Hacía muchos años que se había olvidado de sus caricias y placeres, y de su maldad y traición. Cuando percibió su perfume sólo le vinieron a la mente los buenos recuerdos pero ahora sólo podía recordar de ella su indiferencia, su cobardía, su cinismo y su crueldad. El reencuentro no le había llevado cuatro años atrás sino un poco más cerca, cuando, seguro todavía de que terminaría saliendo de aquella cárcel de metal, preparó su venganza. Se detuvo. Sabía dónde la había dejado. Cómo no saberlo. En la primera cámara, muy cerca de la única puerta de entrada. Por si la salida le cogía de improviso. Cerca de la puerta para que no se le olvidara.

Empezó a caminar con paso decidido. Giró al terminar el muro de lingotes de cobre que aislaba su “despacho” y enfiló el largo corredor jalonado de otros muros de cobre en dirección a la salida de la cámara. Cuántas toneladas de metal podía haber allí. Seguro que lo sabía. Tenía al día hasta el último gramo. Pero aquello ya no le preocupaba, estaba intentando rescatar de su mente el oxidado plan de fuga que había trazado una y otra vez durante meses y meses.

Salió al pasadizo que conectaba las cámaras. Las pocas luces eléctricas que aún permanecían intactas señalaban con dificultad las entradas a la número cinco, la cuatro, la tres… la uno. La salida. Cruzó el umbral.

De nuevo decenas de tabiques de cobre cuarteaban la estancia abovedada formando estrechos y brillantes pasillos que partían del principal, un poco más cómodo. Algunas de las alineaciones de cobre había sufrido la retirada de lingotes para la construcción de maquinaria eléctrica, motores, conducciones, generadores… él solía preguntar, por curiosidad, y lo anotaba en el reverso de la nota de pedido. Últimamente habían empezado a gastar más de lo normal, se veía que estaban construyendo algo grande, pero en ese caso, nadie le dio explicaciones.

—A ti que te importa.—Era la respuesta.

Daba igual, él se terminaba enterando de todo. No era el de la reina el único pasadizo secreto de la Nueva Toledo, había decenas. Y él se los conocía todos. También se conocía a los guardias que había detrás de la puerta. Algunos de ellos eran fácilmente sobornables: un poco de cobre y le dejaban salir durante horas.

De todas formas, siempre volvía, tampoco había nada allí arriba que le invitara a escaparse.

Aquella tarde precisamente no había tenido suerte, los dos que tenían turno eran íntegros hasta la nausea. Si quería salir debía utilizar técnicas mas expeditivas, aunque lo llevaran a un camino sin salida. Porque lo que no iba a hacer es hablar con ella y “su marido” a través de las troneras del muro. Ya no.

Se coló en el último entrante entre dos paredes intactas de lingotes, justo en frente de una zona despejada que se abría al arco de la puerta principal. Otra pared al final, oculta en la penumbra, le cerraba el paso. Movió un lingote concreto e introdujo la mano para tirar de ella. La pared giró sin dificultad sobre un saliente del suelo mostrando una pequeña cámara. Entró y volvió a cerrar.

Aquél era su pequeño taller, donde preparaba los lingotes que sustraía del tesoro para partirlos en trozos y poder sobornar a los guardias o cubrir alguna que otra necesidad fisiológica en los restaurantes y burdeles de la ciudad.

Encendió una pequeña lamparita de aceite y miró a su alrededor. Allí estaba su ropa para subir a la ciudad, una capa con capucha negra como la noche y un viejo disfraz de caballero del siglo de oro comprado a alguna actriz en horas bajas.

Y también estaba ella: “Vendetta”. Roja como la sangre. Una gruesa hoja de cobre del tamaño de su antebrazo con un puño de madera y cuero y un filo cortante como el grito de una dama. Un trabajo de meses, bruñida a base de piedra y arena, sin fuego, sin prisas, sólo con el trabajo de sus brazos y el ardor del despecho.

Casi sin darse cuenta se había quitado los andrajos de miserable usurero real y se estaba vistiendo. No reparó en su cuerpo, delgado y enfermizo, su vista fija en la  espada, corta y robusta como un gladius.

— È il tuo momento amica mia.

Se puso la capa anudándosela al cuello y se guardó el arma sujetándola al cinto, al costado, oculta bajo la tela negra. Apagó la lámpara y esperó un minuto a que sus ojos se acostumbraran a la tenue luminosidad que se colaba entre los resquicios de los lingotes. Luego volvió a abatir la pared de cobre y salió. No cerró ya su puerta secreta. Ya no le haría falta.

Salió del corredor y se dirigió a la puerta de entrada. Llamó con sus nudillos azules.

—¿Qué quieres?

—Creo que estoy enfermo. Quiero ver al médico.

El cerrojo de la puerta sonó, ronco y duro como un sargento. Sabía que aquellas palabras funcionaban siempre. Un corpulento y feo guardia se asomó.

—¿Qué tienes?

—Si son diarreas cierra, el médico no baja por tonterías.—Dijo el otro desde detrás de la puerta.

—Siento que el corazón me late raro. Y una fuerte punzada me sube por el brazo izquierdo.—Se deslizó la mano sobre él para simular el recorrido.

—Está bien, ¿de que coño te has disfrazado?

—Tengo frío, creo que tengo fiebre… tócame.

El guarda alargó su manaza para tocar la frente del contable y en el mismo instante la hoja de Vendetta atravesó su corazón como un látigo de frío metal. Un borbotón de sangre manchó el suelo. Sus piernas se doblaron, sus ojos se quedaron en blanco, su mano soltó la puerta y sus rodillas se clavaron sobre las losas de piedra crujiendo al partirse. El cuerpo del guarda cayó tendido de bruces, su mano extendida, en un intento frustrado de agarrar al contable.

—¿Qué te pasa Paco?—Sólo tuvo que asomar la cabeza, un mandoble calculado mil veces le cortó medio cuello. Se llevó las manos a la yugular que ya no paraba de sangrar a borbotones. Diez segundos después caía sobre las piernas de su compañero.

Bruno limpió la hoja sobre su espalda y se la volvió a guardar antes de subir por los cuerpos y salir al pasadizo exterior.

El camino hasta el siguiente pasadizo oculto podía recorrerlo con los ojos cerrados y desde ése llegar hasta el punto de encuentro a través de una red de retorcidos y estrechos túneles sin tener que salir a los indiscretos corredores de la ciudad.


—¿Era necesario todo esto?— John se dolía del pecho.—Me he sollado entero.

—Necesito estar segura, lo estás haciendo muy bien.

—¿No debería estar por aquí?

—Sí. Ten paciencia.

Al robusto americano le había costado demasiado trabajo pasar a través de la estrecha grieta que comunicaba la escalera con el pasadizo. También le había costado trabajo atender a la solicitud de su esposa: “Es un viejo conocido. Me ha contado ciertas cosas que me gustaría que escucharas de su propia boca.”

También tuvo que aceptar sus reparos para no dejarle subir a la ciudad: “Es un tipo raro, mejor vamos a verle allí donde lo encontré.”

Pero como siempre, él atendió a todos sus deseos. Él sabía cómo había que actuar.

—Bruno… ¿Estás ahí?

—Si.—Contestó una voz en alguna parte.

—Ya conoces a mi esposo, John Auger, John, este que oyes es Bruno, creo que lo conociste el otro día.

—Sí, claro, claro. ¿Qué tal Bruno?

—Dejémonos de protocolos.—La voz sonaba demasiado cerca, como si el contable estuviera a este lado del muro. Ella no podía jurarlo, pero la sola idea de tener contacto físico con él le produjo escalofríos.

—Eso.—Cortó intentado que el encuentro fuera lo más breve posible.—Dí lo que tengas que decir.

—En realidad no soy yo el que tiene que hablar sino ese al que llamas marido. Que explique a qué ha venido aquí y de quién recibe órdenes.

—No te entiendo, Bruno. La reina ya sabe a qué he venido aquí y que sólo recibo órdenes suyas.

—¿Y Mendiola, Múgica, López-Alvarado, García Muñiz,  los hermanos Lopetegui, la jefa de protocolo y todos los coroneles recién nombrados?—La figura del contable se dibujó contra la claridad de las troneras. Un extraño brillo relampagueó un segundo.—¿Son leales a la reina o a ese con quien hablas por radio desde la Torre del Telégrafo?

—No entiendo a qué te refieres. —Bruno se estaba acercando a la reina, John lo notó como una amenaza. —Quédate ahí, mejor mantenemos las distancias.

—¿No sabes de qué hablo? —Continuó acercándose. La reina retrocedió.—“Tango one to Uniform six…” ¿Te suena?

—¡Apártate de la reina!—El americano dio un paso al frente interponiéndose entre ella y él.—Qué llevas ahí, suelta lo que sea que lleves en la mano.

—¿Qué radio?—Ella parecía confusa y aterrada a la vez.—¿De quién está hablando?¿Quién es Uniform six?

—Suelta el arma inmediatamente, es el último aviso. —Sus gritos parecían más querer acallar las dudas de la reina que intimidar a aquella figura menuda que no paraba de acercarse.

Un instante, una fracción de segundo, apenas un fotograma para mostrar la espada sobre la cabeza del contable, dispuesta a caer y a matar. Auger lanzó la pierna derecha como un proyectil contra su rostro. Sonó un golpe seco y un grito sordo mientras la pierna volvía a estrellarse contra la cara por segunda vez. Tres veces. Una vez más, la figura había retrocedido, Auger parecía golpear a la oscuridad, sin embargo todos los golpes acertaban porque todos terminaban en un sonido sordo y un lamento. Por último se oyó caer algo sobre el agua.

John se acercó sin agacharse, tanteando con los pies. De una patada alejó la espada del cuerpo de Bruno Felisi. El sonido metálico la estremeció. —Dios mío. ¿Qué ha pasado, que le has hecho?

—Acabar con él.—Dijo después de creer que su corazón había dejado de latir.—Quería matarte.

—Pero… por qué, qué decía de Mendiola y Múgica, y lo de la radio…

—Estaba loco.—Se acercó al lugar donde había quedado la espada.—Quería matarnos a los dos.—Se agachó un segundo y se levantó.

—Dios mío.—Ella se apretó contra la pared de piedra. El agua le mojó el cabello.—Pero por qué, por qué no esperar a que…

—¿A que le tomaras en serio?—John se acercaba a ella con parsimonia, su  mirada compasiva pero fría observándola, su mano izquierda a delante, como para protegerla. No podía ver su mano derecha. Ella vio algo detrás de él. Un brillo.

—Apártate, no te acerques. Qué llevas ahí.

—Supongo que sabía que no le creerías.—El brazo dio un giro completo recorriendo un arco por detrás. La hoja de cobre brilló amenazadora al pasar sobre su cabeza para quedar suspendida frente a su cara. —Es el arma con la que pretendía matarte. —La arrojó al suelo y la abrazó. —Ya ha pasado todo. Tranquila. —La espada se deslizó sobre el suelo mojado hasta detenerse contra el cuerpo de Bruno.

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