05.76: Lo más preciado


La desaparición de Barbosa parecía no haber afectado demasiado a John que aceptó el suceso sin la menor inquietud, entusiasmado como estaba ante las posibilidades del nuevo invento chino. A ella en cambio la sacó de repente de la secuencia de acontecimientos que se habían estado produciendo a su alrededor y que parecía querer arrastrarla como un torrente.

En los últimos días habían pasado tantas cosas que mientras iniciaba el lento descenso por la tortuosa escalera de la Torre del Telégrafo decidió que aquel ambiente oscuro y silencioso era una buena ocasión para recapitular.

Todo aquel torbellino que ahora se disponía a ordenar tuvo su origen en la extraña aparición del americano entre los refugiados del perímetro. Su sorprendente aspecto y su evidente extranjería llamaron rápidamente la atención de la Guardia Real que lo llevó a la ciudad para interrogarle. Siempre contó la misma historia: Era agregado comercial de la embajada americana de negocios por la costa del levante cuando estalló la Guerra. Durante los días del Caos supo refugiarse de la ira antiamericana de la gente y después, durante los primeros fríos del Invierno Nuclear, logró reunirse con un pequeño grupo de compatriotas con el que terminaría formando una de las comunidades más prósperas del mediterráneo.

Era un hombre ambicioso. Muy ambicioso, ahora lo sabía. Y su historia de que había decidido llegar a la capital del reino para unirse a la élite gobernante “y aportar sus conocimientos y habilidades” cuadraba con algunos rasgos de su personalidad.

Se hubiera podrido en los calabozos del Alcázar o entre las tiendas de lona de los campamentos si ella no lo hubiese rescatado.

Una puerta con un guardia cerraba el siguiente tramo de escalera.

—Majestad, ¿se ha perdido?

—No soldado. Sé perfectamente dónde estoy. Abra la puerta.

El guardia titubeó un segundo antes de sacar una antigua llave y franquearle el paso.

—Cierre. Volveré en unos minutos.

Después de caminar por un estrecho y maloliente pasadizo salió a una amplia sala cuyo techo parecía perderse en el infinito. La luz provenía de arriba, blanca y tenue aunque suficiente para iluminar el siguiente tramo de escaleras. Eran luz natural. También el aire era fresco y aparentemente limpio,  algo que a los habitantes de la capital solía poner bastante nerviosos. Continuó bajando.

El cómo llegó a sus oídos la presencia de John Auger en los calabozos era algo que ignoraban todos, hasta él mismo. A ella le interesaba que continuase el misterio porque implicaba la existencia de una red oculta de informadores al servicio de la reina, y eso le beneficiaba. La explicación real de lo sucedido en cambio era demasiado vulgar como para contarla.  Fue una indiscreción de un carcelero, a la sazón novio de su ayuda de cámara, la que llevó a su conocimiento de la existencia de un “tiarrón guapo de cojones en los calabozos”.

Ella, picada por la curiosidad y un mal disimulado deseo, terminó bajando a los calabozos para comprobar con sus propios ojos que su asistenta se había quedado corta.

Por los corredores de la Nueva Toledo los rumores se extendían sin freno. Todos tenían noticias de las innumerables visitas nocturnas de lo más granado de la tropa a la alcoba real. No es que fuera falso, pero los pasadizos subterráneos eran una perfecta caja de resonancia para las habladurías y la reina se había convertido poco menos que en una mantis humana que devoraba a sus amantes después de que le hicieran el amor.

Aquel hombre que levantó su rostro y le mostró la mirada más dulce que hubiera visto en años fue elegido. Sería la siguiente “víctima”.

Cuando lo subieron a su alcoba con el pretexto de concederle la tan solicitada entrevista y empezó a contarle sus ideas, la víctima desapareció y en su lugar apareció un hombre distinto: ingenioso, educado y elocuente. Cuando al cabo de las pocas horas de charla ésta empezó a derivar hacia el encuentro sexual ella ya estaba enamorada.

Gozó de él como nunca había gozado de un hombre. Y él, lejos de mostrarse nervioso, tímido o confuso, como sus otros amantes, pareció vivir con ella la pasión y el amor con la intensidad despreocupada de un adolescente.

Fue ese el momento en que todo empezó, se dijo.

Los últimos escalones parecían sucios. Agradeció la luz, ya muy apaga, para evitar tropezar con algunos objetos que los salpicaban de vez en cuando. Una grieta entre dos muros sólo permitía el paso de una ligera corriente. Se despojó de su capa y se deslizó por ella conteniendo la respiración. La piedra fría y pegajosa le untó la piel de alguna sustancia repugnante. No sintió asco, tenía la cabeza en otro sitio. Una vez al otro lado de la grieta volvió a ponerse la capa para protegerse del la fría humedad. Delante de ella se abría un nuevo corredor, más húmedo, más fétido. Al final una vaga niebla lechosa le marcaba el camino.

Después vino la vorágine, siguió recordando mientras caminaba, el plan del éxodo, la salida de los refugiados, el intento de rebelión de los militares bajo el mando del General Mata y su propia traición a Auger. Una traición que quedó velada ante la evidencia de un complot mayor para sabotear la evacuación y provocar su propia caída.

Ella estuvo de parte de esos sublevados apenas unas horas, intentando sobrevivir por mimetismo, pero cuando el complot salió a la luz, el protocolo  que la ponía por encima de todos hizo que la gente no pudiera evitar verla como una víctima más. Sin pretenderlo se convirtió en una heroína y, aunque aún dudaba de que John no supiera la terrible verdad, su boda con él acalló toda duda.

Ahora era John y no ella el que tomaba las decisiones importantes. Otra estrategia más para sobrevivir. Su fin siempre había sido el renacimiento de su nación y como le había enseñado la madre de su madre, "una mujer debe saber acoplarse a los hombres para que crean que todo lo controlan ellos y así poder manejarlos".

Era difícil con John. En la cama nunca había mostrado falta de interés, más bien al contrario. En el gobierno siempre dejaba que fuera ella la que diera las órdenes a los subordinados, pero en la realidad era ella la que estaba bajo su poder. A pesar de participar con él en sus reflexiones no podía determinar cuál era el objetivo último de aquél hombre, aunque no dudaba de que éste existía. Y ese escenario era exactamente opuesto al que deseaba.

Y en ese momento apareció el “Constante”. Sin Barbosa pero con un regalo de los chinos que no esperaban: un tratamiento para curar “definitivamente” las secuelas de la radiación. El tratamiento venía con dos enfermeras incluidas y estaba dirigido sólo a ella. John ni siquiera lo dudó. “Cariño, es tu oportunidad. Sana serás mucho más útil a tu pueblo”.

Él sabía cómo decir las cosas.

Pero aquél acuerdo súbito, promovido por el desaparecido Barbosa según le había informado el apenado secretario del general en jefe, Álvaro Múgica, tenía su contrapartida.

Al tratado inicial entre la Corona y el gobierno de la Nueva China que contemplaba el canje de Benalmádena,  su bahía y el cinturón montañoso que las rodeaba por el suministro de importante material militar, de comunicaciones y transporte se añadía ahora un nuevo intercambio: Un tratamiento médico para la reina, su marido, toda la corte y una división de élite de su ejército, unos quinientos guardias reales, durante el tiempo de vigencia del acuerdo. A cambio la corona debía entregarles nada más y nada menos que el tesoro real.

Por fin llegó a la fuente de luz. No había soldados ni cerraduras, el control que acababa de pasar les debía parecer suficiente. Aquél pasadizo, bajo las galerías del Alcázar era desconocido por prácticamente el noventa por ciento de los habitantes de la ciudad. Para los demás no era más que un recorrido de escape. Y así era, en parte. Nadie parecía haber reparado en aquella grieta. Sólo ella y un viejo amigo al que de repente empezó a recordar la conocían, pero él había desaparecido hacia mucho tiempo y a efectos prácticos sólo ella conocía aquel pasadizo. Un pasadizo que terminaba allí, ante una pared con estrechas troneras medievales. Se empinó para mirar al otro lado, para hacer lo que habían hecho todos los reyes a lo largo de la Historia de la Humanidad: contemplar sus posesiones un instante antes de perderlas.

—Hace mucho tiempo que no venís por aquí.—La voz sonó cascada y sin fuerzas, a su derecha, en la oscuridad.

--Quién anda ahí.—Sus músculos resecos se tensaron.

--Alguien que fue abandonado hace mucho tiempo.

—¿Bruno?

Una figura delgada y de poco porte se deslizó desde las sombras. Era un hombre de facciones angulosas y complexión de espantapájaros, apenas un saco de piel para contener sus huesos.

—¿Qué haces aquí?

—Yo también me alegro de veros, Majestad, ¿cuánto hace, tres o cuatro años?

La reina sintió cómo la sangre acudía a sus mejillas. Aquel hombre había sido su amante, el amante que más tiempo le había durado tras la Guerra. Un día decidió que no quería aguantarle más y ante su insistencia tuvo que ordenar a la Guardia que no lo dejaran merodear cerca de donde ella estuviera. Desapareció. Y ahora estaba allí.

—Cuatro años.

—Digamos que trabajo para vos, señora. Soy uno de los contables del tesoro.

—¿Tú? Me pareció decir que…

—Que no debía estar cerca de donde vos estuviera. Este lugar les pareció lo suficientemente lejos.

—Bien.—La reina volvió a tensarse, segura de nuevo ante su posición.—Puedes retirarte, estaba revisando simplemente…

—Estaba echando un último vistazo a las balas de cobre que se almacenan, justo antes de enviárselas a los chinos.

—¿Cómo?

—Estos sótanos son muy aburridos e hilar los trozos de información de unos y otros una buena forma de pasar el rato. Creo que estoy al tanto de todo, excepto de lo que pasa por la cabeza de vos.

De pronto recordó al Bruno de hacía casi un lustro. Era un chico divertido, bien parecido, delgado pero fuerte y un amante excepcional, quizá demasiado amante, sobre todo de terceras personas. Bruno Felisi se unió a la corona en los primeros años de construcción de la Nueva Toledo. Cómo había llegado hasta allí era algo que desconocía, sin embargo su simpatía y buen humor le granjearon rápidamente un lugar en la incipiente Corte. Hasta que ella le puso las manos encima. Un pensamiento alarmante la asaltó: ¿sería realmente una mantis?

—¿Puedo confiar en ti?

Ya había decidido que haría con aquella calavera parlante, así que contarle sus pensamientos no debería suponer ningún riesgo.

—Por supuesto, Majestad, como siempre.—Sus ojos parecieron brillar en el fondo de sus cuencas.

—Como me imagino que sabrás, nos han ofrecido un negocio de mucho interés a cambio de todo el cobre que almacenamos.

—Es un trato interesante, pero… hay algo que con cuadra.

—¿Tan informado estás?

—Es un detalle, como os he dicho, los días son largos y las novedades pocas.

—¿Y qué es eso que no cuadra?

—¿Cómo saben los chinos cuánto cobre almacenamos?

—¿Cómo?

—Si. Ellos han dicho que le entregarán a la corona un determinado número de “bienes” o “servicios”.

—Sí—Le pareció muy profesional, algo lejos de la imagen de divertido juerguista que guardaba de él.

—A cambio de nuestras reservas de cobre.

—Si. Claro.

—¿Cuánto cobre tenéis Majestad?

—Yo, eh… dímelo tú.

—En cuanto termine de inventariar las últimas entregas os lo diré con gusto. Sin embargo, los chinos ya parecen poder evaluar cuánto cobre se van a llevar.

—Supongo que Barbosa…

—Ni Barbosa ni nadie a sus órdenes ha bajado aquí jamás.

—¿Quieres decir que hay un topo de los chinos entre nosotros?

—No exactamente de los chinos.

—Joder Bruno, me estoy quedando helada. Acaba pronto con tus misterios.

—La única persona que ha bajado aquí y ha pedido un estado de inventario en los últimos seis meses ha sido su marido, el señor John Auger, que por cierto preguntó si vos consultabais esos datos de vez en cuando.

—A lo que le contestarías que no.

—Naturalmente.

Ella estaba confusa. Aquél esqueleto pellejudo, apenas una sombra de los restos de su antiguo amante, le estaba contando algo que ponía en entredicho la sinceridad y la lealtad de John. Debía haber algo de cierto porque ella notaba cuando estaba con el americano que él parecía distrarido, como si lo que hablara y lo que pasaba por su cabeza no fueran exactamente lo mismo.

—Seguro que tienes una hipótesis al respecto.

La figura se acercó más a ella. Olía a sudor rancio pero aún así reconoció su olor corporal.

—Me falta información, majestad. Una cosa si tengo clara. Sea cual sea su destino, si deja ir todo el cobre que tiene en las cámaras de seguridad su proyecto de crear una nueva nación se irá al traste.

—¿Ah, si?—Volvió a echar un vistazo a las balas de cobre que se apilaban al otro lado de las troneras.—Y cómo has llegado a esa conclusión.

—Porque sin cobre no podrá construir nada, el progreso tecnológico de su proyecto quedará estancado, dependiente de proveedores externos y su nación se convertirá en un país de mineros-esclavos que trabajarán hasta la extenuación para que un número muy reducido de sus compatriotas tenga una vida mejor.

—Dios mio, qué capacidad de fabulación, Bruno. Ves nuestro futuro como si de una colonia se tratara.

—Exacto. Los chinos no pretenden quedarse con Benalmadina, se piensan apropiar de todo el país.

—¿Y cómo es que John no ha reparado en eso?

La cara apergaminada del hombre se arrugó formando una sonrisa extraña.

—Eso me pregunto yo.

De nuevo los acontecimiento corrían a su alrededor sin freno, llevándola hacia un horizonte que no era capaz de atisbar.

—Serías capaz de repetir todo eso delante de John y algunos miembros de mi diván.

—Sería un honor, señora.—“Después  de tantos años puede que sea mi oportunidad"—Sólo tenéis que solicitar mi presencia.




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