05.75: Tsetsuko


—Ya se van. No os preocupéis.—Susurró Tsetsuko al grupo.

Todos se miraron con la misma expresión de incredulidad. Cómo podía ser que aquella joven que había crecido encerrada bajo cien llaves, al cuidado del Notario y su madre, en medio del caos, el invierno nuclear y el hambre y cuya mente sólo había recibido información escrita pudiese haber entendido lo que hablaban aquellos hombres recubiertos de acero y plástico que se movían como animales de presa buscándolos entre los árboles del bosque.

—Dai ban shixiang ren dan ge!—Se oyó gritar desde lejos—Tamen yinggai zai nali!

Aquellas voces eran rudas, apremiantes. Órdenes, pensó Gallardo. En todos los ejércitos del mundo las órdenes se gritan, las frases terminan en seco, sin posibilidad de respuesta. Eso lo sabía por su experiencia como policía. Recordó cómo en Japón era igual. Órdenes. Aquello era una patrulla militar, de eso no cabía duda y el hombre que estaba justo al otro lado de los arbustos podría haber descubierto sus pisadas, estaban por todas partes, pero el que estaba más abajo debía ser el jefe y si hablaba él y no éste es que de alguna forma reclamaba su atención. ¿Sería eso lo que entendía Tsetsuko o sus conocimientos iban más allá?

La miró de soslayo. Había cambiado. Cuando la dejó semanas atrás para que se refugiaran con los amigos de los Guardianes de la Alameda era una niña de apenas doce años y aunque biológicamente fértil, su aspecto y comportamiento seguían siendo los de la pequeña Tsetsuko, la que creció en la oscuridad. Cuando la noche anterior la vio aparecer no la reconoció. Había crecido, pero sobre todo había madurado.

El joven que no se separaba de ella, un chico sin nombre, la miraba con admiración y cariño.

Él se comportaba como si fuera el macho de aquél harem de mujeres, una de las cuales era la inteligente Hana, y otra la exigente y nunca dócil Peligro, pero ella, la pequeña que ya no era tan niña, era la que en realidad llevaba las riendas.

Al poco rato, casi sin advertirlo, Tsetsuko estaba dirigiendo al grupo, diciendo dónde debían esconder el vehículo, hacia dónde caminar, cuándo esperar y cuándo moverse y hasta él, que también se creía un macho alfa, obedecía sus indicaciones sin objetar nada, principalmente porque no había nada que objetar.

También Larisa y Katerina, dos mujeres fuertes y seguras, quizá dos máquinas de matar con el cuerpo de dos bailarinas de streptease parecían haber aceptado que una niña les dijera qué podían y qué no podían hacer. ¿Cómo puede ser eso?, se preguntó.

Ahora, cuando el miedo atenazaba sus corazones y todos los planes parecían poder naufragar con un solo gesto de aquél hombre acorazado que seguía parado a cuatro metros de ellos, ella parecía tranquila, segura, fuerte. Una seguridad convincente. Sin explicación lógica, Tsetsuko se había convertido en la líder natural de aquél grupo de asustados fugitivos.

El soldado miró hacia los arbustos. Llevaba unas extrañas gafas con indudables funciones electrónicas. Algunas luces en el borde de montura así lo indicaban. ¿Podría verles a pesar de estar inmóviles en una zona oscura y tras una pared de ramas y hojas?

Un escalofrío recorrió su espalda.

El hombre pegó una patada de rabia en el camino y se dirigió de mala gana hacia el que lo llamaba desde abajo. La disciplina, esa gran enemiga de la colaboración, pensó Gallardo recordando cuántas órdenes erróneas había podido dar amparado en su posición inapelable de superioridad jerárquica.

En aquella ocasión jugaba a su favor y en un par de minutos pudieron escuchar cómo el vehículo militar se ponía de nuevo en marcha para alejarse en dirección a la casa donde habían escondido el SUV de la policía de Ben-Almadina. Era posible que lo perdieran pero por ahora estaban a salvo.

—Bien,—dijo Tsetsuko sacando el teléfono de entre los pliegues de su vestido.—Tenemos poco tiempo, llama a Pepo. Quiere decirte algo.

Gallardo se llevó la mano al bolsillo donde había sonado el móvil hacia apenas un minuto. No estaba, naturalmente, había “volado” desde él hasta la mano de la chica de forma milagrosa.

—Cómo…

—No lo sé. Estaba sonando, no podía dejarlo sonar.

—Si, pero cómo…

—Nos queda poco tiempo. Llama, por favor.

El excomisario tomó el aparato para comprobar efectivamente que había una llamada perdida del tecnólogo. Inició la devolución de la llamada alejándose instintivamente del grupo sin dejar de mirarlo. Hana no podía ocultar su sorpresa. El Cucharilla sonreía divertido, Larisa y Katerina parecían ocupadas en comprobar que todo estaba despejado pero la Peligro se había puesto de rodillas frente a la chica sollozando.

—¡Alabado sea el señor!—Decía.—¡Eres la Ninja, la Ninja de los Peines!

—¿Pepo?

A decenas de kilómetros, en la Garganta de los Jipis, Pepo respondía a la llamaba bajo la mirada del Notario y de la mismísima Estrella que apenas cubierta por una jarapa les observaba desde la puerta de su cueva, veinte metros más arriba.

—En primer lugar… cómo estáis.

—Bien, pero no tenemos tiempo. ¿Ocurre algo?

—Eh…—El Notario parecía animarle a que continuara.—Hemos decidido dejar este teléfono en la Garganta de los Jipis, es largo de explicar, pero necesitamos fijar un punto de encuentro porque vamos a estar incomunicados.

—Eso va a ser imposible. Estamos siendo buscados por soldados chinos. No puedo garantizarte un lugar determinado, o sea, que no puedes deshacerte del teléfono. No ahora.

La voz de Gallardo sonó clara en el silencio de la mañana entre las paredes de roca de la Garganta. El Notario hizo un gesto de contrariedad pero Pepo no pudo ocultar su alivio.

—No. Es muy importante que el teléfono quede en manos de la gente que controlará la matriz de partículas.—El Notario parecía decidido.

Gallardo miró a Tsetsuko. Qué podía hacer. No tenían tiempo y no se le ocurría nada. La chica sonreía a La Peligro, aparentemente ajena al conflicto mientras intentaba levantarla con cariño, pero le contestó.

—Dile que hable con ella. —Dijo sin volverse

—Con quién…

—El sabe con quién.

—¿Qué ocurre Gallardo?

—No lo sé. “Habla con ella”—Respondió inseguro.

Pepo se giró hacia la cueva de Estrella. Ella ya bajaba por el camino.

—De acuerdo. Qué más.

—Qué más.

—Cuelga. Ya le llamaremos nosotros.

Gallardo se despidió insistiendo en que sería él el que volvería a ponerse en contacto con ellos. Colgó el teléfono, desactivó el sonido y lo guardó en su bolsillo convencido de que en cualquier momento podría volver a aparecer en la mano de Tsetsuko.

—Vienen de vuelta.—Dijo Katerina apartándose de los arbustos. —Debemos movernos. Rápido.

—No servirá de nada. Ya no da tiempo.—Se quejó Tsetsuko.

Todos quedaron petrificados. Qué quería decir eso exactamente.


—Qué ocurre. ¿Os vais?

—Eh… yo…—Pepo no sabía cómo empezar, pero Estrella no tenía problema.

—Oh, no te preocupes. Sé que tarde o temprano iba a pasar esto, lo que ocurre es que es demasiado temprano. No creo que pasen de las siete.—Se rió de su propio chiste.—Los amigos, de todas formas, se despiden.

—La verdad es que socialmente es un zoquete.

—Gracias Notario. En eso, como en tantas cosas, estamos de acuerdo.—La mujer miró al anciano y éste entendió el mensaje.

—Yo voy a despedirme de algunos amigos no sea que también me pongan colorado.—Le dio una palmada afectuosa a Pepo en el hombro.—Te espero abajo.

La figura de José Antonio se fue alejando mientras se perdía entre los arbustos del camino. Cuando ya estuvo lo suficientemente lejos como para que no pudiera escucharles, Estrella volvió a hablar.

—Me gustaría que te quedaras, de verdad.

—Yo es que…

—No me has dejado terminar.—Ella también le tocó en el hombro. El parecía desear esconderse en la mochila que llevaba a la espalda.—Me gustaría que te quedaras porque se inicia para nosotros una nueva etapa, quizá haya llegado el momento de salir de esta grieta de roca y empezar a reconquistar nuestro mundo y en este incierto futuro me gustaría contar con alguien como tú.

—Yo…

—Tú en cambio estás deseando reunirte con tus amigos de siempre y yo respeto ese deseo, como lo he hecho siempre.

Pepo continuaba bloqueado. La expresión “zoquete emocional” repiqueteaba en su cerebro luchando contra el intento de desvelar ese sentido casi misterioso que le producía la actitud de Estrella. En medio de esa lucha un impulso se abría camino: el de decir adiós y largarse. De repente recordó el asunto del teléfono y alargó la mano hacia ella para dárselo.

—Toma, quiero..., queremos que te quedes con él.

Estrella lo tomó de inmediato aunque con un movimiento lo suficientemente suave como para no mostrar un excesivo interés por el aparato.

—¿Cómo os vais a apañar sin comunicación?—Dijo guardándolo sin pensarlo entre los pliegues de la jarapa.

—No sé. La cosa se ha complicado, al parecer los chinos están pisándole los talones, no hay forma de quedar en un lugar y momento determinado. No al menos a veinticuatro horas de distancia.—Se reajustó la mochila en un gesto de impaciencia.—Ya veremos, no te preocupes.

—¿Y si os acompañamos hasta el encuentro? Así estaríais siempre en contacto y una vez reunidos podríamos volver a la Garganta con este chisme.

—Pero es peligroso, los chinos…

—No te preocupes por los chinos. El mismo grupo que te acompañó a la Cueva del Diablo será capaz de enfrentarse a lo que sea, como has visto son listos, hábiles y valientes.

—¿Tu no vendrás?

—No. No me puedo mover de aquí. Tenemos muchas cosas que discutir y que cambiar en este lugar.—Estrella se abrigó mientras miraba hacia el valle.—Son muchos años de conformismo. Me va a costar convencerles y cuanto antes empiece mejor.

—Yo…

—Yo también.—Le dio un rápido beso en los labios y se giró para subir hacia la cueva.—Esperad abajo a que se organicen. Os acompañaré hasta el paso del sur.


Todos habían quedado congelados. Tsetsuko los miró como si acabara de darse cuenta de su presencia. Sonrió.

—Quizá sea lo mejor.

El blindado se detuvo a diez metros. Tres soldados se apearon y terminaron de subir el camino hasta llegar a los setos.

—Zheng shi zai zheli!

Mientras aquellas voces rudas, desagradables, se acercaban nadie movía un músculo. Los tres se detuvieron justo donde uno de ellos había estado siguiendo las pisadas, al otro lado de los arbustos.

Gallardo intentaba pensar con rapidez. No había gran cosa que hacer. Probablemente los descubrirían. En ese caso debían portarse con mucha calma para no poner más nerviosos a aquellos hombres. Luego estarían a sus expensas y todo dependería de las órdenes que hubieran recibido. Las distintas opciones se ramificaban en la mente del ex comisario como la imagen acelerada del crecimiento de una planta. Más y más variantes. Algunas de las ramas se volvían más robustas y largas, eran  las opciones más probables, otras apenas tenían recorrido. Las probabilidades de que no les pasara nada eran casi las mismas de las que planteaban una ejecución inmediata. En ninguno de los dos casos tenían nada que hacer. Las ramas en las que las probabilidades de salir indemne o morir no estaban claras era de las que su mente prodigiosa debía ocuparse. De repente algo llamó su atención.

—Ni neng bangmang ma?

Era la dulce voz de Tsetsuko. De algún modo había aparecido justo detrás de los soldados. Su rostro reflejaba cierta desorientación inocente. Su mano agarraba el vestido levantándolo ligeramente y dejando ver parte de su pierna. Había algo de pícaro en su actitud. Los soldados también lo notaron. A Gallardo no le llamó la atención que ella hablara chino.

—Kan kan women you she me zai zheli!—El tono de voz del soldado se volvió cálido y suave.

—Kuai lai yu women xiao…

Cualquiera con dos dedos de frente podía saber qué escena se estaba representando al otro lado de los arbustos y cuál iba a ser su desenlace. Hasta el joven e inexperto Cucharilla lo había notado. Hizo un ademán de gritar pero Gallardo le tapó la boca. En su oído le susurró algunas palabras. Hana también iba a salir, pero Larisa y Katerina supieron detenerla. El ex comisario creía saber cuál era la estrategia de Tsetsuko y ahora no tenían más remedio que seguir su juego.

Los soldados se fueron acercando a ella con calma mientras se tocaban obscenamente la entrepierna.

—Wo you yixie dongxi zai zheli, zhe jiang bangzhu ni…

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