09.70: Huanyíng


La reanimación de la tropa zombie había llevado casi toda la mañana. Entre los marineros chinos, la auténtica tripulación del Xin Shi Hai, hubo durante las primeras horas un enorme desconcierto. Era evidente que aquél movimiento no estaba previsto para ese momento de la singladura.

Cuando arribó el dirigible de la Corona, pasado mediodía, todo había vuelto a la calma. 

Los efectivos de la tripulación se tuvieron que duplicar e incluso triplicar en algunos puntos, pero los soldados reanimados ya no tenían que vagar desorientados por las cubiertas. Al contrario, cada contingente que salía de los cilindros de suspensión era recibido por personal de abordo y conducido a las salas de retonificación, luego se les facilitaba una ducha, se les pertrechaba con la vestimenta, escudos y armamento necesarios y se les iba asignado a sus destinos dentro del barco. La mitad de ellos fue conducida hasta las bahías de desembarque desde donde podrían acceder a las lanchas cuando el Estado Mayor diera la orden.

Todo este caos inicial, las órdenes y contraórdenes, la llegada a las pantallas del Estado Mayor del coronel de infatería Jihuá para hacerse cargo del despliegue y la marea de movimientos en las personas que trabajarían en segundo plano, detrás de él, hasta conformar el equipo táctico de desembarco fue observada con aparente indiferencia por Wei Shou desde la privilegiada posición de operador técnico de la sala de control del Mensajero, auténtico centro de mando de abordo, aunque por el momento permaneciera inactivo.

El Xin Shi Hai y todas sus máquinas de guerra eran teledirigidos desde miles de kilómetros de distancia por el Estado Mayor bajo el mando del Almirante Zheng. Pero también contaba con un pequeño puente a bordo, esa sala de control casi apagada que vigilaba aquél joven de aspecto descuidado y sucio.
Él, el operador Wei Shou, no había sido el único con esa misión a bordo del Xinshi. Cuando zarparon de Palikri, en Micronesia, le acompañaban otros dos. Es lo que estaba previsto, tres turnos de ocho horas. Además, al tener que navegar aislados del resto de la tripulación por seguridad, tres personas parecía un número apropiado para evitar conflictos.

Pero Wei tenía otros planes y logró convencer a sus compañeros de que la misión que se iniciaba en Rio Grande no era la primera de una serie que abriría una nueva ruta comercial con el hemisferio norte, sino una misión secreta cuyo fin último era montar una base militar en la mismísima y contaminada Europa. Esto no era totalmente cierto pero se aproximaba más a la realidad que lo contado por sus jefes.

No tuvo que hacer ningún esfuerzo más. El hemisferio norte no gozaba de ningún atractivo en aquellos días. Sus compañeros desertaron y  abandonaran el barco perdiéndose entre las calles de aquel puerto animado y feliz de la más que confortable Tierra del Fuego.

Estando solo en la Sala de Control podría planificar sus siguientes pasos con mucha más libertad, aunque tuviese que trabajar el triple. En sus planes se vislumbraban algunas dificultades que él mismo consideraba tan insalvables que había decidido dejar su resolución “para más adelante”, cuando fuera imprescindible remover los obstáculos.

Pero como llovidos del cielo aparecieron de repente dos superhéroes: Jean Baptiste Legrand, el forzudo escarlata, y Tsetsu Watanabe, el increíblemente veloz japonés alimonado.

Wei los conocía de antes de la Guerra, cuando participaba en una pequeña pero extendida red hacker y charlaba algunas noches con uno que se hacía llamar Peter y que decía pertenecer a una Alianza contra el mal. Un sueño para todo adolescente.

Cuando los vio realizar sus prodigios a través de las pantallas de vigilancia comprendió que aquella milonga que acariciaba sus oídos hacía más de siete años era una realidad y pensó que los obstáculos que se interponían entre sus planes y el éxito habían desaparecido.

Juntos, aun a regañadientes del efectivamente agrio Watanabe, ya habían conseguido planificar todo al milímetro, a pesar de los cambios de dirección del Estado Mayor y los consiguientes reajustes. Nada podía fallar. Nada podía escapar a la hipervelocidad del japonés. Nada podía interponerse en el camino del gigante Jotabé.

Pero la providencia parecía empeñada en jugar a los dados una y otra vez. Cuando despertó el primer soldado en suspensión, el coronel Haipong, jefe de las fuerzas de infantería de la bodega dos, la primera orden que recibió fue la de vigilarle. Lo había podido escuchar él mismo directamente de la conversación entre Haipong y Zheng.

El coronel no pudo obedecer sus órdenes en el primer momento, Haipong no es tonto y sabía que necesitaba tener asegurados varios puntos clave de la nave antes de empezar a desplegar a toda su tropa que por otra parte se estaba despertando a paso ligero.

Wei pudo ver cómo el coronel gritaba órdenes, repartía cargos, insultaba y amenazaba a la tripulación del Xinshi que tropezaba torpemente una y otra vez con una organización repentinamente desbordada.

Fue ese primer momento de desbarajuste el que le permitió ponerse de acuerdo con Watanabe. A partir de ese momento el japonés no podría llamar sin más porque Wei podría estar en presencia de cualquiera que Haipong le hubiera puesto en la sala para vigilarle. Ese era otro obstáculo que habría que eliminar llegado el momento.

Por lo pronto tendrían que acordar el momento de la siguiente llamada y estar en un lugar fuera del alcance de las cámaras de vigilancia y del propio soldado antes de hablar por teléfono.

Era curioso que un artefacto de tecnología casi extraterrestre como lo eran aquellos teléfonos móviles Quatum se comunicaran gracias a un novedoso sistema que permitía gestionar pares de partículas entrelazadas y que sin embargo no contaran con un servicio de mensajería de datos.

—¿Estáis seguros de que manejáis esto como debe ser?—Había preguntado Jotabé.

—Sin duda. Pepo y este Wei no tienen ningún problema con estos trastos.

—¿Y entonces por qué no puedo manda un puto mensaje?

—Según me contó Wei, y creo que lo sabe de primera mano, los teléfonos y la centralita que los conecta fueron robados durante una exposición de telefonía en Corea, unos meses antes de la Guerra, poco antes de que nos fueran enviados.

—Eso ya lo sabíamos.

—Ya, lo que ignoraba, al menos yo, es que no dejaban de ser unos prototipos con algunas funcionalidades activas sólo para impactar a los visitantes. El fabricante, para evitar retrasos, había hecho trampa, por llamarlo así. Había dejado que la comunicación de datos fuese a través de la red convencional de telecomunicaciones. Durante la exposición nadie notaría nada ya que las pruebas de interconexión por enlace de partículas se harían siempre con voz para darle más impacto.

—Ya, pero después de la Guerra…

—Ahora, destruidas las infraestructuras de comunicación, la trampa ha dejado de funcionar y sólo disponemos de la posibilidad de hablar y hablar.

Y hablar se hacía difícil cuando un tipo de dos por dos metros te vigila desde detrás de un visor infrarrojo sin mover un músculo.

—¿Qué se siente después de haber estado en suspensión casi seis meses?

Silencio.

—Me voy a preparar un té. ¿Quieres uno?

Nada.

—Si te hace falta ahí está el excusado. Nadie se va a enterar.

Ni una palabra.

No había forma de romper el silencio con aquél hombre. Y Wei necesitaba que relajara su posición, necesitaba preparar una forma de desarmarle cuanto antes. Todo el plan se pondría en marcha en veinte horas y necesitaba las manos libres para apoyar desde la sala de control los primeros y esenciales movimientos. Pero parecía que iba a ser imposible porque el soldado no le dejaba acercarse a menos de un metro de distancia sin que el cañón de su arma le apuntara directamente a la barriga.

—No te acerques. No tienes porqué acercarte.—Eran las únicas palabras que le había oído pronunciar en las últimas cuatro horas.

Los soldados “mejorados”, como se les llamaba eufemísticamente, habían sido desprovistos de su bazo y en su lugar les habían implantado una unidad que, entre otras cosas, podía alimentarles durante un buen número de días, suministrarle el tratamiento antiradiación o llenar su torrente sanguíneo de estimulantes en caso de necesidad. Esa capacidad, la de recibir la nano-medicina anti radiación y los estimulantes era lo que les convertía en soldados mejorados. Súper-soldados sería el nombre que hubieran escogido para ellos en una película americana.

Pero no todo era bueno. Aquél dispositivo no sólo segregaba alimentos, medicinas y estimulantes. Una de sus funciones era la de, llegado el caso, envenenar a su portador a una señal del centro de control, en Palikri, Micronesia. Esa condena a muerte teledirigida aseguraba la lealtad de aquellos hombres. Una medida que, como estaba comprobando, funcionaba a la perfección.

El propio Wei tenía injertado uno de esos dispositivos aunque a él le habían dicho que sólo era para suministrarle el tratamiento antitumoral que iba a necesitar cuando estuviese bajo la fuerte radiación del hemisferio norte. Si esa era toda la verdad o no, era otro de los asuntos cuya resolución prefería dejar para más adelante.

La pantalla de datos escupía lecturas de los sensores: viento, temperatura, oleaje, presión, radiación, régimen de los motores, generación fotovoltaica, osmosis inversa y un sinfín más de datos menores. La información militar no era visualizada aquí sino en las pantallas del puente de mando operativo, en la cubierta cero, aunque con un solo movimiento de sus dedos todo eso podía cambiar. De hecho tenía autenticas ganas de echar un vistazo a cómo transcurría la operación de desembarco, pero tras mirar de soslayo a la estatua armada que había junto a la puerta llegó a la conclusión de que no era buena idea curiosear donde no estaba autorizado. Tendría que esperar a que llegase la hora de contactar con Watanabe para saber más.

El caso es que el desembarco estaba comenzando en esos momentos.

La costa había aparecido en el horizonte apenas hacía media hora. Benalmadina se veía tranquila, luminosa y apacible. Algunos pesqueros volvían a puerto a toda prisa tras divisar la imponente figura del Mensajero del Mar. A la derecha, un grupo de barcos de vela se consumía bajo las llamas en una pequeña cala, a la izquierda algunas poblaciones pequeñas o grupos humanos se iba haciendo cada vez más raros hasta desaparecer conforme se acercaban al contaminado extremo oeste. Nada más a la vista.

Los aerodeslizadores de desembarco que flotaban junto al Mensajero abrazados por sus bahías podían albergar entre veinte y treinta hombres cada uno además de dar cabida a media docena de vehículos. No había suficientes para realizar la operación en una sola oleada, así que, mientras los primeros salían a la mar en dirección a la costa, los siguientes grupos de soldados y maquinaria se agolpaban en los pantalanes flotantes de las bahías a la espera de su regreso.

—Dios mío, es imprisionante.—Ben Hassan tocaba con los prismáticos en el cristal de la ventana como si quisiera atravesarlos.

—Déjame a mí.—El gobernador no los necesitaba. La inmensa figura del barco se recortaba perfectamente en la línea del horizonte, entre el cielo azul intenso y el oscuro mar.

—Deberíamos irnos,—dijo Al-Bakri levantándose con dificultad,—estarán preparando el desembarco. Supongo que tomarán la playa.

—¿No vamos a presentar batalla?—El gobernador había conseguido los prismáticos.

—¿Has visto lo que han hecho en la bahía de los barcos? Y sin apenas mover un dedo. No. Estamos ante un tiempo nuevo. Nuestro momento ha pasado ya.

—Entonces…

—Declaremos Benalmadina ciudad abierta, informemos a la población, nadie debe provocar a los chinos. Que todo el mundo aprenda a decir Huanyíng.

—¿Huanyíng?

—Bienvenidos.

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