05.71: Bajo la mirada de Caín
La velocidad de la marcha, junto con las irregularidades del terreno parecía que pudieran quebrar las largas y retorcidas piernas del Gamba. Caminaban deprisa para llegar cuanto antes al lugar donde habían tenido que darse la vuelta por culpa de Willy y su afán por mantener la Garganta de los Jipis lejos de cualquier contacto con el resto de la Humanidad. Debían concluir el trabajo de inspección de la catenaria antes de que llegase la noche y aquél “contratiempo” les había retrasado demasiado.
No habían hablado nada prácticamente desde que Estrella acabara con la vida del homeópata alemán. Apenas algunos gestos.
Pepo estaba aún conmocionado por la brutal contundencia de la que creía su novia. Jamás hubiera imaginado que aquella mujer con aspecto de pacifista trasnochada pudiese contener tanto odio. No lograba digerir aquellas imágenes, sus gritos exigentes, su determinación asesina.
Después de todo, aquél larguirucho pendenciero que marchaba tropezando con la grava del lecho de la vía no era tan distinto de la mujer que le había rescatado hacía algunos años. Él al menos no escondía su condición de asesino sicópata. Bufó exasperado.
Nunca había sido demasiado bueno con las relaciones personales. Estrella resolvía todas sus carencias con su frescura y seguridad, ahora en cambio esa actitud le parecía tener otra naturaleza, como si en realidad él y ella hubiesen compartido dos relaciones distintas e inconexas.
—¿Escuchas?
El Gamba se detuvo en seco. El brazo izquierdo hacia atrás indicándole que hiciera lo mismo. El silencio del campo, apenas roto por algunos ruidos de origen desconocido sustituyó al entrechocar de las piedras. Un zumbido ondulante se podía escuchar a lo lejos. No era un sonido natural, no había duda.
—¿Qué es?
—Juguetes, la Guardia Real. Échate a un lado, ahí abajo, escondámonos.
Sin cuestionárselo hizo caso al bandolero.
Tras años viviendo en la Garganta había desarrollado una cierta forma física que alejaba su figura de la del gordito de cibercafé que huyó de la ciudad en mitad de los Días del Caos. Ahora incluso, si le comparabas con aquél larguirucho de piernas desproporcionadas, podía parecer incluso fornido. Sin embargo no tenía ni la décima parte de su agilidad. Para demostrarlo, nada más iniciar la carrera tropezó con una de las traviesas y casi cae de bruces si no llega a ser por él.
—¡Mira por donde pisas capullo!
La zona por la que caminaban era una especie de desfiladero horadado para que las vías del tren no tuvieran que ascender con el terreno. Aprovecharían la zona de sombra del lado sur para pasar desapercibidos antes las miopes cámaras del pequeño dron de la Corona.
—Agáchate.
Obedeció. No temía demasiado a los aparatos de vigilancia, en realidad sólo pasaban de vez en cuando y si alguna patrulla real tuviese la ocurrencia de ir hacia allí alertada por uno de ellos, cuando llegaran, ya estarían bajo tierra, en la húmeda oscuridad de la Cueva del Diablo.
El zumbido se hacía cada vez más nítido, el aparato debía estar muy cerca.
—No es un juguete.—Dijo El Gamba aguzando el oído.
—¿No?¿Entonces…?
—¡Chist!
El sonido no sólo era cada vez más claro sino que su volumen era inusualmente alto y su tono bastante más grave que el del pequeño motor de un dron. También le pareció notar que no era un solo motor.
—Escóndete más, ponte detrás de mí.
—¿Por qué?
—Llevas ropa demasiado clara, yo voy de negro, no preguntes y obedece.
Una sombra se extendió de repente sobre la vía, el zumbido se había convertido en un rugido que resonaba por toda la hendidura. Ambos miraron hacia arriba con evidente aprensión. La figura de un enorme huso tapó por un instante todo el cielo. Pepo reconoció el artefacto. Era un dirigible, como los que imaginaba cuando de pequeño leía a Julio Verne. Por parecérsele tenía hasta una barcaza de madera colgando de una infinidad de cables. No se veía en ella a nadie pero era evidente que estaba tripulado. Cuando los dos motores de popa pasaron sobre sus cabezas pudieron sentir su fuerza.
Lo siguieron con la mirada, sin hablar, sin mover un músculo, sólo los ojos y la cabeza. El artefacto volaba a menos de cien metros de altura, calculó, y se movía a una penosa velocidad, quizá cincuenta o cien kilómetros por hora, era difícil de determinar.
Tras unos minutos alejándose lo perdieron de vista tras una loma. El sonido de los motores empezaba de nuevo a ser ondulante y lejano.
—¿Qué coño era eso?
—Un dirigible, un zepelín si quieres, es…
—¡Ya sé lo que es idiota!—El Gamba se levantó y estiró el cuello para ver si volvía a divisarlo.—Me refiero a que es la primera vez que veo uno de esos chismes de la Guardia Real.
—No podría decir si es de la Corona.
—Yo sí, le he visto el emblema. Tengo que avisar al Diablo. Dame el teléfono.
Pepo titubeó.
—Dámelo cojones, no me lo voy a comer. Debo avisarles, ese trasto puede llevar gente y buenas cámaras. Los podrían descubrir.
Todo aquello era indudablemente cierto, pero algo le decía que no debía dejarle el teléfono.
—Yo le llamo.
La mano del Gamba se movió rápida hacia la faca que tenía en el cinto.
—Dame el teléfono.
Pepo sabía que en un enfrentamiento entre él y el Gamba éste llevaba las de ganar, lo había visto actuar muchas veces.
—Está bien, está bien.—Pepo sacó el móvil del bolsillo de su pantalón y lo encendió.
—Marca tú.—Le ordenó.
Mientras localizaba el contacto y marcaba, lo ojos saltones del Gamba no perdieron de vista sus dedos, su mano abierta no se apartó del mango de la navaja, su respiración trabajaba a machas forzadas, estaba en guardia. El teléfono parpadeó y Pepo se lo entregó.
—Ya está llamando.
El bandolero se echó el aparato al oído y esperó. Apenas un instante después se lo volvió a retirar.
—No lo coge. Estás seguro que has marcado bien.
—Sólo hay media docena de líneas, no tiene ningún misterio. Debes esperar, seguro que está resonando por toda la cueva, dales tiempo.
Volvió a ponérselo en la oreja.
—¿Diablo?
Estaba claro que el jefe de la banda estaba al otro lado, el bandolero se alejó de Pepo mientras empezaba a narrar lo que acababan de ver. El léxico del Gamba no era demasiado rico así que tuvo que echar mano de palabras como “pepino” o "cipote” para describir al zepelín. Casi al instante bajó el tono de voz y Pepo ya no pudo escuchar nada más de la conversación.
Un dirigible, si que era extraño, pensó. Para qué lo usaría la Guardia Real, acaso era una nueva división de su fuerza aérea.
Una vez, estando en la Garganta, oyeron acercase el sonido de un helicóptero, fue una auténtica sorpresa, aunque no llegaron a ver el aparato. Aquello no volvió a repetirse. El combustible fósil se había vuelto tan escaso que utilizar un motor de combustión era una excentricidad. Los mismos SUV de la Guardia Real funcionaban con pilas de combustible e hidrógeno líquido, un peligroso material que la Corona obtenía de una forma que él desconocía. Pero aquellos motores del zepelín sonaban a combustión interna pura y dura. De dónde sacarían la gasolina.
—Ya está, continuemos.—El bandolero estaba guardando el teléfono.
—Devuélvemelo.
—El Diablo me ha ordenado que te lo confisque. No nos fiamos de ti.
—¿A qué viene eso?
—Tus amigas se han fugado, se han ido con El Cucharilla.
Pepo lo sabía, se lo había contado Gallardo, aunque le había aconsejado que no se diese por enterado para evitar tener que dar explicaciones que no tenía.
—¿Cómo que se han ido?
—No te hagas el nuevo, cabrón, se que debéis estar cuchicheándolo todo por aquí.—Señaló el teléfono.—Por eso he de confiscarlo, a partir de ahora no sabrás nada de tus amigos hasta que termines el trabajo.
—Pero… necesito…
—Por supuesto que lo necesitas, por eso te lo quitamos. No nos fiamos de ti.
—Joder Gamba, me has visto volver a reparar la matriz de partículas y he regresado a terminar el trabajo, qué más pruebas quieres de que lo voy a hacer.
—A mi no me líes. Si por mi fueras te rebanaba el cuello aquí mismo. Pero el Diablo quiere tener electricidad, pues nada, tendrá electricidad.
Pepo tragó saliva. Si no disponía del teléfono estaría aislado de sus amigos. Si terminaba el trabajo, quién le garantizaba que podría volver con ellos, al fin y al cabo los bandoleros no eran mucho de devolver lo robado. Una intensa sensación de miedo le asaltó. No solo Estrella no era lo que parecía, sino que las intenciones de la banda del Diablo no estaban claras. Quizá estuviese empeñado en salvar a una gente que no eran lo que él imaginaba. Si los jipis no eran paz y amos y los bandoleros no eran los heroicos defensores de los pobres, qué pintaba él en todo aquello.
—Está bien.—Dijo al fin.—Continuemos.
El bandolero empezó a caminar y Pepo a seguirle. Se le veía tan delgado, quebradizo, frágil. Parecía tan sencillo quitarlo de en medio. Quizá si le daba un fuerte golpe en la cabeza pudiera acabar con él. De repente se sintió extraño. Cómo se le había ocurrido pensar aquello, él no era así, nunca había matado ni agredido a nadie.
—No se te ocurra hacer nada raro.—Dijo el Gamba como si estuviese leyendo su mente.
—¿A qué te refieres?
—Que no se te ocurra escaparte, porque tengo permiso del jefe para acabar contigo a la primera de cambio.
—Si acabas conmigo no tendréis electricidad.
—El Diablo valora mucho más la lealtad que la electricidad. Si le engañas estás muerto. Como lo estarán tus chicas y el Cucharilla cuando los encuentren.—“Como lo estaré yo.” Le faltó añadir.
—¿Qué?
—Cuatro patrullas están buscándolas ahora y te puedo asegurar que no es para acompañarlas hasta la cueva.
—Pero eso… eso es una barbaridad.
—El Diablo me dijo una vez que el mundo había cambiado, que la única forma de sobrevivir era esta: disciplina y fuerza. Él es el que manda y los demás obedecemos, no hay nada que cuestionar.
Hacía tiempo que habían llegado a la conclusión de que la gente del Diablo vivía en una organización fuertemente jerarquizada, casi militar. Las dificultades de aquellos tiempos lo justificaban todo, también la existencia de bandoleros subterráneos. Pero ¿realmente era así? ¿Tenía todo justificación?
El Notario les había contado que, en tiempos oscuros, el hombre se vuelve violento y cruel y que eso no es más que un mecanismo de supervivencia de la especie, es casi un juego de selección natural. Pasó en la antigüedad, en la Edad Media, en los grandes conflictos y conquistas. El más débil debía dejar paso al más fuerte.
Y aquél hombre delgado y aparentemente frágil que caminaba ante él le acababa de dejar claro que él y los suyos eran los fuertes y él, la Peligro, Hana, Tsetsuko o el Notario no. Porque no pertenecían al grupo, no eran leales, no merecían el cuidado y la protección de El Diablo. De nuevo la alarma. Los pensamientos oscuros.
Una barra de hierro se cruzó en ese momento a su paso.
La miró un instante. Miró a su acompañante, caminando dando traspiés entre los raíles. Para qué empeñarse en ayudar a alguien que sólo pensaba en matarte.
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