05.69: No todos los pájaros saben volar
Desde la altura a la que volaban podían ver la escena perfectamente. Los drones chinos estaban atacando a los peregrinos obligándoles a huir para buscar refugio entre las montañas o bajo los pequeños macizos de árboles que jalonaban las riveras cercanas.
—¿Ves lo que has conseguido?
El sombrío rostro de Barbosa no abrió la boca.
—¿Cómo se te ocurre dejarlos en sus manos, sin nuestra protección?
—¿Te refieres a protegerlos con nuestro dirigible de papel?—Hizo un gesto señalando hacia la enorme estructura que se encontraba sobre sus cabezas.
—¡Eres un cobarde!
—No lo niego. El cementerio está lleno de valientes. Yo prefiero seguir vivo.
—Como esos de ahí abajo.
—Eran ellos o nosotros. Además, no podíamos imaginar que los chinos llegasen a nuestras costas con esa potencia bélica, o acaso no te has enamorado de su maravillosa máquina de guerra. —Mendiola hizo un gesto de contrariedad.—El plan de Auger no podía funcionar. Al menos no como lo había diseñado. Los peregrinos no representaban ninguna barrera para contener a los chinos.
—Sobre todo si a la primera de cambio los abandonamos.
—Capitán. Eres un tipo inteligente. Me enseñaron que la inteligencia es la capacidad de adaptarse al entorno. Olvídate del plan original. Ahora todo ha cambiado. Lo importante es que ahí llevamos un primer cargamento de bolsas de medicina y un par de enfermeras para tratar a Su Majestad. Si todo sale bien nos llevaremos la gloria. Esos pobres diablos de ahí abajo ya estaban muertos antes de partir.
—Es verdad. Ellos ya estaban muertos y tú te llevarás la gloria. Y ahí queda todo.
Martín Barbosa creyó ver un destello de maldad. De repente se dio cuenta de lo cerca que estaba de él y de la barandilla del puente. Nadie los veía. Un gesto del capitán podía ser suficiente para precipitarle al vacío.
—No es sólo mérito mío.—Mintió.—Es nuestro logro. Vinimos aquí para saber más de esa extraña medicina de la que nos había hablado el hombre de Gallardo. Y volvemos con ella y con especialistas para tratar a la Reina. Nada de eso habría sido posible sin tu intervención.
—Yo sólo he pilotado este globo. No he negociado nada ni he acordado nada. Todo el “mérito” es tuyo.—Se acercó un poco más.
—No será eso lo que yo le diga a sus majestades.
—Eso será exactamente lo que quiero que le digas a sus majestades. No quiero tener nada que ver con este asqueroso acuerdo.—Mendiola se dio la vuelta y entró en la cabina del piloto dejándole fuertemente agarrado a la barandilla, con el miedo de quien teme ser arrojado por la borda.
La figura del capitán se perdió en la penumbra del interior de la barquilla, él se giró para volver a echar una mirada al horizonte donde algunas explosiones salpicaban la llanura. Quería convencerse de que nadie sufría, aturdido por una culpa que no era propia de su carácter. Las figuras eran demasiado pequeñas para asegurarlo. Notó una presencia tras él. Se giró asustado.
—Entonces, qué ha pasado.
La voz de Gallardo sonaba en el teléfono como un susurro.
—El que se denominaba valido de su majestad,—volvió a repetir Tsetsu,—llegó a un acuerdo con el jefe de la misión comercial: los peregrinos serían disueltos por los chinos y se les facilitaría ayuda médica para a la Reina. Si todo iba bien renegociarían el tratado.
—¿Realmente creen que tienen algo que negociar?
—Los chinos aparentan que sí. Es difícil saber lo que piensa un chino.
—¿Sabes algo de tu familia?
—Están bien. No pude evitar llamarles. Afortunadamente ya habían abandonado la peregrinación. Están esperando a que les llames para fijar el lugar del encuentro, dicen que pueden llegar a los montes de alrededor de Benalmádena al anochecer.—Ocultó que quién decía eso era su hija de doce años.
—¿Y vosotros?, ¿estáis muy lejos de aquí?
—Podríamos llegar en menos de una hora pero al parecer los militares han decidido desembarcar en lanchas a la mitad de los hombres y esperar a tener asegurada la ciudad.
—Aquí todo el mundo está muy nervioso. Los escuadrones que nos acaban de sobrevolar les han terminado de convencer de que les queda muy poco tiempo. No te extrañe que intente un contraataque a la desesperada.
—No tienen nada que hacer. Los barcos que había en la bahía próxima son ahora pasto de las llamas. Se han quedado sin fuerzas navales, por llamarlas de algún modo. Según me ha informado Wei, algunos marineros con armamento ligero han logrado salir de ese infierno, pero en cualquier caso no representan una amenaza contra quinientos soldados entrenados y bien armados.
—O sea, que los de aquí tienen razones para estar asustados.
—Benalmádena es virtualmente una ciudad ocupada.
—¿Crees que es buena idea traer aquí a tu familia?
—Para nada. Lo que te pido es que salgas tú de la ciudad. Quédate con ellas en algún lugar en la montaña hasta que todo pase, aún nos queda lo más difícil.
—¿Seguís creyendo que podéis haceros con el barco?
—Si lo conseguimos tiene que ser en las próximas veinticuatro horas, aprovechando la confusión. No te preocupes, serás el primero en saberlo.
Gallardo frunció el ceño. No quería asustar a su amigo, por eso no le había comentado que no tenía en ese momento ninguna posibilidad de abandonar la ciudad. Larisa y Katerina le seguían más estrechamente que nunca y en cualquier caso, el joven guardia real que aún estaba con él se encontraba herido en el hospital y él no sabía conducir, y mucho menos por mitad del monte.
—Está bien. Nos llamamos a las diecisiete horas. Suerte.
La comunicación se cortó justo en el momento en que la puerta del excusado se abría de golpe. Las dos guardaespaldas se quedaron boquiabiertas mirando el teléfono que aún tenía en sus manos.
—¿De dónde has sacado eso?
—¿Con quién hablabas?
—Veréis,—inconscientemente ocultó el aparato en el bolsillo de su chaqueta,—es una larga historia.
—¡Dame ese chisme!—La mano de Larisa le agarraba la muñeca haciéndole daño. Gallardo hizo ademán de zafarse. La mujer le agarró del cuello con la otra mano.
—Yo que usted le haría caso. Mi hermana no tiene autocontrol.—Katerina parecía más razonable, pero no mostraba ninguna emoción.
Gallardo sabía que si le daba el teléfono probablemente no volvería a verlo. Perdería el contacto con el barco, las chicas y Pepo. Justo en el peor momento. Pero Larisa parecía querer dar la razón a su hermana y le estaba ahogando. A punto de perder el conocimiento sacó el aparato y se lo entregó a Katerina. Larisa le soltó y él inspiró con fuerza echándose las manos a la garganta.
—¿Tienes comunicación con la Reina?
—No. Es particular.—Tosió.
Las dos guardaespaldas se miraron y, de repente, soltaron una carcajada.
—¿Por qué clase de gilipollas nos tomas?
—Es largo de contar, creedme. No tiene nada que ver con la Corona.
—¿Y con los chinos?—Katerina parecía llevar la voz cantante, como si de las dos, ella fuera la inteligente. Larisa le miraba fijamente, tensa, como un depredador vigilando su presa. Gallardo decidió que debía intentar razonar con la primera.
—No con ellos, pero sí con alguien que está cerca de ellos. A esta ciudad le quedan menos de veinticuatro horas para caer en sus manos. Y no podréis evitarlo.
—¿Puedes sacarnos de aquí?—La voz de Katerina era apremiante. Ellas también tenían miedo y aquél barco parecía que zozobraba.
—Podemos sacarnos de aquí mutuamente. He…—dudó un instante,—quedado en un punto de reunión con mi gente, deberíamos encontrarnos en las próximas horas. No tendré ningún problema en que nos acompañéis.
—Deberíamos denunciarle.—Larisa miraba a su hermana interponiéndose entre Gallardo y ella.—No está bien lo que propones.
—Mira esos aviones, mira la columna de humo que sale del fondeadero, mira la cara del gobernador. Recuerda lo que acabas de escuchar. ¿No crees que ya hemos sido suficientemente leales?
Gallardo continuaba sentado en la tapa del váter mirando a aquellas dos enormes mujeres como si fuera un colegial. Katerina tenía razón, pero es posible que Larisa no fuese capaz de entenderla. No era la primera vez que se encontraba con alguien leal hasta la muerte.
—Míralo desde esta perspectiva,—dijo él,—Me acompañáis al punto de encuentro. Si llegado el momento no ocurre nada podéis volver a la ciudad conmigo y entregarme, no sé, decid que intenté fugarme. Si la ciudad cae, como te aseguro que va a suceder, estaréis lo suficientemente lejos como para intentar hacer algo por ellos. Quedarse aquí es ganas de morir sin ninguna oportunidad.
Larisa seguía dudando. No miró en ningún momento a Gallardo, como si no lo hubiese escuchado. Seguía esperando una respuesta de Katerina.
—El guaperas tiene razón. Aquí sólo podremos morir. Ahí arriba podremos planear cómo salvar al gobernador y los demás.
—¿Te fías de él?
Katerina miró a Gallardo por encima del hombro de su hermana durante un instante eterno. Su mano apareció de repente entre el dintel de la puerta y el cuerpo voluptuoso de Larisa con el móvil. Se lo estaba devolviendo. Gallardo lo tomó con rapidez.
—Siempre podrás volver a estrangularle.
—Está bien.—La mujer se apartó a un lado. Gallardo se sintió mucho más seguro que hacía apenas un minuto.—Antes de salir me gustaría pedir una cosa más.
—Si pretendes rescatar a tu guardia, es imposible. El hospital está lleno de policías.
Gallardo suspiró. No es que temiera por la vida del chico, al fin y al cabo era un herido que no ofrecería resistencia alguna. Y los chinos, según le había dado a entender Tsetsu, necesitarían manos para levantar su colonia. Aún así le sabía mal abandonarlo a esa suerte. Tenía que elegir.
—Míralo desde esta perspectiva.—Dijo Larisa con cierta sorna.—Cuando todo acabe, podrás volver a rescatarlo.
Gallardo se levantó como toda respuesta y les hizo un gesto de que podían partir.
—¿Qué quieres?—El rostro de Barbosa se había quedado lívido. El otro no contestó. Sólo su mano fue a parar al pecho del valido.
—¿Qué hac…?—No pudo terminar la frase. Un empujón seguro y calculado le hizo perder el equilibrio. Intentó agarrase a su agresor manoteando en el aire, sin tino. Su cadera se dobló de forma imposible y su cuerpo quedó un segundo flotando en el vacío. De repente supo que todo estaba perdido. Y recordó aquél día en el que estalló la guerra y millones de cristales se le clavaron en la espalda.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario