Estrella parecía enojada. Algo había ocurrido allá arriba que El Notario no era capaz de adivinar, aunque no le extrañó. Después de varios días conviviendo en la Garganta de los Jipis sabía que el estado de ánimo de sus habitantes cambiaba con demasiada frecuencia y sin razón aparente.
El modo de vida de aquella gente les había llamado poderosamente la atención desde el principio, pero a él le había despertado la curiosidad.
Los cambios que habían sufrido sus amigos, compañeros de la otrora legendaria Alianza Inverosímil, iban desde la súper fuerza de Jean-Baptiste Legrand o la impresionante capacidad de moverse a hipervelocidad de Tsetsu Watanabe hasta la sorprendente capacidad de análisis de Alfonso Gallardo o la casi infinita para comprender y manejar la tecnología de Pepo.
Todos tenían parte de los poderes de la entonces todopoderosa y ahora desaparecida Antonia López. La Ninja de los Peines.
Él también tenía su superpoder aunque fuese, en comparación, bastante aburrido. A él le había tocado ser la “base de datos” de aquél sistema.
Durante años, cuando el invierno nuclear sumía al Mundo en la oscuridad y el frío, la Alianza quedó descompuesta con algunos de sus miembros separados por miles de kilómetros de distancia, incomunicados en medio de una civilización extinta. La red de teléfonos interconectada mediante partículas entrelazadas había dejado de funcionar y el único que podía volverla a poner en marcha se había refugiado entre aquella gente que aparentaba una vida en armonía.
Y mientras todos buscaron algo que llevarse a la boca, él, además buscó libros. Los leyó a increíble velocidad y, lo que era mejor, sin olvidar ni una coma.
El mundo pasaba por la oscuridad más absoluta mientras él llenaba su mente de luz. La luz del conocimiento.
Aprendió muchas cosas, pero nunca resultaron ser demasiadas. Siempre había lugar para saber más, más información para recordar, más capacidad para inferir.
Cuando llegaron a la Cueva del Diablo huyendo de la extinción programada de la vieja ciudad descubrió una organización férrea, atenazada por el miedo a los enemigos externos, llena de normas y reglas inquebrantables, gobernada con mano dura, dominada por la obediencia ciega. Una dictadura sólo justificable por las extremas condiciones que les había tocado vivir.
Las mujeres a un lado, los hombres a otro, la reproducción controlada, los medios de supervivencia centralizados y gestionados por una élite encabezada por el líder del grupo: El Diablo, un hombre cuyo sobrenombre pretendía asustar no sólo a sus enemigos. Nadie en la Cueva del Diablo se podía permitir sacar los pies del tiesto. Se veía en sus ojos cuando el nombre del Diablo resonaba contra las paredes de roca.
En la Garganta de los Jipis en cambio descubrió un territorio inesperado, lleno de gente que vivía en comunidad, cordial, colaborativa, imaginativa. Un mundo exento de jerarquías y presiones. Otro enfoque para sobrevivir a esas mismas condiciones extremas. Además, mientras la gente de la Cueva vivía bajo tierra, a oscuras, sin aire, los de la Garganta disfrutaban de un maravilloso paraíso lleno de luz, frescor y vida.
Pero la realidad no estaba tan teñida de rosa.
Después de unos días descubrió soterradas luchas internas, celos, grupúsculos enemigos de otros grupúsculos, lucha de intereses, apenas visible pero reconocible si uno se fijaba bien en algunos gestos, movimientos sutiles que mostraban afectos y enemistades.
También aquí había un líder. La tenía delante de él, con el ceño fruncido por la contrariedad. Sabía que si había un momento en el que pudiera rascar algo en la superficie correosa de la personalidad de Estrella era aquél.
—¿Ocurre algo?
La mujer lo miró. Había mucha gente como él en La Garganta. Gente mayor, probablemente cancerosa, delgada, pellejuda, frágil.
—No es nada Notario. Sólo que estoy un poco cansada.
—¿De vivir aquí o simplemente de vivir?
Estrella lo miró sorprendida.
—¿Qué diferencia hay?
Era cierto. No importaba. Para los habitantes de la Garganta no había otro sitio donde ir. Aquél era su paraíso, su reducto de naturaleza salvaje y amable. Alrededor sólo había terruño y muerte. Incluso durante los años oscuros la Garganta había conservado una especie de microclima que suavizó los rigores del invierno nuclear. Ahora era un paraje realmente bello que escondía bajo su belleza un nivel de radioactividad incompatible con la vida.
—No me refiero al paisaje.—Aclaró.—Hablo del paisanaje.
Estrella sonrió amargamente.
—Sí. El “paisanaje” me tiene un poco harta.
—¿Ha ocurrido algo ahí arriba?
La mujer parecía atareada con algunas cosas de la cueva.
—¿Quieres un té?
—¿Te refieres a ese brebaje que soléis beber?
—Es té aunque tenga mariguana, nos sentará bien.
—No, no me gusta estar adormecido, pero a ti seguro que te vendrá bien.
Estrella sacó un puñado de yerba de un cuenco y lo introdujo en un pequeño cazo de metal, luego salió un momento de la cueva para llenarlo de agua de uno de los caños que corría por la pared exterior, volvió junto al Notario y lo colocó sobre un pequeño infernillo eléctrico.
—He matado a Willy.—Dijo mientras conectaba el aparato.
El viejo notario tuvo que reprimir un gesto de miedo. Si le había reconocido aquello era mejor no reprochárselo. Quizá pudiera aprender algo nuevo. De cualquier forma aquél charlatán de feria que se hacía pasar por médico no le caía demasiado bien.
—¿Te sientes mejor?—Se le ocurrió decir.
—¡Uf…!—Miraba con la vista perdida cómo el agua se calentaba.—No lo sé. Estoy harta.
El la observó un momento. Qué pasaría por aquella cabeza, se preguntó. No parecía demasiado afectada por lo que acababa de suceder, lo cual no le extrañaba demasiado. Aquél lugar no era realmente lo que parecía.
—Hizo algo que no debía, supongo.
—Era un estúpido. Y además…
“Y además cuestionaba tu liderazgo”, se cayó. —Dame uno de esos, pero sírvemelo ya, no quiero que esté muy cargado.
Estrella lo miró con afecto.
—¡Ay viejo!—Retiró el cazo con la ayuda de un trozo de tela. —¡Con lo que habréis pasado en la ciudad y yo aquí contándote mis historias sin importancia!
—Todas las historias son importantes. Matar a una persona es importante, aunque nos cueste recordarlo.
—Le he salvado el pellejo al estúpido de tu amigo.
—¿A Pepo?¿Pero no estaba en…?
—El imbécil del cabeza cuadrada había desconectado el chisme ese del teléfono, Pepo había vuelto a ver por qué no funcionaba y él le estaba esperando arriba con dos capullos para rebanarle el cuello.—Le acercó el cuenco humeante.—Menos mal que el larguirucho vino a avisarme.
—¿Está bien?
—¿Quién? ¿Pepo?—Bebió un largo sorbo.—En cuanto conectó el aparato volvió a lo que estaba haciendo. Todavía no tengo claro que sea buena idea.
—¿Lo de dar energía a los del Diablo?
—Ese tío es un grandísimo capullo, no sé cómo la gente está con él. Menos mal que se fue.
—¿El Diablo vivió en la Garganta?
—Estaba aquí cuando estalló la Guerra. Pero al poco tiempo tuvimos nuestros roces. De repente se sintió con la necesidad de organizarnos a todos. Lo mandamos al carajo.
—Pues es a eso a lo que se dedica. Es el jefe de su banda, pero también de la comunidad que la sustenta. Un tipo ciertamente duro.
—Por eso no estoy segura de darle la energía, pero tampoco me apetece llevarle la contraria. Podría representar un peligro para nosotros.
—Yo creo que has hecho bien. La propia comunidad del Diablo se suavizará cuando mejoren sus condiciones. En el fondo todos mejoramos cuando la vida es más fácil.
—¿Crees que tienen arreglo?
—Creo que sí.—“Aunque igual ni tú ni yo lo veamos”
Los dos bebieron. José Antonio notó como se le erizaba el vello de la nuca. Ahora empezaba a sentir ese ligero cosquilleo en la cabeza que anticipaba la sensación de placidez de la yerba.
—¿No has enviado a nadie para ayudarles?
—Se me olvidó, con toda la movida del Willy, pero ya van de camino unos cuantos, me gustaría que todo esto terminara cuanto antes y volver a la normalidad.
—Por qué no hablas con El Diablo. Si ya os conocéis podríais reentablar una relación más o menos cordial.
—¡Ni loca!—Apuró el cuenco. —¡Ese tío me pone enferma!
“Pues si supieras lo que hace con las mujeres”
—El liderazgo tiene sus obligaciones. Deberías anteponer los intereses de tu grupo a los tuyos propios.
Estrella lo miró con desconfianza.
—¿Y eso lo dice…?
—Lo digo yo. Y te puedo asegurar que decenas de sabios antes que yo.
—Es verdad, que tu eres como la Wikipedia de la postguerra.—Rió.—Lo pensaré. No te hagas ilusiones.
—Procuraré no hacérmelas.—Sonrió.
No apartaba la vista de las largas piernas del Gamba. Parecía tan frágil intentando no perder el equilibrio entre la grava del lecho de la vía. Había estado a punto de tomar una barra de acero del camino e intentar destrozarle la cabeza pero sabía que, en cuanto lo intentara, aquél tipo desgarbado que le antecedía se giraría y le clavaría la navaja en el corazón.
—Devuélveme el teléfono. Tengo que estar en contacto con mis amigos, nos tenemos que coordinar.
—El Diablo es quien manda, lo sabes. No insistas, a menos que quieras que te deje un recuerdo en alguna parte de tu cuerpo.
A pesar de las apariencias El Gamba era todo un asesino de élite.
—¡Eh!—Se oyó a sus espaldas. El bandolero se giró como un resorte. Él también. Cuatro figuras les hacían gestos desde el horizonte.
—¿Quiénes son esos?
—No sé, no logro distinguir. Serán de la Garganta.
—Más piojosos. Qué coño pasará ahora.—Sin que se diera cuenta se acercó a él. Le puso la navaja en el costado.—No necesitamos ayuda.—Le susurró al oído.— Les dices que se den la vuelta y se larguen. ¿Está claro?
—Pero… sí necesitamos ayuda.
—Obedéceme.—La navaja apretó entre sus costillas.—No necesitamos ayuda.
Las cuatro figuras se fueron definiendo. Eran tres hombres y una mujer. Su forma de vestir era cláramente de la Garganta. A uno de ellos lo recordaba de aquella mañana. Era gente de Estrella, afortunadamente.
—Esperad. Os ayudaremos.
La navaja volvió a presionar el costado de Pepo.
—No hace falta. Iremos más deprisa si vamos nosotros dos solos.
La mujer hizo un gesto de extrañeza ante la excesiva proximidad del bandolero y Pepo.
—¿Qué ocurre?¿Queréis intimidad?
Los visitantes rieron.
—Si.—Dijo secamente mientras abrazaba a Pepo con fuerza.—Creo que tenemos derecho.
Pepo se puso rojo de vergüenza y se zafó de él instintivamente. La navaja quedó a la vista.
—¡Tiene una navaja!
—Suéltala.—Gritó la mujer. Su voz chillona se perdió instantáneamente en la llanura. Pepo aprovechó la sorpresa del Gamba para acercarse a los otros. El bandolero bajó el arma.
—¿Qué haces capullo?—Sacó el teléfono de uno de los bolsillos de su chaleco y lo tiró sobre las piedras—Si no vuelves conmigo te quedas sin este chisme.—Levantó el pié y lo puso delicadamente sobre el aparato.
—¡No… no!—Pepo intentó dar un paso al frente. Los otros le detuvieron.
—Soltadme. Necesito ese teléfono. No lo entendéis.
—Claro que lo entendemos.—Dijo la mujer adelantándose.—Si pisas el teléfono eres hombre muerto.
—No me asustas, conejito. Ya soy hombre muerto, me da igual.
—Pues entonces…—Dijo ella girándose hacia su grupo.—Vuelve con él, lo hemos intentado.
Pepo quedó libre. Temblando. Por un momento había pensado que quizá aquella gente sabría cómo convencer a aquel energúmeno, pero fue una esperanza de un microsegundo. No había remedio. Empezó a caminar hacia el bandolero.
—Ven conmigo, chaval.—Volvió a levantar el arma.—Y vosotros, ya os estáis dando la vuel…
Algo brillante pasó junto a la cara de Pepo. Más que verlo, lo sintió. Al instante estaba clavado en el pecho del Gamba. Era una estrella metálica del tamaño de la palma de una mano. El bandolero trastabilló hacia atrás echándose las manos al corazón para arrancársela. Cuando lo hizo, la sangre salió a borbotones, como si de un surtidor intermitente se tratara. Tropezó con una de las traviesas y cayó de espaldas. Tosió. Y ya no volvió a moverse.
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