05.67: Nada que ofrecer
La comitiva caminaba por la cubierta cero del Xin Shi Hai aparentemente ajena a lo que le rodeaba. Martin Barbosa hacía esfuerzos para no mirar todo con el asombro que le pedía aquella maravilla tecnológica.
A su lado, el dirigible de la Corona parecía un cucurucho de papel, un trozo del decorado de un teatro de cartón piedra.
Todos los sentidos le informaban de ello. La vista, sin duda, el oído, acariciado por un leve zumbido interrumpido de vez en cuando por algún sonido armónico de aviso.
El tacto.
Sus pies notaban la firmeza y homogeneidad del suelo, un rasgo de esa artificial capacidad del hombre de hacer cosa rectas, lisas, sin fallo ni fisura.
De pronto, tanto él como sus acompañantes habían sido trasladados al pasado, ese pasado mejor en el que todo era exactamente como el Hombre quería que fuera.
—Nos hubiera gustado poder trasportarle en un vehículo, pero en estos momentos todo está alborotado por la inminente llegada a nuestro destino, les ruego que nos perdonen.
Las palabras de la traductora brotaron al unísono de las del que acababa de presentarse como Yang Yi, Jefe de la Misión Comercial. Ambos mostraban un teatral gesto de tribulación mientras hablaban. Barbosa, curtido en las escuelas de negocio británicas de antes de la Guerra, sabía perfectamente que este paseo por la cubierta del barco no tenía otro propósito que el de transmitir de forma clara las dimensiones del buque, de hacerles sentirse exactamente como se sentían: inferiores.
Pero el valido agradeció de todas formas el alarde. Así podría captar el máximo número de detalles e informar con mayor precisión a su majestad.
No podía evaluar si todo lo que veía era tecnológicamente importante ni siquiera determinar para qué servían la mayoría de las cosas. Su falta de pericia le obligaría a contemplar las cosas de forma superficial, a guiarse por el aspecto o las sensaciones que le transmitían, pero eso era exactamente lo que miraría si estuviese haciendo la inspección de un nuevo producto. Y de eso si sabía.
Sabía que un buen aspecto esconde, normalmente, una confección cuidada, una calidad en los materiales que implica una inversión importante y un alto nivel de especialización y profesionalidad.
En el Mensajero del Mar, como le había traducido Yang, todo tenía un aspecto impoluto. El suelo estaba dividido en un sinnúmero de rampas o trampillas de distintos tamaños perfectamente señalizadas e inidentificadas, aunque él fuera incapaz de saber qué escondían. Eso sí, todas encajaban a la perfección en su hueco, ninguna formaba escalón o desnivel ni se separaba de la plataforma fija más de medio centímetro. Eso era sinónimo de calidad, planificación y correcta construcción.
La luz natural entraba por la abertura provisional de la gran cúpula que cubría toda la cubierta. En los extremos, allá donde no alcanzaba con suficiente fuerza, una cuidada distribución de líneas de luz permitían trabajar a una tripulación organizada, correctamente vestida y ajena al protocolario paseo que les llevaba desde la escalerilla del Z7 “Constante” hasta una rampa que se abría doscientos metros más adelante en dirección a popa.
Los lados de babor y estribor estaban ocupados por construcciones, oficinas o salas de control, a través de cuyas ventanas se podía ver trabajar algunas personas. Bajo esta primera planta se extendía una sucesión de hangares o almacenes de los que entraban y salían otras personas con vehículos y cargamento.
La actividad era intensa pero no estridente, lo que también indicaba una buena capacidad de organización y por lo tanto una gran madurez. Había connotaciones militares, sobre todo en la forma de moverse de algunas de las personas que alcanzaba a ver. Había grupos que caminaban casi en formación, con el paso sincronizado y portando algunos objetos que parecían rifles o fusiles. Podrían formar parte de algún cuerpo de seguridad aunque dado el número casi parecía al auténtica tripulación del barco.
Un estruendo le llamó la atención. Un avión había penetrado bajo la cúpula a través de una abertura en la popa y pasaba junto a ellos a gran velocidad mientras sacaba el tren de aterrizaje. No pudo controlar el impulso y se giró para ver mejor el aparato.
Era un caza, no cabía duda.
Proyectó un par de chorros de fuego hacia delante y frenó en seco. De haber sido un avión tripulado el piloto debería estar chorreando por la carlinga como una masa informe. Pero estaba seguro de que aquél era un avión no tripulado como los de la Guardia Real. Eso sí, infinitamente más grande y temible.
Antes de volver a mirar hacia adelante pudo apreciar cómo parte del suelo delante del aparato se empezaba a abrir hacia arriba. Eso eran las centenas de rampas y compuertas del suelo, entradas y salidas de armamento. Aquello no era un carguero comercial, aquello era un buque de la armada. Y la tripulación no eran estibadores, eran soldados.
Tragó saliva e intentó esconder la subida de adrenalina que le había provocado aquel pensamiento.
China no había llegado allí para montar una colonia comercial sino para montar una base militar. Y si ellos habían logrado llegar hasta el Mensajero en menos de cuatro horas, con los motores del Constante al cien por cien, cuánto tardarían en llegar aquellos aviones automáticos hasta la mismísima reina, ¿diez?, ¿veinte minutos?
De repente su cerebro parecía necesitar más espacio del que disponía. Sintió como el calor inundó su torrente sanguíneo. Necesitaba ordenar su pensamiento, ¡qué cojones!, Necesitaba gritar. Pero se contuvo. Respiró.
Todo aquello tenía una primera consecuencia: Qué capacidad de negociación queda cuando todo el poder lo tiene el otro.
Yang se giró hacia la traductora y le hizo un gesto. Ella asintió y se dirigió a él señalando las escaleras que se abrían en el suelo.
—Después de usted, señor Barbosa.
Qué contrapartidas ofrecer a alguien que lo tiene todo. A alguien que puede amenazarte de esa forma. Recordó al general Mata y su oposición al plan de tierra por suministros, ahora lo comprendía.
Sin darse cuenta se vio buscando la mirada del capitán Mendiola. Quizá él tuviera alguna respuesta a aquella terrible pregunta. Pero el capitán parecía en esos momentos más maravillado ante el despliegue de tecnología que les rodeaba que preocupado por sus consecuencias.
Y entonces recordó el gran problema de los militares: son como niños con juguetes carísimos.
Lo habían demostrado en la última guerra. La Guerra. Aquella que había destruido el mundo por completo.
No, no podía confiar en la mente de un militar, debía resolver el asunto a su manera. ¿Acaso no era él el que le había vendido acciones de Lehman Brother al mismísimo ministro de economía?
“Debes de dejarles pensar que son ellos los que controlan”. ¿Y qué hacer cuando son realmente ellos los que controlan? Era inútil. Su preparador ya no existía. Estaba solo.
Caminaban por un ancho corredor flanqueado por escotillas cerradas a derecha e izquierda. La iluminación aquí era bastante pobre y pudo observar algunas manchas de óxido en pequeños rincones.
Por muy perfecto que fuera algo, siempre había pequeños rincones donde la imperfección se hacía fuerte. Si. Siempre había algo que no se podía controlar. Decidió fijar su mente en ese concepto: Pequeños rincones.
Uno de los escoltas se adelantó y abrió una puerta a la derecha echándose a un lado para dejar paso a la comitiva. Se encontraron ante una amplia sala de reuniones dominada por una gran mesa cuadrada de aspecto muy liviano, una gran pantalla, en el fondo, y fotos a derecha e izquierda de condecoradísimos militares chinos. No faltaba, por supuesto, un retrato de Mao Zedong justo encima de la pantalla.
Fueron tomando asiento según el riguroso orden que les fue indicando uno de los hombres de Yang. Barbosa tuvo el honor de sentarse justo enfrente de Yang y la traductora, a la izquierda de Mendiola y demasiado lejos de Márquez, su secretario.
Cuando la puerta se cerró dejándolos cara a cara el silencio duró demasiado tiempo, una eternidad. Hasta que Yang Yi lo rompió con gesto severo. En esta ocasión, la traductora no pronunció palabra hasta el final de su locución, dejando así que sus palabras resonaran rotundas y graves entre las cuatro paredes.
—Nos hemos sorprendido de esta inesperada visita. Sus mensajes de radio, entrecortados, no nos habían aclarado nada.
Yang habló otro tanto.
—Espero que las razones justifiquen este encuentro.
Barbosa observó a su contrincante. Frente al amable anfitrión de la cubierta, Yang se mostraba ahora como un ofendido oponente, severo y seguro. Podía decirse que se extrañaba que un estado soberano hiciera una visita a un barco que entraba en sus aguas. Pero tenía razón. Quién eran ellos para molestar a este gigante.
—Ha sido precisamente esa dificultad en las comunicaciones las que nos han aconsejado acercarnos físicamente a ustedes para poner en común algunas ideas.
Al contrario que con Yang, la traductora se empleó a fondo desde la primera palabra impidiendo que él pudiera también hacer retumbar su voz.
—Bien, ya están aquí. Cuáles son esas ideas.
—En primer lugar pedirles disculpas por la inesperada marea humana que se dirige hacia Benalmádena. Hemos sido incapaces de evitarla, como podrá imaginar.
—No son esas las noticias que tengo. Uno de esos… zepelines suministra provisiones a los caminantes cada dos días, tenemos pruebas documentales.
—No de nuestro gobierno, señor. Nosotros hemos intentado evitarlo, pero nuestra capacidad disuasoria es minúscula.
—De esa disponemos nosotros en abundancia, si no es un problema para ustedes déjenos a nosotros que nos ocupemos.
—Les estaremos eternamente agradecidos.
Mendiola miró un segundo a su compañero de mesa. Apenas se pudo intuir la cara de asombro. El valido estaba dejando a su suerte a decenas de miles de compatriotas. Eso no era lo dispuesto por John. Sin embargo, el capitán mantuvo la calma necesaria para no llamar la atención.
—Alguna cosa más.
—Hemos tenido noticias de unos apósitos que…
—El precio por la concesión de la colonia comercial ya está fijado con sus autoridades,—Interrumpió.—No querrán cambiar las condiciones, ¿verdad?
—No. Pero si quizá el tipo de producto que nos gustaría recibir como pago de esa concesión. Si no es una molestia para ustedes.
Yang volvió a sonreír aunque ahora su sonrisa parecía mucho más sincera. Barbosa no supo si relajarse o echarse a correr.
—Está bien. En ese caso tendremos que renegociar algunos términos. En nuestro mundo, no valen lo mismo las armas que la medicina. Sobre todo ésta medicina.
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