—¿Hana?
—Por fin... creía que no llegábamos.
—¿Os ha ocurrido algo?
—Algunas cosas, y esto ha estado cortado casi toda la mañana, pero parece que por ahora todo está bajo control.
—No me gusta ver el mensaje de que no hay conexión, temí que hubiese ocurrido algo grave.
—A saber qué estará trasteando Pepo por ahí. Bueno, supongo que no vamos a hablar de eso, ¿verdad?
—¡Desde luego! ¿Tenéis ya información sobre qué son y a dónde va esa gente?, he logrado ausentarme durante unos minutos de la reunión con el gobernador pero no puedo tardar demasiado en volver.
Gallardo susurraba al terminal dentro de uno de los escusados del servicio de personal del antiguo hotel reconvertido en residencia del gobernador. Al otro lado de la línea, Hana, su hija, el Cucharilla y la Peligro hablaban escondidos tras una peña, lejos de las letanías de los peregrinos.
—La mayoría de esta gente son refugiados de la Corona. Provienen de los alrededores de Toledo y se dirigen hacia…—Hana miró donde le señalaba el Cucharilla en el mapa,—un pequeño valle próximo a donde estás tú,—Se acercó más al mapa para poder leer el pequeño rótulo.
—Benalmádena.
—O sea que no estábamos demasiado equivocados…—La figura elegante de Gallardo parecía un tanto ridícula sentado sobre la tapa de la taza del váter como si fuera un colegial escondido de sus profesores.—Y habéis averiguado con qué propósito caminan hacia aquí.
—Son guiados por un grupo al que llaman los misioneros. Van cantando y rezando en lo que parece un éxodo religioso. Esperan llegar a una tierra prometida.
—Una cruzada. Justo lo que le faltaba a este mundo.—La Peligro asentía con la mirada perdida mientras escuchaban la conversación.—¿Y sabéis si la Corona está implicada, hay alguien que pudierais identificar como “del gobierno”?
—No exactamente, pero cada dos días reciben víveres y algunas medicinas que les lanzan desde dirigibles con el escudo de la Guardia Real. Los misioneros, que forman una élite o casta que camina al frente, intercambian mensajes con la tripulación de los globos a través cuerdas porque los aparatos nunca tocan el suelo. ¿Ustedes creéis que los misioneros son de la Guardia Real o del gobierno de la Corona o algo así?
La pregunta pilló desprevenidos a Tsetsuko y los demás, pero contestaron casi al unísono.
—¡Sí hombre!—Protestó el Cucharilla.
—¡Si son de la Guardia Real la Corona está de capa caída!
—Tienen pinta de piratas o bando…—Tsetsuko se calló al caer en la cuenta de lo que iba a decir.
—Tienen peor pinta que los bandoleros.—Corrigió el chico.
Gallardon pensó unos segundos. No eran de la Corona pero recibía su ayuda. Caminaban hacia la inmediaciones de Benalmádena pero no hacia la propia ciudad. Es una masa idiotizada por la religión, capaz de cualquier cosa si se lo pedían los líderes que sí mantienen contacto con la Guardia Real.
Creía tener todas las piezas del puzle aunque aún había huecos que podían contener cualquier cosa y cambiarlo todo.
—¿Y los chinos, tienen algo que ver?
—En absoluto, de hecho nos han confundido con ellos acusándonos de espías, de lo que deduzco que no les caen bien los chinos.
—¿Os ha pasado algo?
—No, no. Pero esta gente está bastante fuera de sí y no sé cómo puede terminar esto. Quisiera poder irnos, no me siento segura.
—Tienes razón. Debéis alejaros de ellos. No es sólo por lo que cuentas. Los de aquí están bastante asustados y me temo que estén preparando algún tipo de ataque o emboscada para cerrarles el paso o desviar su camino. ¿Crees que podrás venir hacia aquí por un camino distinto y sin levantar sospechas?
Hana miró al Cucharilla esperando una respuesta. El chico asintió con seguridad.
—Sin problemas.
—Perfecto. Ahora tengo que colgar, os llamaré a las seis de la tarde. Suerte.
—Igualmente.
La comunicación se cortó.
Debía salir cuanto antes del servicio o Larisa y Katerina tirarían a patadas la puerta. Pero antes tenía que hacer una llamada. Era arriesgado, pero debía hacerla.
—¿Qué ocurre?
—No sé. La gente comenta algo de una visita.
—¿Aquí, en el XinShi?—Jotabé se encogió de hombros—Como no nos visite un calamar gigante.
—Voy a ver.—Tsetsu se dirigió a los servicios de la cubierta uno. Era el lugar desde el que podía pasar a hipervelocidad sin que Wei tuviera que editar media docena de grabaciones de las cámaras de seguridad.
Una visita al barco era algo altamente improbable y podría tratarse de uno más de los bulos inventados por unos enrolados que ya empezaban a aburrirse. Pero se encontraban lo suficientemente cerca de la costa como para que pudiera ser creíble. Y les interesaba saber quién se acercaba a saludar al Mensajero del Mar en aras de preservar sus planes de motín.
Tanto los dormitorios de los enrolados como los de la tripulación china, las salas de recreo, los comedores o el gimnasio carecían de ventanas por lo que la información se basaba en conjeturas formuladas a partir de algunos comentarios oídos a la tripulación que subía y bajaba de la cubierta cero.
Conforme se dirigía a la puerta del servicio observó cómo los chinos caminaban más de prisa de lo habitual y lo hacían con semblantes de preocupación. Estaba claro que algo pasaba ahí fuera.
Nada más entrar en el servicio la visión le cambió. Las luces del Xin Shi Hai eran del tipo fluorescente y la frecuencia de la electricidad que las alimentaba las hacía parpadear a una velocidad de entre 50 y 60 veces por segundo.
El ojo humano no podía apreciar este vertiginoso parpadeo pero el de alguien que se movía a hipervelocidad si. Ahora todas las luces se encendían y apagaban con parsimonia, como si se hallase en una lenta discoteca de fría luz blanca lo cual dificultaba la visión del japonés de forma considerable.
Por suerte, a hipervelocidad, Watanabe no tenía prisa. Curiosamente.
Como él se movía mucho más rápido que el parpadeo de la luz, nadie podía verle, siempre que se mantuviera en movimiento, claro.
Si se quedaba quieto cualquiera podría ver que en el espacio que él ocupaba algo borroso temblaba, una figura irreconocible, como un borrón de gas, por eso procuraba no detenerse en ningún lugar demasiado a la vista.
Ahora caminaba por el pasillo en dirección a la cubierta cero para ver qué era aquello que inquietaba a la tripulación. Nadie parecía verle y nadie le impidió el paso.
La cubierta cero contaba con una sobrecubierta a modo de techo que en ese momento se encontraba abierta dejando el cielo a la vista. Un par de drones como los que había visto en el hangar de la cubierta dos permanecían flotando en medio del azul intenso. Pero había algo más.
Como salido de un relato de Julio Verne, un enorme globo alargado de color pergamino se asomaba por el lado de babor con una curiosa barquilla de madera colgando bajo su panza. Dos motores de hélice a cada lado de la cola parecían ser los responsables de que aquel anacronismo se moviera. Las letras G y R en el costado, separadas por la imagen simplificada de lo que parecía ser una corona servían de distintivo.
Podía volver al dormitorio P4 y poner al tanto a Jotabé, pero era mucho más importante ver quién se bajaba de aquél armatoste y quién le esperaba en cubierta, así que decidió pasar a velocidad normal después de esconderse en una de las trampillas para amarres de las muchas que había por toda la cubierta.
El sonido de los motores del dirigible le llamó la atención. Mientras que las pasadas de los drones sonaban como latigazos, su ronroneo le retrotrajo a las viejas historias de la segunda guerra mundial, cuando los caza Zero sembraban el terror sobre la flota aliada.
El dirigible era grande, quizá cien o ciento veinte metros de largo, sin embargo, comparado con el Xin Shi Hai, de más del doble de longitud, parecía frágil, casi de juguete. No tanto por esa diferencia de tamaño como por la calidad de los materiales. El barco era de un impoluto blanco y azul eléctrico, sus líneas eran limpias y seguras, su textura firme. El globo en cambio era de un impreciso color miel, a manchas, con zonas del fuselaje levantadas que dejaban entrever sus tripas. Decenas de cables a la vista formaban el aparejo que fijaba la barquilla de madera a la estructura superior. Sólo algunas piezas de acero galvanizado le hacían parecer menos arcaico.
Mientras observaba por la hendidura que dejaba la trampilla entreabierta de su escondite notó como su teléfono empezaba a vibrar.
Habían convenido que no se llamarían fuera de las horas previstas porque tanto Gallardo, como él o Jotabé podrían estar en una situación comprometedora y en aquellos tiempos un teléfono móvil funcionando no es que fuera algo llamativo, es que era algo increíble.
Llevaban sin conexión un par de horas y, aunque llegados a ese punto en el que casi podía ver la silueta de la costa nada le importaba más que poner el pié en tierra, sintió un cierto temor por volver a estar incomunicados. Pero ahora sonaba, eso era bueno, aunque fuera del horario convenido, eso no.
Se agachó dejando que la trampilla se cerrara sobre su cabeza y sacó el teléfono de su bolsillo en la oscuriudad. Era Gallardo. Descolgó.
—¿Gallardo?
—¿Podemos hablar?
—Claro que podemos. ¿Ocurre algo?
—Necesito información. Urgente.
—Pregunta.
—¿Existe una conexión entre la Corona y los chinos?
Tsetsu sintió un golpe metálico y grave, entreabrió la trampilla y vio cómo los marineros chinos se afanaban por agarrar las cuerdas que les largaban desde la barcaza del dirigible.
—¿Te suenan las siglas G y R con una corona en el centro?
—Claro. Es el distintivo de la Guardia Real, lo que queda del ejército de lo que queda de este país.
—Pues estoy viendo cómo un dirigible de esa Guardia Real está siendo recibido como amigo en la cubierta del Mensajero del Mar. Si esto responde a tu pregunta…
—¡Lo sabía!
—¿Necesitas alguna cosa más?
—No, bueno sí. No te pierdas detalle.
—No te preocupes.
—Gracias amigo. Nos llamamos a las ocho.
—De acuerdo. Cuídate.
No hay comentarios:
Publicar un comentario