05.63: Colonos o conquistadores




El hangar de los dirigibles era una grieta horizontal en la ladera Este de la ciudad-fortaleza de Nuevo Toledo sacada a la luz tras el derribo de las construcciones de la antigua Bajada de San Martin.

Al principio las autoridades de la Corte no consideraron el lugar de interés, sino más bien un flanco difícil de defender, por lo que retrajeron la última y más alta muralla de circunvalación más al oeste colindando casi con el antiguo Monasterio de San Juan de los Reyes hoy convertido en las instalaciones exteriores de la Escuela de Comandancia de la Guardia Real. 

No obstante tres murallas más, además del cauce del río Tajo, separaban el hangar de campo abierto, lo que permitía proteger un posible uso futuro, como era el caso en el momento presente en el que lo que allí se hacía resultaba ser de gran interés para la pareja real.

Porque el hombre y la mujer que hacían su entrada a la gigantesca cueva seguidos de una decena de personas no eran otros que la Reina y el Rey consorte, auténticos dueños de los recursos de aquel bastión capitalino y del corazón de sus habitantes, eternamente agradecidos de vivir en un lugar con más comodidades de las que podían esperarse en aquellos tiempos.

Además pars la cohorte de personajes y personajillos que les acompañaban, los reyes eran el centro de atención de los operarios que intentaba no perder de vista la figura del zepelín número siete  desde las balconadas de acero de la pared del fondo.

—La verdad es que es impresionante.

—Demasiado grande, cariño.—Dijo John Auster, el rey consorte, con cierto desdén aunque sin dejar de sonreír.—La mayoría es helio y papel, sólo la barquilla que tiene adosada bajo la estructura es espacio útil.

—Aún así es impresionante.—Contestó ella sin dejarse intimidar.

Para Auster aquello no era más que una demostración del atraso tecnológico de los tiempos. Para la Reina en cambio era un símbolo del renacer de su nación.

A pesar de las dificultades para recrear una industria saqueada y abandonada, la Corona, sometida a la tiranía de la importación o el reciclaje de viejos artefactos industriales o electrónicos y gracias a las extravagantes ideas del Ingeniero Sánchez de Gandarilla había conseguido poner en pie una rudimentaria fábrica de dirigibles allí mismo consiguiendo extender de un plumazo su capacidad de transporte a mayor distancia y de forma bastante más económica. Era una lástima que Sánchez de Gandarilla, además del General Mata y algunos otros mandos militares, hubiese estado mezclado en una conspiración para acabar con su majestad y no pudiera disfrutar de los frutos de sus desvelos mientras esperaba en los calabozos de la Guardia Real a que a la Reina le “apeteciera” conmutarles la pena de muerte por alta traición por la de destierro más allá de los pirineos, cosa que en si misma era otra sentencia de muerte.

Pero ahora todas esas cosas estaban lejos de la cabeza de la Reina. Ante ella, ocultando casi totalmente el trozo de cielo que se veía en la boca de la grieta-hangar se encontraba el dirigible Z-7 “Constante”, procedente del sur de la península tras haber realizado uno de los vuelos de avituallamiento de los peregrinos, refugiadod convencidos de abandonar los campamentos de alrededor de la ciudad para irse a vivir a “una nueva tierra”.

Auger había sido completamente fiel a su palabra y en ningún momento había dejado de mandar día sí, día no, el cargamento de paquetes de complejos alimenticios fabricados por la factoría de procesamiento de nutrientes que se encontraba al otro lado de la montaña.

Desde que se fueran los refugiados los alrededores de la ciudad habían cambiado notablemente. Los campamentos habían sido desmantelados, después de quemar sus restos en un incendio que duró casi seis días. En su lugar se levantaba un laberinto de vallas, alambre de espinos, minas y torretas de vigilancia que servían de extenso y doloroso primer perímetro de protección de la ciudad. Sin embargo, aún las fábricas de procesamiento de nutrientes trbajaban a pleno rendimiento debido a ese compromiso del rey consorte de apoyar la peregrinación hasta el final.

Todo iba según lo previsto. Los peregrinos caminaban a buen ritmo hacia los alrededores de Benalmádena y ningún grupo significativo había cambiado su rumbo. Benalmádena, ciudad que la Corona utilizaría como medio de pago de más suministros y material era quizá la principal razón que movió a los golpistas en su intento de derrocar a la corona o al menos de hacerla “recapacitar”, aunque el detonante no había sido otro que la persona que ahora gozaba del reconocimiento de toda la ciudad y que hacía apenas seis semanas había llegado con lo puesto. El rey, el flamante rey consorte, había conseguido eliminar de un plumazo cualquier oposición en su acercamiento a la Reina y era él el que en realidad dirigía toda la operación de trueque de la ciudad por mercancía y el asentamiento de miles de indigentes en las fronteras del nuevo enclave extranjero a modo de escudo humano.

Pero las noticias que habían llegado de Benalmádena, procedentes de su enviado Alfonso Gallardo habían causado inquietud en la alcoba real.

En aquella ciudad, que en la práctica no era una ciudad del reino, la gente vivía sin radiación, sin peligros, como antiguamente. Pero lo más importante era que la gente disponía de una medicina que eliminaba los efectos nocivos de la radiactividad. Gallardo había escrito aquello presuponiendo que la Corona ya sabía de la existencia de aquella medicina, pero tanto Auger como la propia Reina se habían mirado extrañados cuando leyeron el párrafo que hacía referencia a ella.

—¿Tú sabías algo, Lett?

—En absoluto. Ni creo que nadie supiera aquí de semejante milagro.

—¿Ni el general?

—El general menos que nadie. Nunca se interesó realmente por esa ciudad, sólo le preocupaba la integridad territorial de nuestra antigua nación, quizá porque estuvo mamando patriotismo durante toda su vida.

—El enviado parece creer sin embargo que aquí lo sabíamos.

—Es un hombre listo, según Barbosa, y está claro que nos considera igualmente listos a nosotros, pero no teníamos ni idea. En cualquier caso, me gustaría tener esa medicina. Según sus palabras él y los dos guardias que le acompañan parecen otras personas mucho más jóvenes y lozanas.

—Si es cierto lo que cuenta, a todos nos gustaría tenerla.

—¿Cómo van las conversaciones con el responsable de los colonos?

—Lentas. Ya sabes que hay dificultades para las comunicaciones de radio.

Fueron lentas sin duda, pero al final consiguieron hacerse entender y aquél día iban a embarcar dos embajadores de la corona en el “Constante” rumbo al sur con la única misión de obtener ese prodigio de la ciencia china. Porque el Valido de su Majestad Martín Barbosa y su secretario estaban más que preparados para establecer el primer tratado por escrito entre la Corona y los colonos en lo que sería, si todo iba bien, un buen acuerdo para ambas partes.

Eliminados los obstáculos internos, obtenida la información necesaria del enviado Alfonso Gallardo y encontrándose los peregrinos a menos de una jornada de camino había llegado ese momento tan importante para el futuro de la nación. Allí estaban acompañando a los reyes el Valido Martín Barbosa, su secretario José María Márquez, el flamante jefe militar de la Casa Real, Álvaro Múgica, el nuevo Jefe de las Reales Fuerzas Armadas, el general Íñigo Robledano y un importante número de coroneles, vicesecretarios y ministros. Toda una embajada del poder de la ciudad para despedir al que llevaba sobre sus hombros el más importante encargo de aquél país desde hacía siete años.

El dirigible maniobraba con sus motores a toda velocidad para conseguir la máxima precisión mientras agachaba el morro para introducirse dentro de la grieta. El rugido de las hélices dificultaban la comunicación entre los operarios que habían tenido que sustituir los mensajes verbales por un conjunto de señas con los brazos y las manos mientras que los fuertes chorros de aire barrían el suelo del hangar formando remolinos a su alrededor.

Uno agarró uno de los cabos que le tiraron desde la proa por una pequeña ventana abierta en el fuselaje de papel y madera y lo enganchó a un pequeño tractor de apariencia pesada que la fue acercando hasta uno de los bolardos de amarre donde otro par de hombres la ataron. Lo mismo hicieron otros con otros tantod cabos tirados desde distintas ventanas del dirigible a lo largo del través de babor.

Finalmente, la nave pareció quedar razonablemente fijada al hangar y los operarios empezaron a comunicar señales de trabajo finalizado. Los motores se apagaron y todo quedó en un profundo silencio durante un segundo para recobrar el jaleo de gritos y órdenes de las últimas operaciones de atraque.

—Bien Barbosa,—Intervino el Rey poniendo la mano sobre el hombro derecho del Valido,—no tardarán más de una hora y media en cargar los paquetes de alimentos y el combustible, subamos para dar los últimos detalles a tu misión. Señores, embarquemos.

Su majestad, la reina, ya se había acostumbrado a que aquél americano alto y bien parecido fuese el que, aun en su presencia, llevara la voz cantante. No le importaba, de hecho le agradaba no tener que estar diciendo esto o aquello. Después de siete años de lucha bien merecía ser espectadora durante algunos meses.

Su ayuda de cámara le había intentado prevenir sobre cierto rumor que se había extendido por la entrañas de Nueva Toledo según el cual, el llevaba la batuta del reino y ella llevaba la batuta de él. Un chascarrillo que no pudo por menos que arrancarle una sonrisa.

—Déjalos que se rían. John lleva muy bien ambas batutas.—Le guiñó un ojo.

Una comitiva mucho menor que la que quedó en el balcón de autoridades atravesó el hangar y subió por la pasarela hasta la entrada de la barquilla donde les esperaba el piloto, el capitán Mendiola, íntimo del rey.

—Amigo John, ¿o debería decir Majestad?

—Mejor acostúmbrese a decir lo segundo, capitán, no sea que tenga que enfrentarse a un consejo de guerra por desacato.—La voz de la reina al pasar a su lado sonó seca y rotunda.

—Por… por supuesto majestad… es.

—Capitán,—Dijo John guiñándole un ojo,—condúzcanos al puente.

—He pensado que mejor nos reunimos en el pañol de popa. No es un sitio confortable pero si lo suficientemente espacioso para acogernos a todos.

—Así sea.

De nuevo la comitiva se puso en marcha aunque ahora todo era mucho más incómodo. El corredor que les llevaba hasta la parte de atrás de la bsrquilla era tan estrecho que les obligaba a hacer extrañas contorsiones para dejar paso a los miembros de la tripulación con los que se cruzaba, congelados por otra parte ante la presencia regia. La Reina se mostró cercana y agradable, algo que sólo había conseguido después de muchas noches de alcoba con el rey consorte. Su rostro, salpicado por mil marcas, parecía menos monstruoso de lo que se comentaba cuando su boca lo arrugaba en una sonrisa.

—Maldito cabrón,—Susurró Auger al oído de Mendiola,—quería conocer el puente de este artilugio y me has quitado la oportunidad.

—No te… se preocupe majestad,—respondió con sorna,—en cuanto que termine la reunió con gusto les acercaré a vos y a su majestad al puente del “Constante”. De todas formas le prevengo, es un aparato de antes de la revolución industrial pero sin los bonitos tubos y bocinas de cobre que imaginara Julio Verne. Sólo madera y plástico. Nada que ver con los drones de ataque de los "colonos".

—Por el tono parece que no cree que sean una embajada comercial.

—Créeme John, yo se distinguir entre un dron y un caza. Eso no ha podido salir de un buque de pasaje.

—¿Crees que tienen intención de invadirnos?

—No lo sé,—dejó pasar a un mecánico cargado con un pesado maletín de herramientas,—pero estoy empezando a pensar que quizá no haya sido tan buena idea cederles parte de nuestro territorio.

—¿Te has hecho del General Mata?

—No digas tonterías. Además, está eso de la milagrosa medicina anti-radiación.

—Eso es lo que espero de esta misión, Mendiola, quiero saber qué hay de verdad en todo eso.

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