05.62: El médico alemán


—¡Eh!¡Vosotras!—El grito sonó a sus espaldas.

Desde que se incorporaran al grupo no habían pasado más de dos horas. La mayoría de los que habían levantado el campamento caminaban junto a ellos con paso cansino, sin pronunciar palabra alguna, siguiendo una ruta marcada en sus mentes como si fueran aves migratorias tras su líder.

Hana no había permitido a Tsetsuko separarse de ella con el pretexto de que la necesitaba para entender bien el español. En realidad fueron las torvas miradas que interceptaba de vez en cuando las que le habían aconsejado que no se alejaran los unos de los otros.

Distinta fortuna tuvo con El Cucharilla que poseído por un desconocido espíritu militar iba y venía sin control informándolas de que ocurría acá o allá. En cierto modo gracias a él sabían más cosas de las que habrían obtenido hablando con los que caminaban más próximos. La mayoría de la gente no sabía muy bien porqué caminaba o a donde iba.

Gracias a las incursiones de El Cucharilla supieron que aquello era una peregrinación hacia una supuesta “tierra prometida” que se encontraba “al sur”, sin más señas. Los extraños mimbres religiosos de aquella peregrinación se notaban además de en la denominación de su meta en la actitud de los caminantes. Algunos grupos ronroneaban cánticos de alabanza a Dios o al lider, otros caminaban descalzos y un importante número de individuos portaba estandartes y banderas con cruces.

Abría la marcha un grupo de notables pulcramente vestido, dentro de la tónica general de aspecto desarrapado, y delante de ellos el líder, un hombre grueso y de baja estatura, cabeza redonda y piel oscura que caminaba mirando hacia el horizonte con una ligera sonrisa en los labios, como si estuviese siendo conducido por el Altísimo. Junto a él se movía una mujer andrajosa pero de modales más cuidados, al menos eso le pareció a El Cucharilla.

—Se ve que es la segunda al mando. Es como la Juana, pero distinta. Esta es más fina.

La Peligro había tenido que reprimir un exabrupto para no llamar la atención de los caminantes que les rodeaban. “¿Fina? Tu puta madre sí que es fina”, hubiera dicho mirando el aspecto de los peregrinos. De todas formas, su cautela le sirvió de poco.

Aquél grito a sus espaldas parecía querer decirle que habían sido descubiertas.

—¡Eh!¡Vosotras!¡Deteneos ahora mismo!

Sólo Tsetsuko tuvo la osadía de volver la cabeza. Un par de matones armados con sendos palos se les acercaban dando empujones a todo aquél que se les interponía.

—Creo que es a nosotros, mamá.
Hana sopesó un instante las opciones mientras escuchaba acercarse el tumulto.

—Detengámonos. Es mejor colaborar. Recordad lo que nos contó El Cucharilla: todos vienen de Toledo, pero hay gente que se ha unido a lo largo del camino. Nosotros somos de éstos últimos, desde hace… un par de días.

El grupo formado por Hana, su hija y La Peligro se detuvo y se giró casi al unísono. El Cucharilla, afortunadamente, estaba en plena incursión.

El móvil seguía sin conexión y Larisa y Katerina le miraban expectantes desde la puerta de la habitación de Dani.

—¿Y bien, señor Gallardo?—Dijo Katerina—¿Nos va a acompañar o no?

—Por supuesto, —“Cómo si hubiera elección”—dejen que me despida del soldado, será sólo un segundo.

Las dos mujeres asintieron al unísono y cerraron la puerta.

—¿Entonces, qué debo hacer jefe?

—Nada que levante sospechas. Está postrado, haga lo que le digan y no proteste, ya veremos cómo termina…—Aquella expresión no era la adecuada. —…continúa, ya veremos cómo continúa esto.

Tocó con cuidado su hombro y se levantó de la silla para dirigirse a la puerta.

—Intentaré volver a medio día, no se mueva de ahí.—Quiso bromear.

Las dos agentes le sonrieron como si en realidad fueran las azafatas de un concurso televisivo. Gallardo sabía perfectamente que aquellas muchachas no dudarían en dejarle como al pobre de Dani si se lo pedían sus jefes, así que les hizo un gesto de aprobación y se dejó acompañar por ellas hasta el Palacio del Gobernador, a dos manzanas del hospital.

Mientras atravesaban las calles tuvo tiempo de reflexionar sobre cómo había cambiado todo en veinticuatro horas.

Los Benalmadinenses habían desaparecido sin dejar rastro. El paseo marítimo, normalmente animado con las compras del pescado traído hasta la playa, parecía el malecón de una colonia de verano abandonada. Las calles vacías se veían extrañamente limpias, los comercios apagados, los postigos echados, las puertas  cerradas.

—¿Esto es por lo de los aviones?
—El Gobernador ha dado orden a la gente de que no salga de sus casas hasta que podamos decirles qué es lo que está pasando.

—¿Tenéis alguna idea?

—Nosotras no, ¿verdad Larisa?

—Verdad Katerina. Pero nosotras no somos importantes.

—Ya.

No volvieron a cruzar palabra alguna hasta llegar a la puerta del Palacio del Gobernador. En realidad, Gallardo vivía en el edificio anexo, un antiguo hotel. El Gobernador ocupó la parte delantera y la primera planta para fijar allí la sede del gobierno. Un par de guardias, con el inmaculado uniforme blanco de Ben-Al-Madina, tomaron el relevo de las chicas y le acompañaron hasta el despacho de Emilio Falcón.

—Empezábamos a temer que no viniese.

—Dejémonos de diplomacia. Sólo me han dejado un par de minutos para estar con el guardia herido, está claro que algo les tiene preocupados.

—Eso.—Intervino Al-Bakri desde un sofá en uno de los rincones del despacho del gobernador.—Dejémonos de diplomacia. Acabamos de tener noticia de un hecho que requiere que tomemos algunas decisiones.

—¿Y me necesitan a mí para eso?

—No exactamente. Sólo necesitamos verle la cara.

—En  concreto, ver qué cara pone cuando sepa que miles de personas se dirigen hacia Ben-Al-Madina procedentes del norte.

Gallardo no podía fingir sorpresa, que era precisamente lo único que podía salvarle el tipo en ese momento. Lejos de eso, decidió tomar la delantera.

—Y un enorme portaaviones chino se acerca por el sur. Y hay más cosas.

Ben-Hassan salió de algún sitio de detrás de él y se le puso al lado.

—¿Nos las vas a contar, amigo?

—Hasta donde yo pueda, si.

—¿Por qué lleváis tan poco equipaje?—Dijo el que parecía más despierto.

—Somos pobres, apenas tenemos bienes—Respondió Hana con un hilo de voz sin levantar el rostro.

—Pues muy bien, venid con nosotros, os daremos algo que cargar, aquí hay bultos para todo el mundo. ¡Y mírame cuando te hable!

Hana levantó el rostro para contestar sorprendiendo a los vigilantes.

—¡Coño!—Dijo el segundo.—Pero si es china.

—¿Qué mierda hace una puta china entre nosotros?

—Perdón, no soy china. Mis padres eran japoneses pero yo nací aquí, soy de este país.

—Seguro que tiene algo que ver con los aviones chinos que vimos ayer. Es una puta infiltrada.

—No, no.—Tsetsuko intervino poniéndose entre su madre y los dos matones.—No es lo que pensáis. Lleva viviendo aquí toda la vida, no es nada de eso de lo que habláis.

—¡Es una espía!—Gritó de repente uno de los caminantes que había presenciado la conversación.

—¡Una espía china!—Gritó otro.

—¿¡Y yo!? ¿¡También soy china!?—Gritó La Peligro como un verraco en celo.--¿¡Tengo yo cara de china!?

—¡A saber qué puñetas eres tú!—Contestó una mujer mientras se agolpaban en torno a ellas.

—¡Es un engendro del demonio!—Gritó otro señalándola con el dedo acusador.

—¿A dónde vamos?

—Al aerogenerador. Alguien o algo ha cortado la alimentación de la matriz de partículas. Tú puedes quedarte aquí o ir a la Garganta.

El Gamba no dudaba que la oferta era tentadora: Ir a ver a Estrella a solas, sin el capullo del loco de los cables que caminaba delante de él ni el extraño y estirado médico alemán que no se separaba nunca de ella. Sería una buena ocasión para arrimar cebolleta y, de camino, explicarle unas cuantas cosas a aquella mujer impertinente.

—¿No vas a necesitar ayuda?

—Seguro que no. Al menos no tuya.

La voz de El Diablo sonó en medio del lúbrico pensamiento que ya se estaba armando en la cabeza del bandolero. “No te separes de él en ningún momento.”

—Bueno, de todas formas iré contigo, aunque me quede abajo.

—Como quieras.

El camino hasta los aerogeneradores no partía de la Garganta, sino de una de sus entradas. Se desviaba a la derecha y subía por la empinada ladera del cerro mayor hasta su cima roma, donde hacía años alguna compañía eléctrica había decidido que en aquél emplazamiento la probabilidad de viento era casi del 100%.

Y era cierto. Lo primero que hizo Pepo al comprobar que no tenían comunicación  ver si había suficiente viento para mover las palas de los aerogeneradores. Una comprobación absurda porque, aunque en el valle no soplara una brizna, allá arriba el viento azotaba con fuerza. Siempre.

—¿Vas a subir?

—Qué remedio, debe haberse soltado algún contacto. Con la euforia es posible que no dejara aseguradas las conexiones.

—O que alguien las haya cortado.

—¡Qué tontería!—Dijo sin dejar de escalar—¿Para qué iba a hacer nadie eso?

—No tengo ni idea, pero a lo mejor hasta se lo puedes preguntar tú mismo.

Pepo miró hacia el bandolero que lo seguía y éste le hizo un gesto hacia el frente. Giró la cabeza, levantó la mirada y divisó al médico y otros cuatro más en lo alto del cerro. Parecían estar esperándoles.

—¿Qué hacen ahí, deberían estar comprobando la catenaria?

—No te mates por saber…


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