05.56: El quinteto del Xin Shi Hai


Allí estaban los cinco, el quinteto del Xinshi, como les llamaba Jotabé cuando sólo lo escuchaba Watanabe. 

Las reuniones debían celebrarse siempre en los excusados de la cubierta uno junto al dormitorio 104, donde dormían entre otros el forzudo escarlata y el japo alimonado, líder indiscutible del grupo. A ratos.

La única razón para hacerlo en lugar tan mal oliente era que los chinos habían tenido la delicadeza, y cometido el error, de no colocar cámaras de seguridad allá donde las personas hacían sus necesidades. Wei Wong, el operador de la sala de control podía manipular la señal de una cámara, incluso la de varias cámaras a la vez, pero durante un tiempo limitado, así que no había otra, las reuniones del grupo que preparaba el motín del Xinshi se celebraban en los váteres.

Empezaban cuando sonaba un pequeño pitido de acople por los altavoces. “Una avería cuyo origen no logro fijar”, explicaba Wei Wong a sus jefes cuando le preguntaban por esos “desagradables pitidos que se escuchan últimamente”.

También debían acabarse sin demora cuando volviera a sonar el dichoso pitido.

El orden de llegada a las reuniones casi siempre era el mismo. Primero entraba el bueno de Mendoza, un rechoncho hombre de cincuenta y pocos que se movía con aparente torpeza aunque, cuando era necesario se mostraba tan ágil como el que más. Su prominente nariz y su rostro arrugado le daban un aspecto cómico que ocultaba un gran sentido de la responsabilidad.

Después solía entrar Agüero, un exmilitar demasiado estirado y racista para hacerlo junto a su “escudero” Lautaro Sosa de indudable origen indígena.

El primero caminaba con la cara bien alta, mirando a los demas con aire de superioridad, mientras que el segundo, con la falsa humildad del pueblo mestizo, le seguía cabizbajo sin afectarse por sus desplantes.

Como decía Jotabé, Lautaro era el único que realmente admiraba a Agüero, pero esa admiración no valía medio peso a sus ojos: "Dios da pan a quien no tiene dientes", comentaba recordando las palabras que un día escuchara de boca de La Peligro.

"Y que quiegue desig eso", le preguntó cuando aún no sabía pronunciar las erres. "Que Dios es un cabrón" le había contestado la travelo con su cara de vinagre.

Ahora sabía bien lo que significaba esa expresión pero seguía sin comprender porqué la gente no aprovechaba las ocasiones que le brindaba la vida para ser un poco más felices.

Martín era otra cosa, más de la cuerda del francés aunque mucho más rápido y sagaz. Martín Ríos era un chico de no más de veinticinco años, entraba cuando le daba la gana aunque nunca se tomó a broma aquellas reuniones. Unas veces llegaba caminando junto a Mendoza, atento a alguna de sus sabias enseñanzas; otras lo hacía escuchando las increíbles andanzas de Agüero, todas de antes de la Guerra, o la nostálgica pesadumbre de Sosa o incluso las vehementes aseveraciones revestidas de sesudas reflexiones de Velencoso. Él en general contaba pocas cosas.

Velencoso, cómo no, entraba el último, justo antes que Jotabé. Quizá creyera que así parecía más importante, como si hubiese estado ultimando los detalles  de la reunión con los “jefes”, como les llamaba cariñosamente Mendoza. Nada más lejos de la verdad. Al japonés no parecía hacerle demasiada gracia y al francés directamente le molestaba.

En realidad al japonés no parecía hacerle demasiada gracia nadie, ni siquiera su entrañable amigo Jotabe, pero éste se mostraba locuaz y sincero con Velencoso, ponía en duda su valentía, su inteligencia y su lealtad, y se lo decía a la cara. Como el francés lo hacía todo medio en broma medio en serio, nadie, ni Velencoso, podía considerarse ofendido. También tenía que ver con esa falta de respuesta el hecho de que Jotabé, el forzudo escarlata, era una especie de gigante pelirrojo recubierto de bolas de músculo por todas partes.

Todo el mundo prefería reírle las gracias, si excluimos naturalmente al japo alimonado.

Lo de Watanabe era curioso. Algunas veces simplemente estaba allí, antes que el propio Mendoza. Otras, salía de uno de los retretes, como si el aviso por megafonía le hubiese pillado haciendo sus cosas. O entraba con Martín aunque éste no lograba averiguar en qué punto del pasillo se habían encontrado. En cualquier caso, la reunión no empezaba hasta que no llegaban él y su amigo pelirrojo.

—¿Qué pasa, a qué viene esta reunión de emergencia?

La pregunta era de Velencoso.

—Van a despertar a los soldados zombis.—Atajó con claridad Watanabe.

—Ahora mismo.—Añadió el francés para aclarar posibles dudas.

—Pero,—Mendoza miraba al suelo y hablaba mientras pensaba,—no era lo que teníamos previsto.

—Por eso hemos convocado esta reunión. Debemos modificar nuestros planes.

—¿Qué les ha hecho cambiar?—Preguntó Agüero—¿Esos barcos de vela fondeados cerca de que nos hablaste?

—No. A pesar de que están armados con artillería semipesada y fuego antiaereo los chinos no los consideraban un obstáculo insalvable. Han calculado que con una incursión de cinco drones durante media hora será suficiente para acabar con ellos.

—Entonces. ¿Han encontrado más armamento escondido?

—Gente.

—¿Gente?

—Miles de personas a una jornada de nuestro destino. Una auténtica fuerza terrestre.

—¿Soldados?¿Un ejército?

—No están seguros. No han podido identificar armas pero si que se dirigen sin duda al mismo lugar que nosotros. Algo les hace temer por el buen fin de la misión y quieren tener un ejército preparado por si acaso.

—Podrían hacer con la gente lo mismo que con los barcos.—Dijo Lautaro sin apenas levantar la mirada del suelo para luego añadir avergonzado:—¡Que conste que no es que yo lo vea bien!

—A parte de las implicaciones morales,—respondió Martín con una mirada de reproche,—están las estratégicas. Llegar matando gente no es un buen comienzo para asentarte en un sitio.

—De hecho no piensan ni atacar a los barcos.—Prosiguió Watanabe.—Quieren que los locales vean al Xinshi como una delegación comercial. Los drones tienen un aspecto demasiado agresivo, pero sólo sobrevuelan el terreno en misión de reconocimiento lo que no quita que nuestros amigos prefieran estar preparados.

—Tenemos noticias de que la aparición de los aviones ha causado un auténtico revuelo en la ciudad.—Jotabé terminó la frase sintiendo la severa mirada de Jotabé. “La gente no debe saber que tenemos posibilidades de comunicarnos con los teléfonos”—Eso al menos se ve desde los drones.

—¿Y qué problema hay?—Velencoso parecía pensar en voz alta.—Sólo se "descongelarán" los soldados antes, pero nosotros teníamos pensado apropiarnos de la nave cuando ellos estuviesen despiertos.

—Despiertos y en tierra. Mil hombres más dando vueltas por ahí pondrían en peligro el motín. No estamos hablando sólo de soldados rasos. Entre los hombres de la bodega también hay mandos, hasta un coronel. Gente que tomaría el mando táctico del Mensajero impidiendo que nuestro hombre en la sala de operación pudiese jugar con las cámaras de seguridad, los turnos de guardia y los sensores de la nave.

—Sólo faltan veinticuatro horas para llegar a puerto, según comentabas esta mañana, podrían haber esperado a ese momento.

—Ya, pero han cambiado la estrategia. Ahora nadie desembarcará sin tener clara la relación entre los habitantes del lugar y las hordas que se acercan desde el norte. Wei calcula que estaríamos hablando de al menos una semana, tiempo más que de sobra como para que nos descubran y nos eliminen.

—Pero tú ya tienes un plan.—Aseguró Jotabé mirando al japonés.

—¿Qué?

—Que seguro que ya tienes un plan.

—Bueno, yo... ¿por qué dices eso?

—Porque lo noto en tu cara. Tienes un plan.

—Un plan que tendremos que discutir.—Añadió Velencoso.

—Por supuesto.—Agregó Agüero.

—Naturalmente.—Corroboró sumiso Lautaro.

—Y una mierda.—Cortó Mendoza.—Aquí no vamos a discutir ni una mierda. Los mil zombis se están despertando en estos momentos, lo que sea que tengas en la cabeza deberá ser lo suficientemente bueno como para funcionar. Si no es así, mala suerte. Me niego a discutir sobre el sexo de los ángeles en estos momentos.

—Tomás tiene razón.—Martín abandonó su actitud distante y se separó de la pared como empujado por un resorte.—Desembucha japo. ¿Qué tenemos que hacer?

Watanabe observó las caras de sus compañeros. No todos estaban tan resueltamente de su parte. Agüero era ex militar, probablemente todo aquello de los soldados le habría estimulado alguna glándula sensible y parecía respirar excitado. Lautaro haría lo que dijera su admirado amigo y Velencoso, cualquier cosa que fastidiara los planes de Watanabe. En estos momentos era en los que debía utilizar con mayor delicadeza sus dotes de liderazgo, aprendidas de forma rápida en un cursillo, hacía ya casi diez años. Jamás pensó que aquellas cuatro técnicas le servirían para dirigir toda una rebelión.

—No tengo tan claro lo que hay que hacer.—Jugó al despiste con Velencoso.—En realidad no lo tengo nada claro. Se admiten proposiciones.

—Yo creo que deberíamos adelantarnos.—Velencoso tomó la palabra, como esperaba Watanabe.—Si ellos se adelantan, nosotros también. Tomemos ya la nave, estamos preparados, sólo tenemos que poner en marcha el plan, entrar en la bodegas de los drones para desconectarlos, tomar la sala de control, destruir la matriz particular y cambiar el rumbo del barco.

—Ya. ¿Y qué hacemos con los mil soldados que deambularán por ahí en menos de dos horas?

—Hacerles frente.—Intervino Agüero.—No somos mil pero tendremos en nuestra mano el control de la nave, las compuertas, las luces, las cámaras de seguridad y la mismísima sala de control.

—Perfecto, y ellos son soldados entrenados y nosotros no.—Mendoza parecía cansado de tener que explicar algo que para él era evidente.—Además, tú que has sido militar, ¿cuál crees que sería el primer objetivo de esos soldados?

—¡Eh!—La voz de Agüero cambió de tono.—La sala de control.

—Podemos impedir que los soldados despierten.—Sonó la voz casi en un hilo de Lautaro.

—¿Cómo?

—Que nos abran la bodega donde están en suspensión y nos den el número suficiente de fusiles, mientras están despertando no podrán defenderse y nosotros podremos eliminarlos con facilidad.

—¿Eso estaría bien?—Preguntó Mendoza.

—En la guerra, todo vale.—Aseguró Agüero dándose por aludido.

—A mí me gusta.—Añadió. Velencoso.

—A mí no.—Sentenció Watanabe.—Hay algo en ese tipo de comportamientos que termina volviéndose en contra de quién lo ejerce.

—A mí tampoco me gusta. Quizá deberíamos pensar un poco más antes de iniciar una matanza de soldafdos indefensos.—Martín sabía la respuesta de su pregunta. —¿Cuál era la idea que te rondaba a ti, Tsetsu?

El japonés estimó que había llegado el momento.
—Creo que deberíamos convertirnos en una célula durmiente hasta que las condiciones sean las mismas que teníamos previsto.

—¡Pero eso nos haría esperar al menos dos semanas!—Protesto Velencoso.

—Yo no tengo prisa. ¿Tu sí?

Todos se miraron.

No, en realidad no tenían prisa, y los planes habían sido diseñados meticulosamente para permitir que un grupo de menos de cien personas, la mayoría hombres inexpertos, pudieran hacerse con el mando de aquél buque fabuloso.

—Tienes razón. Esperaremos a que todo esté como debería estar.—Atajó Martín.—No hay necesidad de improvisar en algo tan complejo como arrebatar un barco de guerra a sus dueños.

—Pues no se hable más. Votamos. Que levante la mano el que esté de acuerdo con suspender los planes hasta nuevo aviso.

Mendoza y Martín levantaron los brazos de inmediato, como Watanabe y Jotabé. Sólo quedaban el ex militar y su lacayo y el insufrible Velencoso. Ya había ganado la opción de Watanabe, pero éste parecía querer ver dónde quedaban los brazos de los otros tres para saber a qué se enfrentaba.

Agüero levantó el suyo. Velencoso le miró sorprendido.

—¿Qué quieres?—Dijo dándole un codazo a Lautaro para que hiciera lo propio.—Para que un plan triunfe es imprescindible buscar la ocasión oportuna, y ésta no parece que lo sea.

En minoría, Velencoso terminó por ceder.

—De acuerdo. Nos mantendremos ocultos hasta que todo vuelva a estar en su sitio.

Sonó un zumbido desagradable por megafonía y casi sin hablar la reunión se rompió y todos se fueron por donde habían llegado. En la bodega del Xin Shi Hai, centenares de cilindros de plástico se abrieron a la vez con un sonido neumático. La cara de uno de los soldados se contrajo imperceptiblemente. Sus ojos se abrieron.

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