05.55: Drones


El sonido grave y armónico rompió el sueño de miles de peregrinos como un barco atraviesa las olas.

Wooooo!!!

La bruma ocultaba el fondo del valle donde la gente había caído rendida después de celebrar la llegada al anhelado sur. Los de sueño más ligero empezaron a incorporarse luchando con sus propias brumas que les impedían recordar dónde estaban y las otras que apenas les permitían  ver un par de metros a la redonda.

Wooooo!!!

—¡Juan!—Dijo la mujer sin apartar la mirada del pequeño y frágil cuerpecillo al que se aferraba.—¡Juan, despierta, es la hora!

—¡Lárgate!¡Ya me he apañado!—Respondió abrazando aún más fuerte a la jovencita.

—No es la hora de eso, es la hora de levantar el campamento, el sol está a punto de salir.

Abrió un ojo. Luego giró la cabeza, se incorporó con torpeza. Miró a su izquierda y pegó un codazo a la chica que intentaba acurrucarse de nuevo a él.

—Déjalo niña. Busca a tu gente, no puedes venir conmigo.

Aquellas palabras reconfortaron ligeramente a Teresa que agrupaba sus objetos de rodillas junto su hatillo desplegado. Estaba claro que para la noche había preferido la carne fresca y la piel suave de una muchacha, pero para andar, para trazar el camino y conducir a su pueblo seguía prefiriéndola a ella.

—Toma.—Le acercó las zapatillas medio rotas a la chica.—Póntelas antes de ponerte de pie, este suelo es traicionero.

La chica, aun medio dormida, la miró con aprensión. A pesar de que aún no andaba muy despierta, sabía perfectamente que nunca más volvería a recibir “las atenciones” del gran líder. Era su costumbre: usar y abandonar. Sólo aquella bruja reseca y piojosa contaba con la lealtad de Juan el de las Cruces.

Se encogió de hombros. "Había que intentarlo".

Eso le habían estado diciendo su madre y su padre  desde que abandonaron el campamento: “Debes conquistar a Juan, nos hará mucho bien.”

—Si pregunta por ti te lo haré saber.—Le dijo Teresa al oído sin demasiada convicción.

—Vale. De todas formas no importa, todo ha sido un poco...
—¿Asqueroso?—Metió la manta en el hatillo con furia.
—No, no quería decir eso.
—Ya. No te preocupes, lo he dicho yo. Cuídate muchacha, y si tienes algún “recuerdo” del que quieras deshacerte, no dudes en decírmelo.

La chica terminó de calzarse las zapatillas y se perdió en la bruma.

—¿Qué estabais chamullando?

—Nada, cosas de chicas.

—Cosas de putas querrás decir.

—Es lo mismo, ¿no es eso lo que piensas?

—No quiero volverla a ver.

“Ni ella a ti”

—De acuerdo, se lo haré saber.

El campamento fue levantándose casi al mismo tiempo que la bruma. Al cabo de la media hora, empezaron a formarse las columnas de peregrinos, cargados con sus fardos y comiendo, a modo de desayuno, una de las pequeñas tabletas energéticas de galleta y miel de las que repartía la Corona.

La comitiva de cabeza, formada por el cabildo y el grupo de exploradores de avanzada, empezó a caminar hacia el sur haciendo sonar sus cencerros. La gente se fue poniendo en marcha poco a poco, siguiendo un esquema no escrito de despliegue en el que nadie parecía tener prisa pero nadie perdía su lugar en la larga y silenciosa procesión. En un par de horas solo quedaban restos de fogata, huesos y desperdicios.

Anduvieron sin pausa más de diez horas, deteniéndose a penas para llenar botellas de agua o hacer sus necesidades. Ese ritmo constante iba muy bien al grupo y acercaba la llegada a la meta que era lo que todos querían. Sólo los más viejos se permitían alguna queja, pero seguían caminando.

Empezaba a caer la tarde cuando pudieron ver, entre millones de olivos, la silueta lejana de unas casas.

—¿Qué es aquello?—Preguntó Juan a Teresa mientras la usaba de  muleta.

—No tengo ni idea, si miras el mapa a lo mejor nos da una pista.

—Parece grande—No hizo ademán de sacar el mapa.—Será mejor no acercarse demasiado.

—Sí, ya sabes lo que nos aconsejan los de la reina.

—Por cierto, dónde se habrán metido, ya se está haciendo tarde y ni rastro del zepelín .

—Cada vez tardan más en llegar, supongo que tiene que ver el que cada día estamos más lejos. De todas formas ya deberían haber llegado. Escucha, parece el ruido de un motor.

—¿Sí?

—¡Juan!—Llegó un joven de los de la avanzadilla. —¡Se acerca algo por el cielo!

—Ya lo escuchamos. Prepara a los hombres, quiero un área sin gente para que puedan tirar los paquetes.

—No, Juan. No es el zepelín, vienen del sur y son mucho más pequeños.

—¿Son?¿Es que hay más de uno?

—Cuento tres, parecen drones, pero más grandes de lo normal.

—Drones desde el sur, qué extraño.

—Será mejor que busquemos refugio,—le susurró Teresa al oído.—Esto no me gusta.

Juan miró a su alrededor, sólo había olivos, en cualquier dirección, hasta donde se perdía al vista. No sabía qué hacer.

—Quedémonos allí, bajo aquél árbol. Y dejemos que la gente siga caminando, así podremos ver qué hacen esos misteriosos drones.

—Está bien.—Se giró hacia el cabildo.—Voy a detenerme unos minutos, continuad vosotros, ahora os alcanzo.

—¿Sucede algo Juan?—Gritó uno de los misioneros.

—No, nada. Es una necesidad humana que sólo yo puedo satisfacer.

Los otros sonrieron y continuaron con la marcha. El sonido de los drones llegaba ya nítido. No era el sonido de moscardón inconstante de los aviones reales, sino el de potentes reactores como los que quería recordar Teresa.

—Eso no son drones de reconocimiento, son cazas.

—¡Al suelo!—Lo empujó haciéndole caer.

—¿Pero… qué haces?

—Salvarte el pellejo.

—¡¡¡Al suelo!!!—Gritó a todo el mundo arrojándose junto a él.

Los tres aviones abrieron la formación en abanico y empezaron a sobrevolar la masa de peregrinos a pocos metros de altura. Tenían el aspecto de cazas, pero no tenían cabina, sólo una pequeña giba oblonga sobre el fuselaje. En las dos aletas que coronaban sus cola sendas estrellas rojas daban cuenta de su bandera. Bajo sus alas podían distinguirse cuatro o seis pequeños cohetes.

—Pero…—Wei soltó el cuenco de fideos sobre la consola. —¿Qué puñetas es eso?

Una señal anunció una video-llamada.

—¿Estás ahí muchacho?—La imagen del general parecía buscarle por la sala.

—Aquí estoy mi general, ¿ha visto eso?

—Sí, parece una invasión. Y se dirigen hacia nuestro destino. Creo que ha llegado el momento de despertar a los chicos.

—¿Ya?—Wei recordó sus planes con Watanabe y los otros, la aparición en escena de mil soldados zombis podía complicarlos seriamente.—Pero, no hay sitio en el barco para tener a mil hombres deambulando por ahí, creí que despertarían cuando hubiésemos montado los primeros barracones.

—No me gusta nada esa multitud, será mejor que nos adelantemos. Vamos a activar todos los recursos del Xinshi, se acabaron las vacaciones.

La comunicación se cortó.

Todos los recursos era poner al cien por cien los generadores, descubrir la cubierta, despertar a los hombres, con sus armas y sus ganas de comer, poner las cocinas, los dormitorios, la lavandería, los sistemas informáticos, todo.

Wei se levantó, tiró el resto de fideos en el cubo de la basura y se dirigió al baño. Allí sacó el teléfono quantum que le había prestado Jotabé y llamó a Watanabe.

Primero un toque y colgar. Luego esperar. Su terminal vibró.

—¿Watanabe?

—¿Qué ocurre?

—Las cosas se han precipitado, creo que debemos actuar cuanto antes.


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