05.54: Monstruos


El valle de Santa Elena se extendía a los pies de las colinas como la palma de una mano gigantesca en la que, en su centro, un grupo de casas abandonadas eran devoradas lentamente por la vegetación que rebosaba desde las laderas colindantes. Un viaje que los árboles y arbustos de mayor porte apenas habrían iniciado, como si reservaran la umbría del fondo del valle para especies menos exigentes, entre las que destacaban los cañaverales y juncos de la rivera.

En ese entorno en el que la maleza podía ser pisoteada se habían instalado los miles de peregrinos del éxodo que aún seguían a Juan Cruces, porque no pocos habían decidido perderse entre los árboles que flanqueaban el desfiladero eligiendo su propio camino.

Teresa, la de Soria, había logrado esparcir entre los antiguos refugiados el rumor de que enormes osos mutantes merodeaban entre los árboles para parar la sangría de seguidores. Si el número de éstos descendía más de lo razonable pudiera ser que los desvelos de la Corona dejasen de estar depositados en su jefe, y todos los esfuerzos para formar un grupo grande y poderoso se habrían ido al garete.

Pero ahora, viendo la multitud a la luz de decenas de hogueras podía respirar tranquila. Los desertores habían sido una minoría y de momento no tenían nada que temer.

Además el grupo de inexpertos pero motivados cazadores habían logrado atrapar un importante número de piezas entre ciervos, cervatillos, jabatos y jabalíes que debidamente troceados estaban siendo repartidos en esos momentos entre los corros con la consiguiente algarabía.

--Debemos buscar un lugar visible para que les hables. Debes convencerles de que no pueden abandonarte.

--Déjate de chorradas mujer, y relájate, y come que pareces una bruja a punto de morir.

--Eso luego. Ahora que todos salivan aspirando el olor a carne asada es cuando debes recordarles quién es el artífice de todo esto. Debes fijar en sus cabezas huecas a quién deben lo que están oliendo. Deben saber a quién se tienen que arrimar para tener un futuro.

--Joder, ¡a que me vas a hacer levantar!

--Mira. Allí.—Señaló a la cercana pared de roca.--Además está saliendo la luna, con un par de antorchas y el eco de esa oquedad... será perfecto. Es como un anfiteatro natural.

Teresa no parecía escuchar las quejas del líder, absorta como estaba en poner en práctica aquella suerte de márquetin improvisado mientras él, como si fuese al matadero, se levantaba de la vera de su propio fuego seguido por unos cuantos hombres de confianza para hacer lo que la mujer le decía. Tuvieron que esquivar a los otros grupos de peregrinos mientras se dirigían al promontorio desde el que ella había decidido que él debía hablar.

El gentío parecío ignorarles en un primer momento, absorto en el crepitar de las llamas y el gotear de la grasa desde los espetones.

Al llegar junto a la pared descubrieron un pequeño sendero que parecía conducir hasta el improvisado escenario. Teresa, mientras subían, se giraba de vez en cuando para echar la vista hacia el valle salpicado de anaranjadas lenguas de fuego desde las que se elevaban columnas de humo que parecían sostener la negra bóveda salpicada de estrellas. La luna asomaba ya por el otro lado del valle.

--Perfecto. Ponte ahí, ahí… y vosotros, uno a cada lado. Moved las antorchas, así, que se vea.

--Pero ¿no ves que la gente no mira? Está demasiado preocupada de la carne.

--Ahora voy yo.

--¡Eh!-Gritó hacia el fondo de la pared de roca. El sonido rebotó y se multiplicó. De repente, el murmullo de miles de gargantas se vino abajo.

--¡Eh!—Volvió a repetir mientas se levantaba y se situaba con Juan entre las dos antorchas. Los hombres de Juan al moverlas formaban sendos semicírculos que los envolvían como un par de paréntesis luminosos.


--¡¡¡Escuchad a el que os conduce a la Tierra Prometida!!!

Los peregrinos no hicieron ademán de alejarse de sus trozos de carne, pero si se fueron levantando y girando hacia el lugar desde el que Teresa les gritaba. Su voz llegaba clara a cien, quizá doscientos metros a la redonda, más allá apenas se le podía entender, pero algunos de los espectadores repetían con mayor o menor fidelidad sus palabras.

--¡¡¡Escuchad a Juan, el de las Cruces Sagradas sobre su pecho repleto de Amor y Coraje!!!

Toda aquella verborrea llena de grandes palabras eran de la cosecha de Teresa y las utilizaba siempre que presentaba a Juan a cualquiera que se pusiera a tiro de tal manera que ya casi todo el mundo le llamaba indistintamente por su nombre o sus apodos: el de las cruces, el que nos guía, el que nos ama…

--¡¡¡Antes de dar gracias al Altísimo por lo que nos ha obsequiado oíd lo que su mayor seguidor nos tiene que decir!!!

Juan estaba rojo de vergüenza. A pesar de las muchas horas que había invertido Teresa en prepararle para hablar en público ante mil caras desconocidas aún le costaba abrir la boca.

--¿Qué les digo?—Murmuró mientras levantaba los brazos haciendo que empezaran los vítores en el valle.

--Observa, sólo has tenido que levantar tus brazos para conseguir que sus gargantas se pongan a gritar. Eres su líder, su padre, su dios en la tierra. Puedes decirle lo que te dé la gana, ellos te seguirán.

--Muy bien, pero, qué les digo.

--Hazlos callar como te he enseñado. Luego recuerda lo que hemos pasado para atravesar la Meseta y hazles notar hasta dónde hemos llegado, haz referencia a lo que van a comer, no te olvides de nombrar a Dios, sin Él no somos nada.

--Sin Él y sin los de los zepelines.

--Desde luego, pero de los zepelines no digas nada, la masa se mueve mejor pensando que es algo mágico lo que les ayuda.

Antes incluso de que Juan empezara a bajar los brazos los gritos empezaron a acallarse. De repente el valle entero se sumió en un profundo silencio solo alterado por el mullido murmullo de miles de respiraciones.

--¡¡¡Hermanos!!! Son muchas las calamidades que hemos pasado en los últimos años, hemos perdido demasiadas cosas para una sola vida. Parecía que Dios se había olvidado de nosotros.

Un grito de negación brotó con ira desde la masa.

--Ya… ya sé que es imposible que Él se olvidara de nosotros. Sólo una mente sucia y enferma puede pensar en un dios que da la espalda a su pueblo. Pero Dios es muy exigente y sabe cómo debe conducirnos para que seamos dignos de su infinito amor. Y sólo siega la vida de aquellos que por su debilidad o podredumbre de corazón no merecen acompañarnos hasta la nueva Tierra Prometida.

--Deja que los que repiten tus palabras hagan su trabajo.—Murmuró la mujer a su lado.

--Ahora estamos aquí, comiendo carne fresca y bebiendo agua clara, y cualquiera podría pensar que nuestro peregrinar ha llegado a su meta, pero que no os equivoquen las tentaciones del Maligno, no es este el lugar que se nos tiene reservado, os lo puedo asegurar.

De nuevo guardó silencio mientras sus palabras eran llevadas de grupo a grupo.

--Algunos de vosotros ha sucumbido a la tentación y nos ha abandonado, presos de la soberbia que les hace creer que no necesitan a Dios para vivir, que estos bosques les proveerán de lo necesario. Pero esos árboles no sólo esconden ciervos y jabalíes.

--Bien, lo estás haciendo muy bien.—Le animó Teresa.

--Enormes abominaciones esperan ocultas en las sombras para cobrarse su tributo de sangre en los cuerpos de aquellos que abandonen a Dios Nuestro Señor y a su más humilde servidor. Ambos sólo pretendemos guiaros hacia un nuevo mundo donde vuestros hijos podrán crecer sanos, libres de todo mal, un lugar donde el alimento brotará sólo de la tierra y la paz de vuestros corazones.

El griterío acalló las últimas palabras del misionero.

--Ahora, diles que disfruten, para que te quieran aún más.

--¡Qué pécora estás hecha!

Teresa le sonrió mientras él terminaba animando a la gente a disfrutar de la cena y a descansar para continuar el camino al amanecer.

Aquellas últimas palabras fueron la señal. Todos se giraron hacia las piezas de carne más o menos generosas que se doraban sobre los fuegos y empezaron a repartirlas.

--Ahora sí. Ahora si puedes comer tú también.

--No sé cómo te hago caso,--dijo bajando el sendero hacia el lugar donde esperaban sus hombres sin atreverse a tocar el asado.--Algún día te arrojaré por un barranco y me desharé de ti y tus obligaciones.

--Avísame cuando lo vayas a hacer.—Dijo contoneándose mientras le adelantaba.--Con gusto tomaré mi propio camino y me olvidaré de todos los agravios a los que me veo sometida, gitano pendenciero.

--Zorra indecente,--Dijo acercándosele y tomándola por la cintura.--Espera a que termine con la carne, tendrás tu merecido.

Y al cabo de un buen rato de la carne a penas si quedaban unos girones requemados colgando del hueso mientras una chica, más joven y apetecible que la vieja Teresa, hacía olvidar su promesa al misionero.

La de Soria se levantó agradecida en cierto modo de que fuera aquella muchacha y no ella la que tuviera que entretener al jefe. Un pequeño poso de envidia intentó crecer en su interior pero lo aplastó mirando el jolgorio que se había montado gracias a cuatro trozos de carne.

En los otros grupos, algunas parejas se alejaban del valle para terminar de celebrar la caza mientras los más viejos escuchaban la proeza de los cazadores, historias de osos y demás cuentos nocturnos. Ella, sola, también decidió alejarse del bullicio.

La noche era clara, las estrellas, a pesar de la luna, llenaban el cielo. El aire, fresco pero no frío, tonificaba su rostro y decenas de aromas le hacían cosquillear la nariz. Echó de menos poder tomarse un té, hacía años que ese sabor no le venía al paladar, pero todos los días lo añoraba.

—Bonito discurso. Eres muy convincente.

Se volvió. Un hombre estaba a poca distancia.

—¿Quién eres?

—Uno más. He visto cómo le hablabas a Juan Cruces.

—Soy su… ayudante. Aunque parezca otra cosa, él es el que pronunció el discurso, no yo.

—¿Saldrei… dremos, saldremos pronto?

Teresa tuvo una intuición. Miró al hombre. Tenía el mismo porte y aspecto desarrapado que el resto de peregrinos, aunque éste vestía pieles en lugar de harapos y su mirada era triste, nada que ver con los que gritaban y bailaban allá abajo.

—No debéis preocuparos. Mañana muy temprano levantaremos el campamento y en unas horas sólo quedarán nuestras pisadas.

—No debes olvidar que por aquí hay "monstruosas abominaciones".

—No. Muchas y muy monstruosas.

Los dos se quedaron mirándose el uno al otro. Qué vida habría detrás de aquella mirada cansada, casi rendida. De repente tuvo ganas de intimar con aquél hombre, pero de su boca salieron otras palabras.

—Volvamos. No está bien que andemos tú y yo por ahí, pueden vernos y yo…

—Ya. No te preocupes. Vuelve tú, yo me quedaré por aquí.

—Suerte.

—Igualmente.

El hombre vio cómo la figura desaliñada de la mujer se alejaba en dirección a la luz de las fogatas. Cuando estuvo solo se dio la vuelta y empezó a caminar ladera arriba.

Apenas había subido media hora se detuvo ante un enorme eucalipto solitario, se giró, comprobó que no le seguía nadie y se arrastró detrás de unos madroños que ocultaban la base al árbol. Entró en una gruta.

—¿Has averiguado algo?

—Se van mañana.

—¿Estás seguro?

—Si mujer. Mañana al amanecer. ¿Y el niño?

—Está durmiendo.

—Mañana me lo llevaré de caza.

—Pero él…

"Esos árboles esconden enormes abominaciones"

—¡Sé cómo es él! Pero aún así, debe aprender a buscarse la vida, no le vamos a durar eternamente.

La mujer se acercó y le abrazó. Los dos se quedaron mirando la estrecha franja de cielo que se podía ver por encima de la silueta de los madroños.

—¿Quieres irte con ellos?—Preguntó la mujer.

"un nuevo mundo donde vuestros hijos podrán crecer sanos, libres de todo mal"

—No.—Suspiró.

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