05.53: Despeñaperros


La llegada al desfiladero les produjo un cambio repentino en el estado de ánimo. El paso cansino y apesadumbrado de los peregrinos a través de la inmensa llanura de la Meseta se vio de repente entorpecido por la violenta fractura del terreno que se precipitaba hacia el abismo del lejano valle de Santa Elena.

La monotonía ocre de la altiplanicie dio paso a mil tonos de verde desde el ácido de los mirtos al verdeazulado de los quejigos salpicados del rojo de los madroños y del azul de los arándanos o el morado oscuro de las zarzamoras.

El polvo del aire desapareció expulsado por la humedad fragante de pinos y sauces que llenó la atmósfera de frescor y vida. Los cursos de agua empezaron a entrecruzarse bajo los pies rotos de los caminantes refrescándolos con su alegre salpicar entre las rocas.

Los más jóvenes fueron los primeros en experimentar esa especie de euforia propia del que alcanza al fin la meta, aunque aún quedaban largas jornadas hasta su destino. Luego se les unieron los más mayores.
Incluso los misioneros, de mirada y comportamiento más severo, empezaron a sonreír a la vista de la belleza que se desplegaba ante sus ojos.

—No me había dado cuenta de lo fea que es la Meseta hasta que la hemos dejado.—Reflexionó en voz alta Teresa mientras ayudaba a Juan a cruzar un vado.

—¿Qué diablos es esto?—Dijo incómodo el misionero.—No sabía que tendríamos que escalar montañas.

—No estamos escalando, sino bajando. En el mapa que te dieron aparece como desfiladero. Estamos en Despeñaperros.

—¿Despeñaperros?

—Sí, ten cuidado. No tientes tu suerte.

—Maldita bruja. Ten cuidado tú.

“Ya lo tengo. Lo llevo teniendo hace años.”

La marcha la abrían los exploradores, un grupo de hombres y mujeres de la confianza absoluta de Juan Cruces que iban y venían de adelante a atrás para ir informando de lo que les deparaba el camino. Luego se encontraba Cruces a la cabeza del cabildo que había formado al encontrarse los distintos grupos en que se había dividido el Éxodo.

No fue demasiado difícil organizarlos.

La mayoría de los primeros misioneros había abandonado a sus grupos en algún punto de la marcha. Por fortuna para éstos, la rápida intervención desde los zepelines de los hombres de la Corona les permitió reorganizarse y proseguir en busca del grupo de Cruces, al que los de la reina ya consideraban el grupo principal.

Aquél señalamiento no había sido recibido por Juan con agrado. Una cosa era cargar con la responsabilidad de conducir a mil almas y otra hacerlo con diez mil.
Sin embargo, de nuevo la intervención de Teresa le hizo ver las ventajas de que gozaría si contaba con el reconocimiento de la Corona.

—Has podido comprobar cómo te respetan los que traen la comida y el agua. Cómo atienden tus solicitudes y cómo te informan de lo que hay más adelante o va quedando detrás. En cuanto que lleguemos al destino usaremos esa predisposición de la División Aérea para localizar el mejor lugar para nuestro asentamiento. Por ahora sólo tienes que dejar que esos miles de fieles te sigan, no hay más responsabilidad.

Como siempre, desde hacía un par de semanas, Teresa se salía con la suya ejerciendo como auténtica líder en la sombra. Juan no lo reconocería jamás, pero sin ella el también habría salido huyendo hacía ya tiempo.

—Ahí vienen dos de los hombres de Gastón. Parecen excitados.

—No los llames así, mujer. Gastón ya no existe, son míos.

“No te fíes demasiado”

—Juan… Juan…—Parecían asustados.—Hay ciervos.

—¿Ciervos?

—Y jabalíes.—Dijo el otro.

—Allí, más abajo, junto a un remanso del río. Han huido nada más escucharnos, pero apenas unos metros para esconderse entre los arbustos.

—¡Jabalíes y ciervos!—Juan parecía confuso.—Eso... ¿se come?

—¡Dios!—Teresa se frotó la barriga—¿Carne que no es de conejo?¡Claro que se come!

—¿Y SABREMOS ATRAPARLOS?

Los dos hombres se miraron extrañados.

—No debe ser muy complicado.

—Eso es porque no sabéis.—Intervino la mujer.—"Atrapar animales", es decir cazar, requiere de técnica y armas, y nosotros carecemos de ambas cosas. Apenas si disponemos de algún garrote más o menos largo.

—Podríamos fabricar alguna trampa.

—Un agujero en el suelo, un cebo y…

—¿Crees que funcionará?

—Bueno. Buscad un claro en el que podamos reagruparnos, a ser posible lejos del arroyo. A ver si tenemos suerte y capturamos alguno de esos bichos.

Los hombres se largaron por donde habían venido, pero ahora estaban mucho más excitados que antes.

—No creo que encuentres un claro en esta pared de roca para albergar a miles de personas, quizá deberíamos agruparnos allá abajo, en el valle.

—Tienes razón, organiza tú para que la mayoría baje al valle. Deberíamos dejar aquí a un grupo de hombres, los justos para poder atrapar algunas piezas. Esta noche podríamos celebrar una buena fiesta.

—¡Una fiesta!—Los ojos de Teresa se iluminaron. —¡Ya casi no recuerdo el significado de esa palabra! —Y diciendo esto se separó del misionero para empezar a dar instrucciones a los grupos que les seguían.

Durante la marcha por la planicie habían esquivado el contacto con la población local, eludiendo los pocos núcleos habitados con la ayuda de las indicaciones que les gritaban desde los zepelines.

Era una buena estrategia para evitar conflictos. Porque aunque hubieran podido comportarse como una plaga de langostas los peregrinos dispusieron de todo lo necesario para su subsistencia gracias a las entregas casi diarias que les enviaba la Corona desde el aire, de forma que pasaron por medio país casi sin dejar ni huella.

Eso tenía un efecto colateral que aún no habían tenido oportunidad de percibir ni siquiera mentes tan agudas como la de Teresa: habían olvidado cómo luchar por su alimento. Ni se lo habían procurado ni se lo habían tenido que arrebatar a nadie. En realidad, exceptuando alguna que otra escaramuza, en los propios campamentos que rodeaban la ciudad tampoco tuvieron la necesidad de luchar por su subsistencia. Las provisiones estaban más o menos garantizadas, así que desde el punto de vista de la subsistencia, los peregrinos eran unos zoquetes.

Y en su existencia relativamente cómoda de no tener que luchar por el alimento, los peregrinos habían olvidado algo importante: la existencia de comida en los alrededores implicaba necesariamente la de depredadores. Como los que ahora observaban a Juan Cruces desde detrás de unos arbustos de la pared de roca. Ojos que esperaban ansiosos la ocasión para correr a informar a sus congéneres de aquella inesperada invasión.

—Martínez, dile a los demás que debemos continuar hacia abajo, hacia el valle, sin detenernos. Hay que agruparse allá abajo.

—La gente se está desperdigando, se está extendiendo el rumor de que ya hemos llegado.

—Pues tenéis que informar de que aún no, de que debemos seguir.

—Y lo estamos haciendo pero la gente escucha lo que quiere. Están cansados y este lugar parece tener todo lo necesario, agua, frutos, …

—Osos.—La palabra apareció de pronto, casi sin avisar.

—¿Osos?

—Osos mutantes.—Afinó el engaño. —Todo este bosque está lleno de osos monstruosos. Dile a la gente que debemos salir del bosque antes de que se haga de noche.

—Osos mutantes…—El hombre se giró y volvió un instante la cabeza para mirar con socarronería a la mujer.—Muy bueno… osos mutantes.

Teresa no prestó atención, se dio la vuelta a su vez y caminó por entre las piedras para acercarse de nuevo a los misioneros que ya empezaban a agruparse en torno a un pequeño claro para escuchar las últimas noticias y decisiones de Juan.

—Dice Martínez que la gente se está separando, que algunos hablan de quedarse por aquí.—Dijo al acercarse al grupo.

—Pues muy bien. Que se queden, menos carga.

Teresa hizo un gesto a Juan. Ya había sido advertida de que no le llevase la contraria delante del resto de misioneros, así que habían convenido una ligera mueca para que le pudiera indicar que ella tenía objeciones respecto de algo que él hubiera decidido o dicho.

—¿Tú qué piensas, zorra?

No habían convenido de que él la trataría como a una basura, pero ella sabía que era la única forma de poder participar en aquél amago de Consejo de Dirección.

—Hay que asegurarse la mayoría de los seguidores para seguir contando con el apoyo de la Corona. Si se crea un grupo demasiado numeroso aquí quizá nuestro grupo pase a un segundo plano.

—Eso parece posible.—Asintió uno de los congregados.

—Deberíamos esparcir un rumor sobre algún peligro si permanecen en el bosque, por ejemplo la existencia de algún monstruo como un oso mutante o algo así.

—Supongo que ya lo has hecho.

—Me temo que sí.

—Zorra.

Quien les observaban desde lo alto de la pared de roca también tenía oidos. Y aquella idea del oso mutante le iluminó la cara.

PRÓXIMA ENTREGA 29 DE SEPTIEMBRE

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