05.51: Contacto



—Aléjate de mí.

—Qué te ocurre. Creo que me he comportado como un amigo.

—Yo no diría tanto, pero no es eso. Voy a tocar en una parte que tiene trescientos ochenta voltios de tensión. Si me equivoco es posible que salga despedido hasta el techo, no quisiera que salieras mal herido.

—¿Porqué no cortas antes de tocar?

—En este punto, la única forma de cortar es detener el aerogenerador. No quiero perjudicar a nadie, mejor te retiras y yo tengo un poco de cuidado.

El interior de la góndola del aerogenerador, a más de setenta metros de altura, era un infierno. La turbina, a pesar de estar refrigerada por aceite, desprendía un calor sofocante y un estruendoso ruido continuo que apenas si les permitía comunicarse.

Pepo hubiera querido subir sólo, pero Willy, el homeópata alemán que hacía las veces de médico de la comuna y El Gamba habían insistido en acompañarle. Uno porque, estaba seguro de ello, pensaba que quizá podría hacerle daño a la turbina, el otro, también estaba seguro, porque pensaba que se iba a largar dejándole con dos palmos de narices.

Ninguno de los dos comprendía lo importante que era para él y sus amigos que aquella caja metálica con una parrilla de pequeños bulbos en uno de sus costados quedase conectada al suministro eléctrico y empezase a trabajar de nuevo poniendo en contacto todos los teléfonos Quamtum que sus amigos coreanos les habían hecho llegar como una primicia antes de que la propia multinacional que estaba fabricándolos los pusiese en el mercado.

Los teléfonos de partículas entrelazadas funcionaban casi de milagro. Los propios ingenieros que los habían diseñado no sabían muy bien los principios en los que basaban su mecanismo de transmisión.

Si, sabían que un par de partículas, una en la matriz y otra en el terminal, presentaban siempre el mismo estado. Si modificabas el estado de una, la otra cambiaba instantáneamente. A más velocidad que la propia luz, lo cual no dejaba de ser un absurdo que se saltaba todas las leyes de la física.

Pero el mecanismo de comunicación mediante partículas entrelazadas había sido literalmente copiado de los que capturaron a los miembros de Mörgendammerung antes de desmantelarla. Así que funcionaban pero nadie sabía por qué.

A él tampoco le importaba ahora cual era el principio físico que permitía la existencia de dos partículas que se comportaban al unísono estuviesen donde estuviesen. Tampoco le importaban las teorías que hablaban de una única partícula vista desde dos puntos distintos del universo o si era un microscópico puente Einstein-Rosen el que las comunicaba. Lo que quería es poder escuchar la voz de sus amigos allá donde estuvieran. Eso lo había estado ocupando más de dos años.

Había pensado mucho dónde ubicar la matriz de partículas, virtualmente la centralita de comunicaciones. Si la enganchaba abajo cualquiera podría desconectarla, cosa que en el caso en que él estuviera fuera sería un auténtico problema. Por eso decidió encaramarse a lo alto del aerogenerador e instalarla en el interior de la góndola, justo después de los electroestabilizadores. Cualquier dificultad era bien recibida si hacía que el presunto saboteador se lo pensara un par de veces antes de consumar su fechoría.

También había pensado dejar su teléfono a Estrella. Eso le permitiría comunicarse con ella estuviese donde estuviese, comunicaría la Garganta de los Jipis con la Cueva del Diablo, los Guardianes de la Alameda y… Suspiró antes de pensarlo: La Alianza Inverosímil.

—¿Queda mucho?—Dijo Willy asomando la cabeza por la escotilla que unía el mástil del aerogenerador con la góndola.

—Un par de minutos. O nueve, depende. ¿Por qué no os bajáis tú y El Gamba?, aquí arriba no hacéis nada.

—El Gamba ya se ha bajado hace rato, se dio la vuelta a mitad del mástil.

—Un tipo listo. Si lo que teme es que me fugue con que me espere a la salida es suficiente.

—¿Qué dices?

—Nada, pensaba en voz alta.

—Está bien. Me voy a bajar, cuídate.

Willy no llevaba bien su regreso. Ya le había sustituido una vez en la alcoba de Estrella, cuando ella decidió que él era alguien interesante. Estaba claro que cuando se fue para recuperar la matriz de partículas le volvió a abrir sus brazos, pero ahora, a su regreso, de nuevo era desplazado. Todo aquél comportamiento de Estrella también le incomodaba a él. No sabía exactamente qué representaba para ella, si era su pareja, un follamigo o un capullo con el que entretenerse.

Willy, por otra parte, tenía su rol de médico. Y eso últimamente no le reportaba ningún beneficio. Un médico naturista, entendido en hierbas e infusiones pero con escaso conocimiento sobre radiación, cáncer o cualquier otra enfermedad realmente seria. Los habitantes de la Garganta ponían en él toda su fe. Pero la fe no cura.

Últimamente los casos de cáncer estaban esquilmando a la comunidad. Los mayores aguantaban con entereza bastante tiempo, pero los más jóvenes apenas duraban un par de meses desde que mostraban los primeros síntomas.

Él había dicho muchas veces que el nivel de radioactividad era demasiado alto, que deberían buscar refugio bajo tierra, pero la comunidad prefería vivir a cielo abierto aunque eso significara una vida corta.

—Más vale una vida corta y placentera que una larga e infernal.

Su hedonismo era tal que habían decidido esterilizarse todos ellos para evitar tener que engendrar hijos monstruosos. Él había rehusado cuando Willy se lo ofreció.

—Es una intervención muy sencilla. Tenemos todo lo necesario para realizarla.

—No, no estoy seguro.

—Yo si estoy seguro de una cosa: los espermatozoides que se fabrican ahí abajo no traerán nada bueno al mundo. Mejor cerrarles la puerta.

—Bueno, pero… y si…

—Tú mismo.

Estrella no opinaba. Respetaba su indecisión. Sin embargo, cuando como consecuencia de algún fallo en sus relaciones ella sufría un pequeño retraso, corría a la cueva de Willy a que le introdujera un cóctel de yerbas que le hacían menstruar al instante. Él se sentía terriblemente culpable cada vez que sucedía eso. Al final habían conseguido encontrar un sistema infalible para evitar los embarazos, aunque él no sería capaz ni en mil años de contar a nadie en qué consistía.

Las manos le temblaban.

Trescientos ochenta voltios justo a la salida del electroestabilizador tendrían un efecto letal sobre su sistema nervioso. Aun así logró conectar un par de cables a dos de las tres fases para obtener doscientos veinte voltios. La nueva conexión contaba con su propio sistema de corte que él había preparado aquella mañana en la puerta de la cueva de Estrella. Con el circuito abierto pudo manipular tranquilamente la conexión a la matriz de partículas.

Se secó el sudor de la frente. Sacó su teléfono del bolsillo y lo colocó sobre uno de los travesaños de acero del suelo de la góndola. Lo encendió.

“Sin conexión”, rezaba. Como los últimos siete años.

Si tenía suerte, en unos segundos aquel mensaje cambiaría. Miró al multiplicador de revoluciones, un juego de engranajes enorme que giraba endiabladamente. Conectó un disyuntor. Conectó el otro.

El panel de leds de la caja que contenía la matriz de partículas parpadeo. Notó la vibración que producían los ventiladores de la propia unidad al activarse. Un ligero resplandor verdoso se extendió por casi todos los bulbos que formaban la matriz. Su teléfono parpadeó. El mensaje “Sin conexión” fue sustituido por el de “Solo conexión local”.

Dejó la matriz de partículas en un hueco del suelo y la sujetó calzándola con un par de tacos de madera que había llevado con él. Luego tomó su terminal y se la guardó en el bolsillo dirigiéndose hacia la escotilla de salida.

Deslizó los pies por ella y tanteó hasta encontrar el peldaño de la escala metálica. Empezó a descender hasta quedar a la altura justa para cerrar la escotilla. El rugido de la turbina amainó. Siguió bajando hasta el cambio de sección. Allí el ruído era mucho menor. Volvió a tomar el teléfono. Seguía indicando sólo conexión local.

Pulsó sobre el icono de contactos. Había cientos, pero eran inaccesibles. Seleccionó filtrar y eligió los contactos locales. Allí estaban: El comisario, De la Fuente, La Peligro, Testu, Jotabé, El Notario… La Ninja.

Paseó el dedo sobre aquella pequeña lista. Se detuvo en La Peligro y lo deslizó sobre la pantalla.

“Llamando”

Sonaba la llamada, una, dos, tres… la espera se le hacía eterna, diez… once… aquello no parecía estar funcionando. La Peligro sabía que en cualquier momento podría sonarle el teléfono y ella siempre lo llevaba colgando del cuello, no tenía justificación que no lo descolgar..

—“¿Dígame?”

—¿Peligro?

—¡Ay Divina Señora!¡Qué alegría de escucharte!¿¡Has hablado con la Ninja, con Tsetsu, con Jotabé, con el Comi…!?

—Tranquila mujer… no he hablado con nadie más que contigo. Eres la primera. ¿Estáis bien por ahí?

—Hartas de comer conejos, pero bien…. ¿Y ustedes?

—Bien… bien… déjame que pruebe con los otros. No llames a nadie, estamos probando ¿vale?

—De acuerdo. Pero llámame cuando termines. Voy a llevarle el teléfono a Hana… ojalá su…—La voz se le quebró.

—Tranquila, aún falta un poco para saber cómo está todo el mundo… te dejo.

Y colgó.

De nuevo la lista de contactos. El comisario. Deslizó el dedo por la pantalla.

No tenía claro que Alfonso Gallardo tuviese el terminal a mano. Había ido a Benalmádena para cumplir un encargo de La Corona y no sabía qué podía haber sido de él.

De nuevo una sucesión interminable de tonos. Nadie al otro lado. Un nudo en la garganta le decía que podía haber ido algo mal. De pronto.

—“¿Dígame?”

—¿Alfonso?

—¡Pepo, Dios, lo has conseguido!

—Si… si… estoy probando, he podido conectar con La Peligro y con usted. ¿Todo bien por ahí?

El teléfono quedó mudo un instante. Casi una eternidad.

—Sí, sin problemas.—Dijo al fin.—Sigue llamando, yo ahora no puedo, pero en media hora estaré encantado de hablar con todo el mundo.

—Bien. Cuídese.

—Igualmente chaval.

Activó la lista de contactos. La mano le temblaba. Los siguientes eran Tsetsu y Jotabé. Habían perdido contacto con ellos hacía siete años, cuando las explosiones de las bases americanas destruyeron las infraestructuras de la vieja ciudad cortando el suministro eléctrico de la matriz de partículas. Lo último que supieron de ellos es que habían sobrevivido a una repentina edad del hielo, una inundación y la destrucción casi total de Ushuaia. Desde entonces nada.

Podrían haber sobrevivido. Es posible que las condiciones de radioactividad en el extremo sur de América no fuesen demasiado peligrosas, pero siete años son demasiados. Deslizó el dedo sobre el nombre del japonés.

Una señal de llamada. El teléfono funcionaba, otra cosa es que estuviese enterrado bajo toneladas de roca. Dos llamadas, tres… diez… quince. Se cortó.

Lo intentó de nuevo con el mismo resultado.

Tragó saliva y probó ahora con el francés. Una llamada, dos… tres… las esperanzas se iban apagando conforme sonaban las señales de llamada, diez… once…

—¿Dígame?

—¿Jotabé?

—Kuchiyose no Jutsu!

—¡Tsetsu!

—¡Pepo, boludo del diablo!¿Cómo…?

—Es largo de explicar… ¿Estás bien?¿Está bien Jotabé?

—Todos bien. Ahora más que bien.

—¿Estáis en Argentina?

—No te lo vas a creer, pero estamos a dos días de vosotros, si es que aún estáis donde yo creo.

—Estamos, estamos… más o menos.

—Mi… mi…

—Tu esposa está bien, y tu hija es una muchacha preciosa. Si llamas a La Peligro podrás hablar con ellas.

—Yo… yo…

—Tú eres el hombre más afortunado del mundo. Y ellas serán las mujeres más felices. Llevan siete años esperando a que regreses y ahora estás casi aquí.—Notó cómo una lágrima caía por su mejilla.

—Amateratsu!—Dijo con la voz quebrada por la emoción.

—Amateratsu, sea lo que sea que eso signifique.





Próxima entrega lunes 8 de septiembre

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