05.49: Primer Contacto
El último feligrés abandonó la oquedad del santuario mientras La Peligro iba apagando las velas.
—¿Peligro?—Sonó un susurro gutural tras ella.
—Si, estoy aquí, pero esto ya se ha acabado.
—Anda mujer, si es sólo un ratillo… que venimos del campo y lo necesitamos.
La travelo volvió a ponerse la túnica y se giró para descorrer la cortina que separaba el santuario de la Gran Gruta.—Cómo que venimos… ¿¡Señora de mi vida, cuántos sois!?
—Siete.
Ante ella, como un racimo de uvas descolgando de la pared de la gruta, siete hombres de la banda del Diablo la aguardaban. Algunos no llegaban a los veinticinco años mientras que otros ya no cumplirían los cincuenta. Todos ellos sucios, desaliñados y con cara de cansancio.
—Joder Manué, si es que he quedao con La China, que está muy sola.
—¡Venga tonta! Sólo será un rato. Luego tendrás toda la noche para estar con ella.
—¡Mira!—Dijo el más jovencillo de ellos sujetando un conejo por las orejas.—Hasta te hemos traído un conejo… ¡como tú no tienes!
Todos rieron con ganas. Hasta que el brillo de las velas resaltó la furia en los ojos de ella y les obligó a callar.
—Bueno, mujer. Ya sabes cómo es El Verrugas, si piensa algo lo tiene que decir.
—Está bien… Pero un rezo rápido y para casita.
Los hombres fueron entrando uno a uno en el improvisado templete. La Peligro, después de haber dejado la ofrenda a buen recaudo, envuelta en una nueva dignidad se dirigió a la pared de roca del fondo y se colocó junto a una vieja muñeca vestida de negro.
—Bien. Qué tenéis que contarle a la Negra Señora hoy. Quién empieza.
—En realidad queremos hacerte una pregunta. Es algo que hemos visto, no sabemos si puede ser un signo de Su próxima venida.
—A ver. Cuéntale a su Adoratriz Máxima. Yo te diré si es un signo o no.
—Al atardecer, cuando el sol ya se había puesto en el horizonte, junto al Lucero del Alba hemos visto una luz lejana e intermitente.
—Una luz, lejana e intermitente.—Repitió la Peligro mientras rebuscaba en su cabeza algo que contestar.—Cómo era la intermitencia, irregular o regular.
—¿Qué?
—Que si era intermitente o simplemente que se perdía y se volvía a ver así, sin más...—Aclaró otro.
—Que si era intermitente automático o así… a lo loco.—Dijo un tercero.
—Bueno, pues parecía automático. Ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no…
La Peligro suspiró desesperada.
Ella era la primera mujer que, sin ser tal, entraba a formar parte de la banda. Su estatus dentro de la Gruta del Diablo quedó establecido en cuanto éste la vio aparecer hacía ya tres semanas.
Y es que en la Cueva del Diablo cada cual debía tener un papel asignado.
Como todo, las relaciones entre sexos estaban absolutamente regladas: las mujeres debían ser protegidas de la radiación lo máximo posible para poder engendrar y dar a luz niños sanos. Los varones sólo tendrían que estar protegidos hasta que, llegada la pubertad, pudiesen dar su semilla pura para ayudar a engendrar dos hijos, ni uno más ni uno menos.
Una vez concluida esa breve función reproductora, los varones no tenían otra que la de proveer al grupo, arriesgando incluso su integridad a cielo abierto, expuestos a la radiación sin más protección que algunos trozos de tejido radioresistente robados a la Guardia Real.
Las mujeres debían permanecer alejadas de los hombres durante toda su vida fértil mientras engendraban y criaban a las nuevas generaciones. Las que habían alcanzado la menopausia podrían servir al grupo haciendo muchas cosas y además podían abandonar el recinto exclusivo de las mujeres y compartir con el resto de la banda el espacio total de la Gran Gruta.
Esa regla, como todas las demás, habían sido dispuestas por el Diablo, la Juana y el Curapupas para garantizar que la banda tuviese una descendencia sana, algo que en el futuro sería muy importante. Pero ésta regla en concreto tenía graves efectos secundarios.
Los hombres, privados del natural desahogo, solían mantener un nivel importante de agresividad que se materializaba en constantes enfrentamientos y altercados, mientras que las mujeres sufrían de cierta melancolía y tristeza. Aunque, cada cierto tiempo, ellas tenían una breve relación con algún jovenzuelo recién fértil y luego el embarazo y la crianza de su bebé durante los primeros años de vida que las mantenía ocupadas y en cierto modo felices.
Lo que parecía no tener solución era el problema de los hombres.
Se organizaron torneos de fútbol bajo la cueva, lucha con navajas de madera o competiciones de escalada pero lo que realmente necesitaban era precisamente lo que tenían vedado. Las hembrras menopáusicas ofrecían algunas ocasiones, pero las pocas que experimentaban el volver a compartir el espacio con los varones regresaban a la Cueva de las Mujeres casi de inmediato, quejándose de un trato inhumano y desagradable.
Así que, a pesar de la oposición del mismísimo Diablo, la Juana y el Curapupas lograron que admitieran las relacionea que al fin y al cabo eran lo común desde la época de los hoplitas. Él aceptó la propuesta que se avino a denominar como “relaciones excepcionalmente toleradas”.
Se designó una grieta de la Gran Gruta para que aquellos hombres que lo desearan se trasladaran allí para vivir lejos de los demás esas relaciones “excepcionalmente toleradas”.
Rápidamente, aquella grieta recibió el nombre de La gruta del Amor.
Nadie, oficialmente, se pasaba por allí en ningún caso buscando aquello que sólo podía obtener de adolescente o por sí mismo.
Oficialmente.
La Gruta del Amor, a la postre, se convirtió en un servicio más a la comunidad de la banda de El Diablo y cuando llegó La Peligro parecía que ese debía ser su lugar.
Pero aquél hombre vestido de mujer que había vivido demasiadas cosas para frivolizar sobre su vida tenía otros planes.
—Aquí falta… espiritualidad.—Le dijo al Notario al poco de llegar.
—Peligro que te conozco.
—No, en serio lechuguino, estos tíos están embrutecidos y las mujeres allí, encerradas, pariendo como cabras en un redil… El Diablo será muy buen… ¿Jefe?
—Líder.
—Eso, pero si no pone un poco más de cariño esto puede reventar en cualquier momento.
—¿Cariño?—El Notario no levantó la cabeza para continuar—Pues eso es lo que te ha ofrecido, un lugar para…
—¡Para nada!—Dijo ofendida.—Si piensa que voy a ponerme mirando para Cuenca cada vez que a uno de esos garrulos le pique el solocotroco lo tiene claro. No lechuguino, no. Me refiero a cariño, a sensibilidad, a espiritualidad.
—Peligro… que nos conocemos.
Naturalmente, los habitantes fijos de las “gruta del amor” también debían salir a hacer batidas de caza, asaltar los convoyes de la Corona o saquear algunas viviendas o edificios abandonados en busca de mobiliario, medicinas o productos del más variado pelaje. Como todos los hombres.
Sólo la Peligro estaría exenta de tal obligación por falta de entrenamiento y capacidad física. Y claro, a la postre sería era ella la gran dama de la gruta del amor, la que estaría permanentemente dispuesta. El problema es que La Peligro ya había hecho ese “trabajo” durante demasiado tiempo y había descubierto otro mucho más lucrativo y gratificante.
También tuvo que contar con el apoyo de La Juana para conseguir que El Diablo le dejara montar aquél tenderete de la Adoratrices de la Negra Señora. Como ya había previsto, inmediatamente tuvo su buena carga de feligreses porque como decía “la gente necesitaba espiritualidad”.
—Bien, si era una intermitencia regular debía ser un juguete de esos que decís vosotros, un dron de la Corona. Porque la Negra Señora tiene hipervelocidad, no la vas a ver de lejos más que un segundo antes de tenerla junto a ti.
—Sí, pero… igual es un mensajero.
—Aquí la única mensajera que hay soy yo. ¡Hala! Ya podéis regresar a vuestros agujeros, y daros un lavadito muchachos, que oléis a zorro del desierto.
Como corderitos, los siete hombres salieron tal y como habían entrado dejándola terminando de apagar las velas para cerrar el oratorio. De pronto, un ligero cosquilleo en el pecho la inquietó.
Bzzz bzzz.
Tardó un segundo en darse cuenta, pero de nuevo volvió esa sensación.
Bzzz bzzz.
Era el móvil, no había duda. Desde hacía muchos años lo llevaba colgando del cuello como un amuleto. Un amuleto que siempre le recordaba que entre ella y la Ninja de los Peines no había conexión alguna. Pero ahora. Ahora estaba vibrando.
Sin darse cuenta, se había arrodillado frente a la muñeca vestida de negro que quería representar la figura de la superheroína, presa de los nbervios. Metió la mano en el escote y tiró de la cadenita que sujetaba el aparato a su cuello para extraerlo.
Allí estaba, zumbando y con un mensaje en pantalla que no acertaba a leer por la proximidad de ésta a sus ojos. En cualquier caso arrastró el pulgar sobre ella y se lo llevó al oído.
—¿Digamé?
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