05.48: Segundo Contacto


Cuando se cumplen nuestros peores augurios descubrimos decepcionados que en realidad no nos lo esperábamos.

Mientras permitimos que se nos muestre el inmenso catálogo de calamidades que la Vida es capaz de tenernos reservado, la esperanza casi no tiene voz, como si no fuésemos nosotros mismos los que en realidad deseáramos que todo saliese bien. 

Por eso, cuando nos ocurre una desgracia de nada nos sirve haberla temido, siempre nos causa dolor y estupor porque siempre abrigábamos una esperanza.

El caso es que allí sentado en el asiento de atrás del SUV de la policía local de Ben Al Madina, Gallardo tenía ahora exactamente esa sensación, a pesar de haber estado casi seguro de que algo malo podía ocurrirle a Daniel García, imberbe espía al servicio de Su Majestad.

Ahora, cuando era conducido para ver el cuerpo maltrecho aunque afortunadamente vivo de su joven escolta, nuevos miedos y sospechas se apoderaban de su mente.

Al ver cómo aquellos dos policías locales que iban en la parte delantera del vehículo y a los que hacía apenas veinticuatro horas el propio Dani consideraba sus compañeros referirse al incidente con frivolidad, tildándolo de “un caso más” mientras una sonrisa adornaba sus rostros, Gallardo tuvo la sensación de haber estado viviendo un espejismo en las últimas semanas.

De repente, aquél idílico enclave que un día fuera una conocida localidad turística y que hoy era un reducto de gente sonriente, saludable y solidaria no le pareció tan paradisíaco.

Como si se hubiese quitado unas gafas que le habían impedido ver, Ben Al Madina apareció ante él con otra cara: un lugar siniestro, lleno de falsos personajes, dirigido por manos ocultas, alimentado por desconocidas fuentes de extrañas sustancias.

En mitad de la locura y la miseria de la postguerra, aquel lugar no podía ser otra cosa que un enorme escenario lleno de locos que negaban la realidad que les rodeaba más allá de las montañas. Una especie de frenopático para gente feliz. Gente que no estaba dispuesta a perder su felicidad por nada tan estúpido como que a un conciudadano le hubiesen destrozado la cara.

—¿Se encuentra bien señor?

—¡¿Eh?!—El enviado real se incorporó en el asiento trasero.—Si, si. Bueno, algo preocupado por Dani, pero bien.

—No se preocupe. En pocos minutos estará con él en el hospital. Verá como no es tan grave.

—Ya. Si ustedes lo dicen.

A los policías parecía haberles dejado tranquilos el hecho de haber dado con su paradero. Así de sencillo. Tenían una misión y la habían cumplido con éxito. A partir de ese momento, nada les preocupaba. Sólo les faltaba ir canturreando.

Tamaña falta de humanidad sólo podía provenir de adultos que se comportaran como niños egoístas, incapaces de empatizar con el sufrimiento de sus iguales.

Ben Al Madina le pareció repentinamente un lugar frío y falso, donde nadie era lo que realmente parecía. Miró por la ventanilla aparecer las primeras casas que iban desfilando al paso del vehículo. Las personas sonreían, se tocaban, paseaban o jugaban con sus hijos. Aparentemente había armonía y felicidad.
 
Quizá Ben Al Madina fuese una especie de Shangri-La post-nuclear en el que sus habitantes verían todo desde otra perspectiva, mucho más trascendental.

Descubrió que su mente vagaba de un razonamiento a otro sin rumbo, perdida entre la responsabilidad de haber enviado a un chico inexperto a una misión que se había demostrado como muy peligrosa, la preocupación por sus amigos abandonados en la sierra, el peso de las obligaciones contraídas con la Corona o la incertidumbre de qué hacer con su vida después de catar los beneficios de la nano medicina.

Había muchas más cosas que tiraban de su atención en mil direcciones distintas, impidiéndole ver con la claridad que era de esperar de sus dotes deductivas reforzadas.

Debía hacer algo para eliminar factores de distracción, debía pensar con claridad para intentar reconducir sus planes, acotar y priorizar.

Pero, cuáles eran esos planes.

Hacía apenas dos horas parecía tener todo perfectamente encajado. Cómo podía ser que la sola falta de una de las piezas amenazara con dar al traste con todo.

—¿Le ocurre algo al coche, Carlos?

—¿A qué te refieres?

—El coche… ¿no está pitando algo, un aviso de algo?

El conductor miró el cuadro con atención antes de responder a su compañero.

—Todo está bien. Yo no oigo nada.

—Ha sido como un bzzz bzzz. Algo parecido al zumbido que hacía un teléfono móvil al vibrar, ¿lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo… pero no escucho nada que se le parezca.

La conversación de los policías había pasado por los oídos de Alfonso Gallardo como el murmullo de la rodadura. Hasta que escuchó la palabra teléfono.

Los teléfonos no existían ya.

Había radios, interfonos y walki-talkis, pero no teléfonos. La infraestructura de comunicaciones había desaparecido con la civilización. No existían los teléfonos, ni fijos ni móviles.

El único teléfono que podría estar sonando lo llevaba él encima.

Hacía más de siete años que aquél artilugio sólo mostraba el mensaje “Sin conexión”. Pepo había ido a la ciudad a recuperar la matriz de partículas que permitiría que tuviesen conexión unos con otros y tenía el propósito de ponerla en funcionamiento. Y ahora aquél tipo decía haber oído zumbar un viejo móvil.

Deslizó su mano derecha hacia el bolsillo delantero de su pantalón. Notó el tacto cálido y aterciopelado de la carcasa del teléfono Quatum. Lo sacó y lo miró un instante antes de darle la vuelta. La sangre le subió al cuello de golpe. El mensaje “Sin conexión” había desaparecido. En su lugar estaba la pantalla normal de funcionamiento, en el margen superior parpadeaba una frase sencilla: “Solo conexión local”.

¿Sólo conexión local? ¿Qué demonios quería decir aquello?

Necesitaba comprobar si, como esperaba, Pepo había conseguido conectar la matriz de partículas y si eso era suficiente para que pudiese ponerse en contacto con sus amigos. Quizá eso fuera lo que necesitara, hablar con alguien “normal”.

Pero no podía trastear en el móvil delante de aquellos dos agentes. Nadie tenía teléfono operativo en aquellos tiempos. Él mismo había contado que aquél aparato le servía de amuleto para justificar llevarlo siempre encima y cuando los demás veían que en la pantalla ponía “Sin Conexión” le devolvían siempre una mirada compasiva.

—Perdonad, ya estamos en la ciudad. Me gustaría ir caminando hasta el hospital.

—Oh, me temo que no va a ser posible, señor. Son órdenes del gobernador.

—¿Es que estoy detenido?

—No, por favor. No nos malinterprete. Simplemente tenemos órdenes de dejarle en el hospital y debemos cumplirlas. Una vez allí puede ir a donde desee. Sólo nos faltan un par de minutos para llegar.

¿Y si en ese par de minutos sonaba el teléfono?

No podía arriesgarse a que se lo arrebataran, era demasiado importante para él. Era lo más importante.

Hubiera manipulado el aparato para evitar que sonara pero después de siete años no era capaz de recordar cómo hacerlo. Sólo podía pedir que ni Pepo ni ningún otro miembro de la antigua Alianza Inverosímil tuviese la ocurrencia de llamarle.

Volvió a guardarse el aparato en el bolsillo apretándolo contra el muslo para amordazarlo.

El hospital de Ben Al Madina era una antigua clínica cercana al centro que solía estar prácticamente desierta. Hasta en eso eran afortunados los benalmadinenses. Su silueta cuadrada y rechoncha apareció al final de la calle al dar el SUV un giro a la izquierda. El corazón de Gallardo empezó a latir cada vez con más fuerza haciendo que una incipiente sensación de angustia se fuese apoderando de él.

Una pelota salió de entre dos coches obligando al vehículo a detenerse. Un niño corrió tras ella sin mirar si algún vehículo se aproximaba.

—Como no hay coches, ya la gente ni mira.

—Detrás de una pelota…

—…siempre va un niño.

—¿¡Escuchas!?

—¿Qué?

—Otra vez… ese bzzz, bzzz.

Ahora Gallardo también lo había sentido, en su mano. Sólo fueron un par de señales, quizá el sistema había vuelto a desconectarse, o había recibido un mensaje.

“Bzzz bzzz”

—¿Lo has escuchado? Suena detrás…

La señal se repetía. Era una llamada, no había duda. Gallardo necesitaba encontrar una respuesta y el momento de llegar al hospital parecía cada vez más lejano.

“Bzzz bzzz”

—Parece que suena en el asiento de usted… ¿no oye nada?

—¿¡Eh!? ¡Oh! ¡Claro! Es mi amuleto.—Gallardo extrajo el aparato de su bolsillo aunque se guardó mucho de dejar que viesen su pantalla—Avisa de que no tiene batería.

—¡Ah…!—Los dos agentes se cruzaron una mirada de complicidad.

“Bzzz bzzz”

—Como siga sonando se acabará la batería mucho antes… no debió ser un modelo demasiado “listo”.

“Bzzz bzzz”

—¿Me deja verlo, a lo mejor puedo ajustarlo para que no sea tan insistente?

—No se preocupe… no me molesta. Me hace imaginar que vivimos en un mundo con teléfonos, como antes.

—¡Ah!—Volvieron a cruzarse las miradas.—Como si le llamaran, ¿no?

“Bzzz bzzz”

—Si… sé que es una tontería, pero hay tantas manías raras en estos tiempos.

—Y que lo diga, a este, sin ir más lejos, le gusta mandar mensajes a los extraterrestres con una lámpara de señales. Todas las noches.

—¡No es a los extraterrestres!—El otro agente pareció irritarse.—Es a… ¡Bah! ¡Vete al carajo! ¡Para, que ya hemos llegado!

—Bueno, bueno. No te pongas así, todos tenemos manías…

El excomisario aprovechó el repentino mal entendido entre los dos agentes para abandonar el vehículo. Entró en el hospital donde una somnolienta chica le observaba desde detrás de un mostrador.

—Vengo a buscar a…

—Ya, ya. Habitación ciento doce, en la primera planta.

“Bzzz bzzz”

Gallardo temblaba cuando tomó el recodo de la escalera. El móvil vibró de nuevo y, aprovechando que no estaba a la vista de nadie, descolgó.

—¿Digame?

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