05.46: Piratas II



El viejo Jalil miraba entre las volutas de humo de su narguile disfrutando del particular efecto que producían sobre los rostros de sus compañeros.

Como siempre, el tonto de Mazim no paraba de hablar aturdiendo a cuantos quisieran seguir el hilo de su cháchara. Adib parecía ser uno de ellos, moviendo de vez en cuando su cabeza en gesto de aseveración, aunque lo más seguro es que estuviese con la mente en otra parte, organizando algún negocio más allá de aquellas cuatro paredes.

De pronto se sintió transportado. Era el momento justo en el que el kiff le llegaba al cerebro. Entonces todo se volvía vacuo, intranscendente e incluso ridículo. La voz de Mazim era estridente, como la de un viejo disco de vinilo reproducido a mayor velocidad y la cabeza de Adib, al moverse de arriba abajo, parecía como la de aquellas figuritas de perro que, de niño, solían ponerse en la bandeja trasera de los coches.

Sus ojos estaban enrojecidos y su boca empezaba a secarse así que decidió no dar las siguientes dos caladas a la pipeta del narguile. Sabía que si fumaba demasiado rápido terminaría aturdido en un rincón del cafetín de Yazid, tirado como un trapo.

La luz era tenue, casi inexistente, de forma que sólo veía con claridad los rostros del charlatán de Mazim y su mecánico oyente. Al fondo podían estar otros miembros de la cofradía pero ahora mismo le importaba más el sonido del mar que llegaba a través de las paredes de tablones, suave y cadencioso, que el murmullo de sus voces.

De repente sintió una bocanada de aire fresco y limpio con olor a sal. Alguien había abierto la puerta que daba a la playa. Se giró con dificultad e intentó enfocar las figuras que se recortaban a la luz de la luna. No fue capaz, así que volvió a mirar hacia adelante para reencontrarse con el narguile. Recordó que aún tenía la pipeta en la mano derecha pero no recordaba cuánto tiempo hacía que no daba una calada. Volvió a fumar.

Mientras el viejo Jalil iba entrando en trance bajo los efectos del cannabis, algunos otros clientes del cafetín también se habían girado para ver quién entraba en ese momento.

Eran un par de hombres vestidos al estilo bereber, con su turbante a medio liar en torno a la cara, el caftán blanco ceñido a la cintura y los pies descalzos. Nada más cerrarse la puerta tras ellos fueron olvidados por los otros clientes que volvieron a sus ocupaciones.

Los dos bereberes se acercaron a uno de los rincones que estaban libres y tomaron asiento en el suelo junto a una pequeña mesita de enrevesada tracería. Al poco un chico que no debía tener más de diez años se acercó a ellos.

—Kisam d ataay?
—Tnim, sukram.
—Kiyyef?
—Say.

El chico se fue hacia una pequeña puerta que había en una de las paredes y desapareció.

—Le he dicho que no queremos fumar, mejor nos tomamos antes un té.

—La verdad es que no he fumado yerba en mi vida, pero si no te importa, preferiría probarlo en un lugar más discreto.

—De todas formas con el humo que hay aquí ya tienes suficiente.—El hombre se acomodó cruzando las piernas bajo él— Como ya te dije, vengo a menudo a fumar. Aunque no lo creas es mucho más discreto que hacerlo en tu habitación del hotel. Aquí lo hace todo el mundo. Nadie se fija en los demás. Pero entiendo que la primera vez prefieras hacerlo en un lugar sin público.

—Tengo que agradecerte de nuevo que me hayas traído.

—No tienes porqué. Lo que ha sido difícil es que hayas logrado dar esquinazo al envarado de Gallardo. ¿Se lo tiene muy creído, no?

—Sí. La verdad es que se comporta como un auténtico gilipollas. Se siente tan importante siendo el enviado de la reina.

—¿Y no crees que siempre ha tenido que ser así?

—No tengo ni idea. Se dice, se comenta… pero no perdamos el tiempo hablando de él, por lo que a mí respecta, Alfonso Gallardo hoy no es mi jefe.

El chico volvió a salir por la pequeña puerta con una bandeja de metal sobre la que iban un par de vasitos de cristal de colores y esmalte dorado y una jarra de plata-estaño llena de té con menta. Caminó con habilidad esquivando los cuerpos de los clientes que se iban desparramando por los kilims del suelo y se arrodilló para servirles.

Mientras tomaba el vasito con las yemas de sus dedos para no quemarse y se lo acercaba a la boca, un intenso aroma a yerbabuena le picó en la nariz. Clavó sus ojos un instante en la figura de su compañero y recordó lo que Gallardo le había contado aquella tarde.

“Si quieres acercarte a los arrabales de Ben-Al-Madina hazte amigo de él, te recibirá con los brazos abiertos y seguro que le sacas hasta el nombre de su gato”

Según Alfonso Gallardo, Benavides Falcón, el anterior embajador de la Corona en Ben-Al-Madina, tenía todos los componentes del antihéroe: mezquino, cobarde, traidor y una larga lista de palabras que no entendió pero que sonaban fatal.

“No es querido por los de aquí porque no aporta nada a nadie, como me dijo el Gobernador de la ciudad. Pero no puede ir a ningún otro sitio porque en ninguno lo querrían, por no decir lo que haría la reina con sus propias manos si le pudiese echar el guante.”

Estuvo a punto de preguntarle si todo aquello se lo contaba para quitarle las ganas de quedarse a vivir allí, pero se contuvo. No quería que el enviado real recordara la conversación que habían tenido el día anterior, y menos en aquél momento.

“¿Y cómo me acerco?”

Recordó que su jefe había suspirado con desesperación. La verdad es que Benavides tenía algo de razón, Gallardo era un poco creído. Hablaba siempre con afecto, pero también con cierta superioridad no exenta de justificación. Era listo. Endiabladamente listo, rápido, sagaz y un montón de palabras raras más que él había leído en el pequeño informe que le dieron en la Guardia, cuando les comunicaron que al día siguiente iniciaban aquella misión.

Su compañero le había asegurado que aquella era la oportunidad de ambos para dejar de ser un par de guardias y convertirse en algo más. Ahora debía estar criando malvas en algún monte de la sierra. Suspiró.

“¿Qué es lo que le gusta a Benavides?”, le había preguntado Gallardo.

“Todo”, le contestó. Pero el excomisario se le quedó mirando con lo que no tuvo más remedio que seguir dando explicaciones. “Todo lo que no suponga trabajar, quiero decir, salir, beber, estar de fiesta, en la playa, fumando hachís, con fulanas, ya me entiende.”

“Todo lo que no sea un esfuerzo ni suponga un crecimiento personal. No lee, no hace deporte, no trabaja. Pues ya sabes cómo acercarte a él, haciéndole ver que te gusta lo mismo.”

La verdad es que fue más fácil de lo que había imaginado. Sólo tuvo que preguntarle por algún sitio para comprar hachís y el memo de Benavides le echó el brazo por encima como si fueran amigos de toda la vida. Se notaba que estaba falto de cariño, porque no puso ningún impedimento para organizar aquella escapada hacia el cafetín de Yazid donde, según él, se podía conseguir la mejor grifa de todo Ben-Al-Madina.

Cuando se lo contó a Alfonso Gallardo le felicitó con sinceridad.

“Daniel García, has conseguido un pleno: contacto confiado, lugar sospechoso y ubicación idónea, justo al lado de la cala de los barcos. Mi enhorabuena muchacho, si todo va bien, hoy verás tu primer pirata.”

Luego le había dicho no se qué de no correr demasiado y dejar que la primera cita fuera por el camino que quisiera su objetivo, como le gustaba llamar a Benavides. Así que allí estaba, tomando té con mil cucharillas de azúcar y un montón de yerba en el interior y respirando una atmósfera fragante y espesa que junto con la escasa iluminación y el murmullo del mar y las conversaciones le estaban dando más sueño del que le gustaría tener.

—A parte de aquí, dónde sueles ir por las noches.

—¿Me estás interrogando?

—No. Estoy barajando la posibilidad de hacer lo mismo que tú.

—¿Desertar?

—Hombre… dicho así. Pero mira, sí. Desertar.—Y tomó aire como si aquél rol le hiciera sentirse orgulloso.

—También me voy de putas, aunque tú no tendrás porqué hacerlo. Yo estoy un poco decrépito para atraer a las mujeres sin que a cambio les pague un buen pellizco.

—¿Y con qué les pagas?—Dio de nuevo un pequeño sorbo al té.—No he visto dinero por aquí.

—Pues lo hay, son una especie de bonos, números en una cuenta. La contable del Gobernador lleva las de todos los habitantes y sus funcionarios visitan los locales, comercios y patronos de la zona para ajustar los saldos todos los días.  Así añade lo que nos pagan y resta lo que nos gastamos. Si te vas quedando sin fondos te hacen llamar y te obligan a trabajar para recuperarlo. Si acumulas demasiado dinero te hacen repartirlo, con lo cual, todos estamos trabajando algunas horas y disfrutando otras tantas.

Daniel recordó las palabras del comisario: “Está solo porque no aporta nada a nadie.”

—¿En qué trabajas tú, Benavides?

—Esas son demasiadas preguntas, muchacho. Lo que debes preguntarte es en qué trabajarías tú si decides quedarte, y puedo asegurarte que encontrarías ocupación rápidamente.

—¿Por ejemplo?

—Policía. De hecho ya lo eres. La gente de la policía local habla muy bien de vosotros dos.

—No quiero ser policía.

—Estibador del muelle. Eres alto y fuerte, se te rifarían.

—Otra cosa.

—Espía—Dijo una voz a sus espaldas.

El muchacho se giró para ver el rostro de quién le había destapado en su primera misión, pero sólo pudo distinguir una sombra.

—¿Quién eres?

—El que ahora le toca preguntar.

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