05.42: La Garganta de los Jipis II


Para el Notario era difícil determinar dónde empezaba la Garganta de los Jipis. Tras atravesar la vega que rodeaba al par de cerros testigos como había descrito Pepo la noche anterior, empezaban a escalar por la ladera de uno de ellos siguiendo un camino de cabras apenas dibujado junto al curso del río.

El camino era caprichoso. No sólo aparecía o desaparecía a su antojo, sino que también en ocasiones se alejaba del pequeño riachuelo que bajaba de la montaña hasta casi perderlo de vista entre matorrales y arbustos o se acercaba tanto a él que terminaba escondiéndose bajo su cauce lo que les obligaba a meterse en el agua hasta las rodillas.

No menos caprichosas parecían las paredes de arenisca que los flanqueaban a medida en que se hacían más altas y se ceñían sobre sus cabezas. Fueron éstas las que ayudaron al Notario a determinar el punto en el que decidió situar la entrada a la Garganta.

Las paredes eran aquí casi verticales, de apariencia maciza si bien de vez en cuando dejaban caer grava y polvo sobre sus cabezas. La luz se colaba por una estrecha apertura a más de cien metros pero apenas llegaba a ras de suelo, retenida por un laberinto de matorrales.

Otro de los indicios que hicieron pensar al Notario que estaban en la entrada en la Garganta era que el camino llevaba desaparecido bajo el cauce del río demasiado tiempo. Caminaban ya con el agua hasta la cintura evitando hoyas y remolinos gracias a las rápidas indicaciones de sus captores. Éstos mantenían las escopetas con las que los habían encañonado hasta hacía un minuto por encima de sus cabezas intentando que no se mojaran ni se enredaran en los matorrales bajos.

Un fuerte olor a moho picaba en la nariz del Notario. No provenía sólo de la parte de las paredes que el río llegaba a mojar, la umbría y los arbustos concentraban en el pasaje bastante humedad haciendo que a las dificultades propias de la estrechez del camino se añadiera cierta sensación de sofoco o falta de oxígeno. Por no hablar de la variada colección de insectos que los acompañaba picoteandoles acá o allá. Llegó un momento en que el Notario dudó: aquella  podía ser la entrada de la Garganta o la del mismísimo infierno.

Pero le convenció de lo primero la presencia de algunas siluetas humanas intuidas en salientes de roca o madera sobre sus cabezas. Como había comentado El Gamba la noche anterior, era difícil entrar en la Garganta. En aquella ocasión el Notario daba fe de ello.

Al poco rato aunque las condiciones fuesen incómodas, empezaron a caminar con cierta soltura. Pepo se había descolgado la mochila que albergaba la matriz de partículas para llevarla a pulso sobre su cabeza aunque al poco tuvo que optar por transportarla sobre uno de sus hombros, por lo demás, si se obviaba la artrosis del Notario, el acceso era difícil pero no imposible.

Los arbustos, sabedores quizá del extraño equilibrio ergonómico al que había llegado el grupo, se esforzaban en hacerle el trayecto aún más incómodo extendiendo sus ramas hacia abajo para formar dolorosas cortinas de pinchos invisibles en la penumbra del lecho cubierto.

Un rumor que parecía provenir de delante se fue haciendo cada vez más presente. Era una pequeña cascada que les cerraba el paso. Uno de sus captores señaló a la derecha donde un grupo de piedras de pizarra formaban algo parecido a una escalera sobre la vera del río. Pepo, que marchaba primero, se encaramó a ella no sin antes dar un par de traspiés que le desollaron una de las pantorrillas. El Notario aprendió de su compañero y se encaramó a la improvisada escalinata con mayor fortuna a pesar de su evidente torpeza. El Gamba y los dos que les escoltaban subieron sin dificultad.

La escalera llevaba al inicio de un camino que tras sortear un par de frondosos matorrales salía a la luz dejando atrás el incómodo túnel de ramas, cantos rodados y agua.

Las paredes de la garganta se extendían ahora hacia arriba como muros de grava, inmensos y amenazadores. Entre ambas formaban un circo que rodeaba un estanque de proporciones considerables. El aire era de nuevo fresco, limpio y fragante. La imagen dejó al Notario con la boca abierta.

—¡Dios mío!
Si miraba trás él sólo podía ver un apretado reguero de arbustos y plantas que unía ambas paredes en el vértice de una gigantesca uve azul celeste. Por debajo de aquella maraña de ramas y hojas habían caminado mojados hasta las cejas pero nadie desde la Garganta podría imaginar que allí abajo discurría un rio que más adelante saldría a cielo abierto.
Quizá el murmullo del agua sirviera de pista, pero sólo para indicar que el estanque que tenía justo enfrente de él desaguaba por allí.

Si miraba hacia adelante lo que veían sus ojos no podía intuirse desde la extensa vega que rodeaba a los cerros. La Garganta era aquí profunda y frondosa. Un bosque de galería se extendía a ambos lados del estanque ocultando los primeros metros de sus altas paredes cubiertas hasta la cima por arbustos y matorrales. Allá arriba se erguían orgullosas contra el cielo azul intenso las siluetas de algunos aerogeneradores como modernos gigantes metálicos. Abajo, la negrura del estanque daba cuenta de la profundidad de sus aguas.

El camino no continuaba por la ladera derecha, a la que había salido el Notario, ni por la izquierda, cuyo acceso parecía imposible. Simplemente acababa en una pequeña playa en la que alguien había clavado un tronco de madera con una larga soga atada en la punta que colgaba sobre el agua hasta sumergirse.

Elevando la mirada de nuevo hacia el horizonte era relativamente fácil hacerse una idea de las dimensiones de aquél lugar observando el tamaño de los aerogeneradores más lejanos, aquellos que se perdían en la bruma de la distancia.

—Camine hasta la orilla viejo.—Los dos hombres que le habían encontrado en el borde de la vega salieron por fin de entre los arbustos. Eran menudos, calvos, esqueléticos y pellejudos, pero de  aspecto fuerte y rostro correoso.
—¿Cómo piensan sacarnos de aquí, nadando agarrados a la cuerda?—El Notario había hecho demasiadas concesiones ya. Había abandonado su barrio para ir a la sierra, vivir entre bandoleros, como un topo, vagar por una vía cubierta de matojos, dormir al raso y ser apresado por aquellos tipos que le habían llevado a adentrarse en aquel desfiladero lleno de agua, roca y maleza, pero no estaba dispuesto a demostrar sus inexistentes dotes de nadador.

Uno de ellos dio un grito como toda respuesta.

¡Eoeeeee!

El grito rebotó por las paredes repitiéndose conforme se alejaba. La respuesta, en forma de bramido grave y armónico no se hizo esperar.

¡Booooo!

Casi al mismo tiempo, la soga que colgaba del tronco se empezó a tensar.

—No se preocupe, vendrán a recogernos en una balsa. Pero será mejor que se siente y descanse, aun quedan unos minutos para que llegue.

Pepo se acercó al viejo y se sentó junto a él sobre una pequeña roca plana que parecía haber sido dejada allí con ese propósito. Lo primero que hizo fué examinar la mochila. Había recibido algunas salpicaduras pero su interior estaba seco.

No sabían cómo podía afectar la humedad a la matriz de partículas pero después de haber estado siete años abandonada en el sótano de la fundación, aquél chisme parecía más robusto de lo que podía esperarse de un artilugio de última tecnología.

—Así que estos son tus amigos...—Susurró el Notario a su oido con cierta sorna.
—Estos no. Creo que pertenecen a un grupo que habitaba en uno de los recodos del río, aguas arriba. No solían participar de la actividad de la comuna. Si te fijas, ni me han reconocido.
—Ni tú has hecho nada para que lo hagan. ¿Crees que podríamos tener algún problema?
—No lo sé Notario. La gente de aquí no suele merodear allá afuera. Es una sorpresa habernos encontrado con estos tipos. Tal vez, durante mi ausencia, haya pasado algo que cambiara los roles en este pequeño paraiso.

El viejo volvió la cara hacia el estanque y aspiró una bocanada de aire.
—Sí que es bonito, si. Pero, no veo a nadie, excepto esos que estaban en la entrada, allá abajo.
—Son los guardias de la puerta sur. En eso no ha cambiado nada la cosa. Tienen unos cuernos y avisan si viene alguien. Cada semana son relevados. La comuna está mucho más al interior.
—Supongo que no tenemos de qué preocuparnos.
—Te digo que no lo sé. Estos tipos no me parecen demasiado... jipis.
—Quizá les haya alertado la presencia de El Gamba. Lleva un uniforme de la Guardia Real.
—Y es un bandolero de la sierra, en cualquiera de los dos casos alguien non grato para la comunidad.
—¿Qué suelen hacer cuando llega alguien que no les gusta?
—Normalmente se le ponen trampas y obstáculos. Al final todos se rinden y se largan. Desde fuera no se puede saber cómo es esto, así que tampoco insisten demasiado.
—¿Y si lo hacen?
—Que yo sepa nunca se ha dado el caso. Los de aquí son muy pacifistas, pero muy poco sociables con quien viene de fuera. A mi tardaron en aceptarme mucho tiempo, y eso que tenía a Estrella de madrina.
—Una buena Estrella.
—Espero que siga siéndolo. —Miró con aprensión su mochila y luego a la desgarbada silueta de El Gamba.—Tenemos cosas que hacer y todas dependen de la predisposición de la comuna.


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