05.41: La Garganta de los Jipis I




La luz había ido abandonando el paisaje sin que ellos se hubiesen dado cuenta.

Caminaban desde la Cueva del Diablo hacia la Garganta de los Jipis por la vieja vía del tren revisando de trecho en trecho las condiciones del tendido eléctrico. No había sido un trayecto demasiado duro pero el viejo Notario apenas si podía caminar más de una hora seguida sin tener que detenerse un buen rato a descansar. Y, aunque mucho más ágil, Pepo iba cargando con la compacta y pesada matriz de partículas por lo que también agradecía las paradas para descolgarse aquél cubo metálico que le estaba destrozando la espalda.

El único que hubiese querido caminar más deprisa era su guía, El Gamba. Sin embargo también él se demoraba.

Quizá fuera porque a la vuelta El Diablo le estaría esperando para tomar contra él las medidas disciplinarias que correspondían a un hombre que había mantenido relaciones sexuales no autorizadas con una mujer, como era su caso. Y esas medidas no podían ser otras que la expulsión de la cueva.

La gente pensaba que aquello consistía en perder la protección de la roca, abandonado por la banda, obligado a vagar solo por la sierra. Pero él sabía que era mucho peor.

La banda de El Diablo no podía permitir que fuese capturado alguien sabedor de dónde se escondían, de sus medios y estrategias o de la identidad de sus integrantes. Podría delatarlos a alguna otra banda o, peor aún, a la mismísima Guardia Real. Por ese motivo cuando el expulsado se perdía de vista, tras la primera loma, le rebanaban el cuello.

Él mismo se había encargado de acabar con más de uno eliminando luego cualquier vestigio de lucha, cadáver incluido.

La gente de la Cueva creía que la expulsión era una mala cosa, pero no sabía cuán mala era.

Por eso era tan difícil para El Diablo tomar esa decisión con él. Porque al contrario que el resto de miembros de la banda, él si sabía lo que significaba la expulsión. Y porque siendo su mano derecha, expulsarlo sería como cortársela. Sin embargo, El Diablo debía ser inflexible, no podía mostrar compasión o tomar decisiones arbitrarias o que demostraran debilidad. Se lo había explicado muchas veces: “La gente necesita saber quién es su líder y qué puede esperar de él”

Quizá le había ofrecido guiar a aquellos dos hasta la Garganta de los Jipis para darle la oportunidad de huir con vida. Por eso tuvieron que esperar a que La Chinita le hubiese terminado de ajustar el traje radioresistente del guardia al que había degollado unos días antes.
Pero él no tenía ninguna intención de abandonar la banda. Desde que se había unido a ella, desde que se convirtiera en la sombra de El Diablo, no había hecho otra cosa que trabajar para él. Afuera no sabría qué hacer ni dónde ir.
Por otra parte estaba convencido de que El Diablo le perdonaría, tenía que hacerlo. Así que tenía el firme propósito de volver.

Aunque no tuviera demasiada prisa.

–Acamparemos aquí. Mañana al amanecer continuaremos.
–¿Queda mucho?
–Un par de horas pero son las más duras y estamos demasiado cansados para seguir, especialmente tú viejo.

El Gamba se dejó caer sobre una roca.
–Además está lo de entrar en la Garganta. Esos pánfilos se han preocupado mucho por ponerlo difícil.
–Entonces es que no serán tan pánfilos.–Dijo el Notario sentándose con dificultad.

La luz del sol daba sus últimos destellos por el oeste empujada por el festón de estrellas de la Vía Láctea. Durante los minutos que duró el crepúsculo los tres hombres permanecieron mudos contemplando el cielo hasta que la inmensa negrura del espacio terminó por cubrirlo completamente.

–Se está levantando brisa. Encendamos una hoguera.
–¿Estás seguro, Gamba? Los drones de la Guardia podrían volver. Hemos estado esquivándolos todo el camino.
–¿A estas horas? Si de día son cegatos y torpes imagínatelos de noche.
–Entonces para qué los usan.
–Supongo que les darán sensación de control, ¡yo qué sé! Acércame aquellos palos.

Desde luego, aquél no era el primer fuego que encendía el bandolero. Al poco tiempo la hoguera proporcionaba un agradable calor mientras iluminaba un círculo de luz interrumpido a tramos por las sombras de los tres hombres.
–Traje un poco de queso de cabra y pan, por si nos hacía falta.
–Muy bien viejo, yo traigo algo de coñá, por si hacía rasca.
–¡Vaya!–Pepo les miró compungido.–Si lo llego a saber me hubiera traído la guitarra.

Los tres rieron envueltos en una extraña sensación de camaradería. Estuvieron repartiéndose los trozos de queso y el pan del Notario y bebiendo del coñá del bandolero durante un buen rato. Por fin, el viejo rompió el silencio.

–¿Por qué se llama la Garganta de los Jipis?
–¡Oh…!–Dijo El Gamba engolando la voz–Viejas historias y leyendas… a falta de guitarra...
–No en serio, por qué.

Pepo tomó el último trozo de queso y se lo llevó a la boca. Luego tomó un palito y empezó a dibujar en la tierra junto a la hoguera.

–La Garganta de los Jipis es un estrecho desfiladero que separa de noreste a sureste dos cerros testigo que se yerguen en mitad de una gran vega, en aquella dirección.–Dijo señalando hacia el oeste.

–La hendidura la ha realizado durante milenios el curso de un pequeño río que en el verano, cuando la sequedad se apodera de todo, apenas si lleva un hilo de agua.

«El resto del año y sobre todo en primavera, el rio baja caudaloso y es desangrado por miles de acequias que distribuyen su agua por los huertos que lo rodean. Pero aún así,  al llegar a la garganta, sus aguas conservan la suficiente fuerza como para pelear contra las rocas, salvar las grietas y rodear las paredes que modifican su curso, le obligan a saltar metros en el vacío o lo detienen y calman en pozas de aguas cristalinas.

–Muy bonito.–Dijo El Gamba limpiándose la boca con la manga.–Pero no le has contestado.
–Es verdad, eso explica que se llame garganta, pero lo de los Jipis…

–A eso voy.–Pepo inspiró el aire dejando que su aroma a vegetación y tierra húmeda le cosquilleara en la nariz.–La  belleza de la orografía de la garganta convirtió a estos dos cerros en mitad de aquella enorme planicie en un atractivo turístico para las personas amantes de la naturaleza.

«Su acceso era difícil pero el final merecía la pena y no eran pocos los grupos de naturistas que decidían pasar sus vacaciones en ese entorno agreste del que apenas salían para comprar comida, bebida o cannabis. Por eso con el tiempo se la conoció como la Garganta de los Jipis llegando los lugareños incluso a olvidar su auténtico nombre.

-¡Ah!–El Notario dio un nuevo sorbo al coñá–Entonces de ahí su nombre, pero los que están ahora allí no son realmente jipis.

–¡No!¡Qué va!
–Bueno, Notario, imagínate.–Pepo apago su tono de voz obligando a sus compañeros a acercarse a él para poder escucharlo mejor.–La Guerra nos sorprendió a cada uno en lo nuestro, allá donde fuera que estuviésemos. Celebrando alegrías o llorando penas, comprando o vendiendo, ayudando o dejándonos ayudar, defendiendo o amenazando.

–A mi me encontró en el trullo. La verdad es que nos vino bien. Al poco estábamos todos fuera aunque tardamos en saber por qué los carceleros se habían largado abandonándolo todo.
–Nuestras pequeñas historias se detuvieron.–Reflexionó el viejo con la mirada fija en las llamas.–Terminaron en un gran punto final.
–Y que lo digas viejo.
–Para muchos no fue un punto y final, ¿no crees notario?
–Es verdad. Algunos iniciamos nuevas historias, nuestras miserables vidas de ahora.

Los tres guardaron un sentido minuto de silencio. Por fin, Pepo suspiró y continuó su relato.

–Aquí en la Garganta de los Jipis la Guerra sorprendió a bastante gente. Grupos de amigos, familias alternativas, parejas de novios, excursionistas de fin de semana y algunos apasionados de la geografía, la botánica o los bichos.

«También aquí llegó la noticia del fin del mundo pero al contrario que en otros sitios no hubo ni un solo día caótico. Desde el primer momento se organizaron, cerraron la garganta por ambos lados y se dedicaron a lo que siempre habían querido hacer: vivir en la naturaleza.

–¿Y les va bien?
–Bueno,–Pepo se encogió de hombros.–La radiación es importante, las aguas limpias esconden una carga de veneno invisible que afecta a la salud de sus habitantes, pero de algún modo sobreviven con una calidad de vida aceptable.

–Prefieren la luz a la oscuridad.–Dijo el Notario mirando con severidad a El Gamba como si él fuera el culpable de que su clan viviera bajo tierra.
–Están locos. Demasiado tiempo al aire libre es un suicidio.
–¿Y de qué viven?–Se volvió de nuevo hacia Pepo.

–En las terrazas más elevadas han plantado sus huertos y en las profundidades de la garganta sus casas. Al poco de que me dejaran unirme a ellos logramos poner en funcionamiento un aerogenerador de la media docena que hay en la cima de los cerros y después de algunas incursiones consiguieron bombear agua, construir elevadores e instalar algunas comodidades modernas como cocinas o frigoríficos traídas de cortijos o casas abandonadas en los alrededores.

–Seguro que sólo funcionan cuando hace viento.
–Desde luego, pero eso es casi todo el rato, sobre todo en la cima de los cerros, donde están los aerogeneradores.

–Bueno tíos.–El Gamba dió un sonoro bostezo.–Es hora de sobar. Conviene que mañana, a primera hora, reiniciemos el camino.

Al poco tiempo, la brisa que había levantado el crepúsculo se aplacó y los tres, ya dormidos, apenas si notaron que el fuego se había transformado en un leve rescoldo.

Por la mañana, los primeros cantos de las aves sorprendieron a El Gamba meando contra una roca. El Notario tuvo que emplear algunos minutos en "engranarse", como decía él, pero en media hora, ya estaban de nuevo caminando por la vieja via cubierta de matojos.

Se detuvieron un par de veces, una de ellas junto a una acequia para beber y rellenar las cantimploras. Por fin, cuando el sol ya calentaba sus espaldas, pudieron ver la silueta de los cerros coronados por los aerogeneradores.

–Et voilá!–Señaló Pepo–La Garganta de los Jipis.
–Y ahora…¿Qué hacemos?
–Por lo pronto, levantad las manos y alejaros los unos de los otros.

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