05.40: Una parte de la verdad


El Gran Salón en el que pocas horas antes habían rugido las gargantas de los misioneros del éxodo con los vítores a la reina tenía ahora un aspecto mucho más triste a pesar de conservar la decoración festiva que aquella ocasión requirió.

Entre el público no se encontraba ahora una selección de gentes de los campamentos sino la mismísima corte, en las personas de funcionarios, militares y otros próceres del reino, habitantes privilegiados de las entrañas del monte sobre el que se asentaba la vieja ciudad de Toledo. Gusanos de esa manzana agujereada por mil galerías que habían alterado su rutina para asistir a uno de los pocos juicios públicos que se celebraban en la Nueva Toledo. No faltaban los nervios entre los asistentes, quizá por el peso de la responsabilidad en la decisión del veredicto o por ser conscientes de estar presenciando una lucha de poder en la esfera más elevada de aquél país incipiente.

Con los ojos muy abiertos miraban expectantes al escenario que había servido al obispo y a la propia reina para dirigirse a los cabecillas de los peregrinos. Ahora no había otras personas sobre él, pero si tenían roles distintos.

Estaba la reina, de nuevo con su habitual hábito de paño marrón que le ocultaba el rostro, sentada sobre un gran sillón de madera de ébano con incrustaciones de marfil que hacía las veces de trono.

A su izquierda el Obispo de Toledo, monseñor Bermúdez de Castro, taciturno y cabizbajo. Más allá el Ministro de Infraestructuras, Luís Sánchez de Gandarilla, algo inquieto. A la derecha de la reina se sentaba el general jefe del Estado Mayor, Augusto Mata Arganda y a su derecha el Comandante Jefe de la Guardia Real Íñigo Robledano, ambos con semblante serio y mentón adelantado, como esfinges de una avenida egipcia a la espera del paso del faraón.

En un banco de madera, arrinconado en el extremo derecho del escenario y flanqueado por dos fornidos guardias reales, John Auger y Martín Barbosa permanecían esposados. El valido de su majestad sudaba bajo su traje, más arrugado que de costumbre. Miraba a los ojos de unos y otros como buscando alguna expresión de amistad, consuelo o comprensión. El americano en cambio parecía absolutamente tranquilo, como si aquello no fuese con él. Ambos tenían el aspecto desaseado propio de quien lleva dos días encerrado en una celda.

El Presidente del Tribunal Real, don José Alfaro, subió al escenario y se acercó al atril que había servido de púlpito unas horas antes, colocó un juego de folios sobre él y ajustó el micrófono para que quedara a la altura de su boca. Carraspeo ligeramente para aclararse la voz y se giró hacia la reina para hacer una reverencia.

–Majestad…–Volvió de nuevo a mirar a sus papeles y se ajustó las gafas sobre su nariz en caballete–Nos encontramos aquí reunidos para dilucidar el alcance de la posible traición que ha sufrido este reino de manos de los acusados, analizar sus eximentes y sus agravantes y fijar la pena correspondiente si fuera el caso.

Un leve murmullo de reconocimiento acompañó las últimas palabras.

–En primer lugar, relataremos los hechos que nos permitirán determinar si hubo traición o intento de traición.–El general miró a la reina de reojo. Era imposible saber qué estaba pasando por su cabeza teniendo el rostro totalmente oculto por aquella capucha. El militar se hizo una promesa: no permitir nunca más que la reina fuese encapuchada. Ese y otros privilegios deberían de acabarse. La voz del viejo juez le hizo volver al presente.

–Los acusados, el valido de su majestad Martín Barbosa Balado y el director del extinto Consejo Científico-Lógico Nacional John William Auger, con la debida autorización de Su Majestad, planificaron y pusieron en marcha la operación denominada Éxodo que tenía como fin la evacuación de los campos de refugiados que rodean la capital y el traslado de sus habitantes hacia latitudes más benignas que le permitieran iniciar una nueva vida más digna y próspera.

–Sin embargo, el Estado Mayor tiene serias sospechas de que esa evacuación no tenía otro fin que el derrocamiento de su majestad y todo su gobierno para romper el orden establecido.–Los murmullos entre los espectadores subieron de tono obligando al anciano a hacer una pequeña pausa. Estaba claro que muchos de los allí presentes no conocían el auténtico motivo de aquel juicio. Consciente de que sus palabras habían adquirido un valor más allá del protocolario, Alfaro continuó hablando en un tono casi didáctico.–Los refugiados, tras abandonar los alrededores de la ciudad serían reconducidos de vuelta hacia ella para hacer caer sus defensas y acabar con el orden establecido.

El salón se llenó de nuevo de susurros que podían ser interpretados como sorpresa por la inesperada traición o regocijo por la afortunada actuación de las fuerzas leales a Su Majestad.

–El General Jefe del Estado Mayor, don Augusto Mata Arganda les mostrará ahora las evidencias de estos planes.–Se giró hacia el militar.–Cuando desee, general.–Y dejó libre el atril. El viejo militar se levantó con vigor y en dos zancadas se puso a la altura del micrófono.

Algunas cámaras fijas enfocaban a quien estuviese en el improvisado púlpito, al escenario completo, o al público del salón y retransmitían las imágenes a través de la Televisión Real.
“Así”, había dicho la reina, “en Toledo y en las colonias se vería la verdad de lo que aquí ha ocurrido.”

Había sido una de las peticiones de su majestad a la que Mata no puso objeción. Como no se opuso a que los acusados estuviesen sobre el escenario o que el juicio se celebrase en el mismo salón donde habían despedido a los misioneros. Allí donde la traición había comenzado. Otras peticiones en cambio fueron ignoradas como si nunca se hubieran formulado, como la de que Auger y Barbosa pudieran tener alguien de su elección para que les defendiera. Minutos antes de sentarse en aquél trono negro y blanco el general le había comunicado a la reina que “no había habido tiempo para localizar un abogado del gusto de los acusados” y que su propio secretario se encargaría de ejercer esa función.

La reina no mostró ninguna emoción al conocer aquella noticia. Aunque sin duda esa falta consideración para con su figura debió dolerle. Era el precio que debía pagar alguien que había puesto en peligro el futuro del reino, pensó el general que debía pensar la reina. Ahora, mientras ella le observaba desde la penumbra de su rincón, el general se puso a hablar entrando en materia sin ningún preámbulo.

–Existen grabaciones en vídeo de los sobornos de Auger a los cabecillas de distintos clanes mafiosos de los campos a través del valido Barbosa, que como verán llegado el momento, hace tiempo que no trabaja para la Corona sino para este intrigante extranjero.–Señaló con exagerada teatralidad al reo que permanecía esposado a la derecha del escenario.

El general guardó un instante de silencio para dar cabida a nuevos murmullos pero sólo se escucharon algunas toses involuntarias.

–El día de inicio de la operación los acusados, desoyendo las órdenes estrictas del Estado Mayor de que nadie utilizara ningún transporte aéreo sin su autorización, convencieron al Capitán Mendiola y otro personal de la División Aérea, que actuaron en todo momento de buena fe, para abandonar la ciudad y dirigirse hacia las columnas de peregrinos con objeto de redirigirlos hacia la ciudad incitándoles, con la ayuda de los cabecillas sobornados, para que la asaltaran y acabaran con la vida de Su Majestad.

Ahora los murmullos si eran de auténtica sorpresa.

–Este cambio de rumbo obligó a las fuerzas armadas, en concreto a dos divisiones de Guardia Real, a oponer la resistencia necesaria para evitar el motín, lo que ha causado innumerables bajas entre los peregrinos y cuantiosos daños materiales y personales entre las propias fuerzas de defensa de la ciudad.

«De nada sirvieron los avisos desde los helicópteros ni las advertencias con balas de fogueo. La mayoría de los peregrinos no atendió a razones alcanzando y derribando por la fuerza el primer perímetro de vallas de las defensas de la ciudad.

«No hemos tenido más remedio que reducirles. Hemos logrado salvar el reino pero ha sido a un precio demasiado alto. Las murallas de la ciudad han resistido, pero sobre ellas está la sangre de miles de inocentes engañados por ese hombre y su fiel esbirro. Pido por lo tanto a Su Majestad que deje caer sobre ellos todo el peso de su Justicia.

La Reina hizo un gesto de asentimiento pero no dijo nada. En su lugar, se giró hacia el presidente del Tribunal para que diese paso a la defensa. El joven secretario del general iniciaría el paripé que revestiría aquella pantomima con aspecto de juicio de los elementos necesarios para hacerla más creíble. Ya tendría tiempo de ajustar algunas cosas con el general. Ahora no se sentía con las suficientes fuerzas para enfrentarse a él. De hecho le había entregado al único hombre que realmente había amado nunca como un cordero para el sacrificio. Él estaba allí, incluso podía captar su olor, pero no se atrevía a mirarlo a la cara. Deseó con fuerza que el secretario hiciera su papel lo más rápido posible para que todo acabase cuanto antes.

–Asume la defensa de los acusados el Soldado de Infantería, adscrito a la secretaría de la Jefatura del Estado Mayor, don Álvaro Múgica Suárez.

El joven soldado, pulcramente vestido, subió al escenario y se acercó con decisión al atril que acababa de quedar libre. Se giró hacia la reina y el general, se puso firme y saludó llevándose la mano hasta el ala de la gorra e inclinando la cabeza. Luego se volvió a girar hacia el público.

No llevaba apuntes por lo que todo el mundo pensó que los argumentos de la defensa serían muy pocos y que todo acabaría de inmediato. Se equivocaron.

–Majestad, General jefe del Estado Mayor, Ministros y demás autoridades del Reino. Me encuentro aquí, ante ustedes, en el papel de abogado defensor. He de reconocerles que mis conocimientos sobre leyes y normas se circunscriben básicamente a las de carácter militar, aunque creo que el asunto que nos ocupa no es tanto un problema de cumplimiento de la ley como de lealtad a la Corona y a la Reina.

Los asistentes se mostraron de acuerdo, al menos eso parecía desde el punto de vista de los que estaban en el escenario.

–Si. Ha habido un intento de romper el orden establecido, derrocar a Su Majestad y  establecer una nueva distribución del poder. Pero tengo que decir, con todos mis respetos, que al contrario de lo que opina el General ese intento de subvertir el orden y derrocar a Su Majestad no ha fracasado.

El bullicio que se levantó entre el público hizo pasar desapercibidos los gestos de sorpresa e indignación de los que estaban sobre el escenario, pero el soldado que tenía la palabra sabía perfectamente lo que debía estar pasando a sus espaldas. Hizo gestos para que todos se callaran y prosiguió hablando. A pesar de su juventud el chico parecía más seguro que el propio presidente del tribunal.

–No solo mostraremos cómo mis defendidos entregaron gratificaciones a los misioneros, también mostraremos pruebas de cómo el General Mata, el Ingeniero Sánchez de Gandarilla y otras personas cercanas al Diván de Su Majestad, algunas de ellas presentes en esta sala, maniobraron para hacer fracasar la operación Éxodo, forzar el retorno de los peregrinos y derrocar a su majestad. Podrán escuchar las amenazas directas del General Mata a la Reina, las órdenes a la Guardia Real, el boicot a los preparativos de la migración y por último, las órdenes de disparar a los peregrinos que decidieron regresar.

El general ya se había levantado de su asiento y amenazaba al joven Múgica con una pistola apuntándole en la nuca.
–Retírese, soldado.
–¡Alto!–Gritó la reina dejando caer su capucha y mostrando de nuevo su rostro.–¡Deténgase General, es una orden!
–¿Una orden?–El general podía haber mandado a callar a la reina, llevaba haciéndolo tres días pero todos los ojos del reino estaban contemplándoles.–Majestad, este hombre miente, no podemos permitirle que…
–Ese hombre es el abogado de los acusados y tiene derecho a elaborar su defensa como estime oportuno. Sólo yo tengo autoridad para dar y quitar la palabra y la ejerzo a través del Presidente del Tribunal. A menos que lo que el abogado defensor insinúa sea cierto, y usted haya usurpado el poder de la corona, le ruego vuelva a su asiento y le deje continuar.

El general miró a la reina con la furia quemándole los ojos pero se guardó el arma y se sentó. No tuvo más remedio entre otras cosas porque los guardias reales que había sobre el escenario ya le estaban apuntando a él con las suyas.

–Bien, disculpen este pequeño incidente.–Dijo el joven soldado con inesperada calma.– También podrán ver que las acciones u omisiones para sabotear la operación tenían como fin dejar a los peregrinos sin sustento y cómo la intervención de comandos especiales de la Guardia Real ha evitado que esto pudiera llegar a ocurrir. Los peregrinos siguen su camino, la operación es un éxito y los argumentos de la acusación son falsos y sólo pretenden dejar a Su Majestad aislada y sin poder.
 
«Verán cómo existía un proyecto desde hace meses para eliminar a Su Majestad o al menos desposeerla de cualquier tipo de resorte de poder concentrándolos todos en la figura del Jefe del Estado Mayor, el General Mata.

Barbosa había presenciado aquella escena tan sorprendido que se había olvidado de temblar. En ese momento se giró hacia su compañero con los ojos como platos.

–¿Qué significa todo esto?

John no contestó. Miraba a la reina orgulloso, sonriente. Ella se terminaba de retirar la capucha mientras le miraba sin saber qué hacer.

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