05.39: El buen cobarde


–¿Pero qué dices? Teníamos un plan.

Gastón era un viejo de más de cincuenta años, alto y corpulento, toda una proeza en aquellos tiempos. Aunque también en él se apreciaban las huellas de la radiactividad: su piel era fina, de color enfermizo y tacto reseco. Su mirada era triste, sin brillo. Sus movimientos cansados. Su voz ronca.

Hablaba encorvado sobre el pequeño y rechoncho Juan Cruces que no se había movido de su rincón en la casetilla de seguridad del viejo hospital. Parecía que lo quisiera engullir. Juan no le miraba. Su orgullo le impedía levantar la cabeza para mirar a nadie. En vez de eso prefería observar la figura a contraluz de Teresa la de Soria como si estuviese pensando en otra cosa. La mujer por su parte eligió quedarse en el exterior durante la entrevista entre Gastón y Juan aunque no se alejó demasiado para no perderse nada de la discusión.

–Tenías un plan. Insististe en contármelo y yo te dejé, pero es tu plan, yo no te había dicho ni que si ni que no.

–¡Joder Juan, todos los gitanos sois iguales! O engañais al entrar o al salir. Te refresco la memoria. Me escuchaste, asentiste y me diste a entender que estabas de acuerdo.
–¿Estás seguro?

–¡Señor Dios, dame paciencia!–Iluminado por la luz que se colaba entre los cristales rotos, Gastón pareció durante un instante un auténtico misionero. Sus palabras acudieron rápidas a desmentirlo.
–Te vuelvo a enumerar los hechos: primero, esto de peregrinar es un invento de la Corona para quitarnos de enmedio, lo sabes, lo sabe todo el mundo que tenga dos dedos de frente. Sólo esos desgraciados de ahí fuera se han tragado esa patraña porque han querido tragársela. En eso estarás de acuerdo, ¿verdad?

–Estoy de acuerdo.

–Bien. Segundo: esta gente hace tiempo que perdió su dignidad. No son capaces de luchar ni siquiera por una ración de alimentos. No sirven para nada, sólo son una carga, un atajo de parásitos que se comportan como niños sin cerebro. Por eso la Corona nos los ha endosado con un único propósito: que nos los llevemos lejos. De eso tampoco tendrás ninguna duda.

–Alguna tengo.–Juan subió el tono de voz para que Teresa lo escuchara. Ella no dio señales de estar haciéndolo.–No tengo yo tan claro que, llegado el momento, no sean capaces de luchar por su supervivencia, sólo hay que darles la oportunidad. Y son muchos. En este caso el número no sería algo chungo sino algo bueno.

–¡No em toquis els pebrots!–Gastón se dio la vuelta desesperado.–¡Te has creido lo de liderarlos! ¡Mírate, eres un gitano pendenciero, que trafica con drogas, medicinas y muchachas, al que el oro le vuelve loco! ¡Te pareces más al idólatra del becerro de oro que al Moises de la película!
–Edward G. Robinson.
–¿Qué?
–El idólatra. Lo interpretaba Edward G. Robinson.
–¡Y qué importa! Esos que están ahí fuera con cara de zombis son los mismos que te miraban con asco cuando rebuscabas entre sus basuras, ¿crees que serán capaces de ver en tí a su salvador?

–Tú tampoco te hubieras rebajado a tratar conmigo hace siete años.
–Hace siete años vivíamos en otro mundo.
–Desde luego. No conviene acordarse de lo que cada uno era hace siete años, eso ya no volverá. O quizá lo que no nos convenga es olvidarnos de lo que éramos. ¿Tú qué opinas?

–Juan, sabes que los cabrones que viven en las tripas de ese monte nos pueden dejar sin nada en cualquier momento. Imagínate que te encuentras sin recursos con todos esos parásitos en mitad de La Mancha. ¿Qué harás entonces?¿Qué les dirás?¿Cómo los alimentarás?

–Ya veremos. Mi intencion no es darles de comer como si fuesen crios. Mi intención es que se busquen la vida. No deben ser una carga, sino una fuerza. No los voy a ayudar yo, me van a ayudar ellos a mí.

–¿¡Ayudarte!?–Gastón parecía no entender nada.–Mira Juan, si nos largamos y nos buscamos la vida iremos más rápido y tendremos más posibilidades. No necesitamos más ayuda que la de nuestro propio oro. Con oro se compra todo.
–Y cuanto más oro y menos gente con la que repartir, mejor, ¿no?

–Claro...–Gastón se lo pensó mejor.–Un momento, qué quieres decir.
–Que lo mismo que estás dispuesto a abandonarlos a ellos lo estarás para abandonarme a mi.–Juan entrecerró los ojos para ver mejor lo que ocurria en el exterior de la casetilla.–No, Gastón. Decididamente no voy contigo.
–¡Ya veo! ¿Has estado hablando con esa zorra?–Señaló a Teresa.
–Si piensas que una piojosa es capaz de hacerme cambiar de opinión es que no me conoces.
–Conmigo no tienes porque fingir. Todos tenemos una raja que nos vuelve locos. Y por eso se que ya no hay nada que hacer. Así que, amigo Juan, por mi puedes irte al carajo con la Humanidad al completo.
–Pues ¡ea!, aire.–Juan hizo un gesto con la mano como si espantara una mosca.

Gastón salió de la casetilla a grandes zancadas. Al pasar junto a Teresa le echó una mirada fulminante pero la mujer apenas si reparó en él aparentemente ocupada en verificar que la marea de peregrinos era distribuida entre los distintos grupos de forma correcta.

El catalán y sus hombres tenían perfectamente ensayado el siguiente movimiento. Sólo tuvo que levantar los brazos y algunos de ellos se separaron de la masa para acercarse. Formaron un grupo entorno a su lider mientras él se daba la vuelta para volver a por Juan.

Sus hombres caminaban junto a él formando una media luna cuyos cuernos parecían querer embestir el aire. Teresa no tuvo tiempo de avisar a Juan, uno de los más adelantados le dio un puñetazo en plena cara derribándola.

–¡Juan!-Gritó otro–¡Traidor!
Nadie respondió.
–¡Juan!–Gritó un tercero–¡Sal si tienes cojones!

El silencio se extendió entre la multitud. Los rostros sucios de los moradores del hospital asomaban por las esquinas de los huecos de las ventanas rotas para curiosear.

–¡Juan Cruces!–Gritó por fin Gastón–¡Has traicionado a tu pueblo!¡Entréganos lo que les has robado!

Los peregrinos empezaron a agitarse separándose del coche desde el que se les estaban dando instrucciones. Probablemente no supieran dónde ir, pero tenían muy claro dónde no querían estar. La chica que les hablaba se giró para ver qué les inquietaba.

–¡Teresa!–Gritó.–¡Cabrones!¿Qué le habéis hecho?
–¡Juan Cruces!–Volvió a insistir el catalán–¿¡No tienes cojones para salir o qué!?

–Tiene dieciséis pares de cojones.–Dijo una voz grave a sus espaldas.
El catalán se giró. Quién había pronunciado aquello. Por la cercanía tenía que ser uno de sus hombres.

–¿Quién…?
–Yo.–Dijo el que tenía más cerca.
Los otros se separaron de su jefe para rodear al que había contestado.
–Y yo.–Dijo un tercero poniéndose junto al primer traidor.
–¡Y yo!–Gritó uno que salía de detrás de la casetilla.

–Caramba, no has perdido el tiempo, gitano, has corrompido a algunos idiotas.–Gastón no estaba sorprendido. Algunos de sus hombres se habían puesto de parte de Juan Cruces pero aún así ellos seguían siendo más porque la mayor parte de la banda del gitano no aparecía por ningún lado. Gastón pensó que eso no podía durar mucho tiempo y se decidió a actuar.
–¡¡¡A por ellos!!!

Fue un instante. Un fugaz instante en el que brilló el metal de las navajas. Los brazos se extendieron y recogieron como nerviosos resortes mecánicos. La sangre brotó de un vientre al otro y de éste al anterior derramándose en zig zag hasta el suelo.

Los gritos eran feroces, la danza felina. Los cuerpos empezaron a caer, primero de rodillas, luego de bruces o de espaldas. Aparecieron más hombres y algunas mujeres que les jalearon, más brillo de metal antes de volverse rojo, más gritos, más lamentos, más cadáveres.

La figura de Gastón tan pronto parecía rodeada de amigos como de enemigos. El viejo se defendía pero sobre todo se escondía, se escabullía, envidiando quizá el buen escondrijo en el que se había quedado su antiguo socio.

–¡Juan cobarde, no dejes a tus hombres morir por tí!–Dijo mientras esquivaba un navajazo en el cuello.–¡Da la cara!

Pero Juan no iba a salir. Gastón lo sabía. Era un cobarde. Quizá por eso había sobrevivido tanto tiempo en los campamentos. Era un cobarde y los cementerios están llenos de valientes. Y eso también lo sabía todo el mundo.

A pesar de todo la reyerta se ampliaba. Algunas mujeres ya no se contentaban con jalear y habían pasado al cuerpo a cuerpo con otras del clan enemigo utilizando los cascotes desparramados al rededor del ruinoso hospital para abrirse la cabeza. También algunos hombres recién incorporados luchaban entre sí con sus manos desnudas, sus pies o sus rodillas.

Los ojos atónitos de los moradores del hospital observaban cómo el grupo enfrentado iba creciendo y muriendo y tambien cómo la larga fila de peregrinos que provenía de la ciudad se rompía por mil sitios huyendo del enfrentamiento en todas direcciones.

La muerte se cebaba entorno aquella casetilla abandonada. Los cuerpos se iban acumulando unos encima de otros obligando a los que aún tenían fuerzas a esquivarlos para continuar la lucha. Por fin, alguién del clan de Gastón encontró un hueco para acceder al interior del refugio de Juan Cruces y no lo dudó.

–¡Hijo de puta... te vas a enter...!

¡Blam!

Sonó un disparo.

Las cabezas de las negras ventanas del hospital se escondieron como anémonas asustadas.

–¡Un arma...!¡Tiene un arma!–Gritó alguien.

¡Blam!

Sonó otro disparo. Todo el mundo buscó refugio entre los cuerpos heridos de muerte, entre las piedras o las paredes rotas, sólo uno quedó en pié. Gastón.

Se echó la mano a la barriga. La sangre brotaba abundante manchándo su camisa de cuadros, sus viejos vaqueros y el suelo terroso que pisaban sus destrozadas nike. Se doblaron sus piernas, clavó las rodillas. Abrió la boca para decir algo pero sólo fue capaz de echar un borbotón de sangre oscura como su alma antes de caer de cara sobre las piernas del cadaver de uno de sus hombres.

Fue el punto final. Los pocos que quedaban soltaron sus armas levantando las manos. Era imposible saber si eran de uno u otro clan, todos estaban manchados de sangre, sudorosos, heridos y cansados.

–¡El que quiera estar conmigo, que venga para acá, el que no, que se largue!–La voz de Juan Cruces sonaba clara en medio del repentino silencio, amplificada por la estructura de la casetilla.

Nadie dio un paso. Sólo una mujer se incorporó desde el suelo. Sangraba por la nariz pero parecía no tener nada roto.
–Ya habéis oido. Los que esteis con Juan, ahí. Los que no, huid. Aún le quedan balas para dar cuenta de unos cuantos más.

Todos reaccionaron al unísono acercándose a las rotas ventanas de la casetilla desde la que Juan Cruces había controlado la situación. Nadie se dió la vuelta. No quedaba nada del clan de Gastón.
–Teresa, quítale el oro al puto cabrón y tráelo. Y límpiate la sangre mujer, pareces una cerda el día de la matanza.

–¡¡¡Guardias!!!–Gritaron casi al mismo tiempo en que el sonido estremecedor de los helicópteros se cernía sobre el campo de batalla. Si se trataba de mantener el imperio de la ley, los guardias tenían trabajo. Deberían detener a los supervivientes del enfrentamiento y al poseedor de un arma de fuego sólo le quedaba una. Desintegrarse, porque la sentencia de muerte se aplicaba de forma inmediata. Un tiro en la nuca.

Pero los helicópteros pasaron de largo, se elevaron sobre la estructura del hospital abandonado y se perdieron tras las elevaciones que ocultaban el horizonte.

–¡Rápido!–Gritó Juan saliendo de la casetilla.–¡Reordenemos esto antes de que vuelvan!¡Vosotros, quitad los cadáveres, metedlos en cualquier agujero!¡Vosotras, volved a ordenar a los peregrinos, los de Gastón que sigan juntándose en su propia fila, ya les buscaremos un guía!

–¿Qué hacemos con los heridos?–Preguntó Teresa al oído de su jefe.
–Remátalos.

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