05.38: La conjura



–¡Bruja estúpida!–El general colgó de golpe el interfono ante la mirada del joven oficial que hacía las veces de secretario personal.
–Llame al capitán Gálvez.–Consultó su viejo reloj de pulsera.–Demasiado tarde. Encárguese usted personalmente.
–Como prefiera. De qué se trata, mi general.

El secretario era un chico joven y delgado, apenas veinte años, aunque elegante, despierto y de apariencia decidida.
–Toma algunos guardias y dirígete a la entrada del hangar número uno. Allí encontrarás al americano acompañado probablemente de Martín Barbosa. Detenlos a los dos y tráelos al Estado Mayor.
–Perdón, mi general, se refiere a John Auger, el Director del Consejo Científico-Lógico de la Corona y al valido de su Majestad.
–Efectivamente, ¿algún problema?
–No, mi general, sólo me aseguraba de sus identidades.
–Pues ya lo ha hecho, tenemos poco tiempo.
–Si ofrecen resistencia, ¿cuáles son sus órdenes?
–Reducirlos, mejor sin daño permanente.
–Entendido.

John atravesó las puertas batientes que daban paso a los dormitorios de la División Aérea. El guardia le había saludado con educación, sabedor de su cercanía a la reina. Nueva Toledo no dejaba de ser un pueblo en el que todos creían saber de todos.

El acuartelamiento de los pilotos era una oquedad en una de las laderas de la colina sobre la que se asentaba la vieja Toledo, taponada por una pared de chapa ondulada que la separaba del helipuerto. En el lado opuesto, hacia las entrañas de la roca, una sucesión de mamparas dividían el interior de la cueva en distintos espacios.

Lámparas fluorescentes colgando del lejano techo rocoso proporcionaban una difusa luz blanquecina que hacía olvidar que estaban en un subterráneo.

Se oían risas, gritos y conversaciones quedas al otro lado de las mamparas. De vez en cuando una puerta indicaba el número de dormitorio o el propósito de cada sala: Comedor, Biblioteca, Aula, Sala de Recreo, Policía.

Auger conocía perfectamente aquél lugar, no en vano fue allí donde estuvo retenido nada más ser apresado y transportado por la Guardia Real desde los campamentos. El capitán Mendiola, piloto de helicópteros, había facilitado la operación de su entrada en el recinto fortificado de la ciudad fingiendo su detención. Hasta ese momento todo había ido tal y como estaba planeado aunque las cosas no pintaban bien en ese momento.

Abrió la puerta de la sala de recreo.

–¿Habéis visto a Mendiola?

La cabeza de un cuarentón corpulento apareció por encima del resto.
–¡John, pedazo de cabrón!–El piloto, un hombre de unos cuarenta años, alto y bien parecido, se levantó de una de las mesas en las que se jugaba a las cartas.–¿Qué te trae por aquí?
–¿Podemos hablar?
Se escucharon quejas por la interrupción, pero nadie increpó al causante.

–Disculpad tíos, es un momento.
–¿Podemos salir fuera?
–Por supuesto. ¡Ahora vuelvo, no miréis mis cartas!

Auger cerró la puerta tras él y se alejó de la mampara en dirección a la pared metálica.

–Tenemos problemas.
–¿Qué ha pasado?
–Antes que nada, quería preguntarte…-John miró a los ojos del piloto reclamándole sinceridad.
–¿Participaste del aprovisionamiento para los misioneros?
–¿A qué te refieres?
–Sabes que a los misioneros les hemos dispuesto unos lugares de aprovisionamiento a lo largo de su camino hasta el sur. Se suponía que erais vosotros los encargados de transportar los suministros.
–Pues no. Íbamos a hacerlo, pero hace una semana apareció Sánchez de Gandarilla y nos comunicó que del suministro se encargaría una nueva unidad de zepelines para transporte aéreo. Pensé que era cosa tuya por eso no te comuniqué nada.

–Yo no tengo nada que ver. Es la primera vez que oigo hablar de zepelines.
–Y nosotros. De hecho no hemos visto volar todavía ninguno.
–Eso sólo puede significar una cosa. Nuestro plan ha sido saboteado. Necesitamos adelantar movimientos.
–Por mí no hay problema, pero recuerda que si nos movemos se nos va a ver el culo y ya no podremos parar. Si no tenemos asegurados todos los puntos estratégicos podríamos fracasar. ¿No hay otra alternativa?
–Ahora mismo no la veo. Ilumíname.
El piloto dejó escapar una sonrisa.
–Lo intentaré. La reina, ¿está con nosotros?
–No es seguro. Todo ha cambiado en unos minutos. Aún no le había hablado de nuestros planes, ni siquiera sabe cuál sería su papel ni si podríamos contar con ella, así que entiendo que en este momento estará dudando si estar de mi lado o dejarme caer.
–¿Barbosa?
–Tampoco, aunque no dudo de su lealtad. Me admira y entiende perfectamente nuestro lenguaje, aunque aún no es uno de los nuestros. Ahora está intentando hacer que la reina de orden de que nos autoricen para salir de patrulla pero sé que es una posibilidad muy remota. Hay que buscar otra forma de salir.
–¿Salir?
–Necesitamos acércanos al primer punto de aprovisionamiento para ver si todo está en orden antes de dar el siguiente paso. Igual usaron otros medios para transportar los víveres y nos estamos precipitando. Como dices tú, no conviene moverse si no es imprescindible.

Mendiola frunció el ceño.
–De todas formas, si salimos sin autorización estaremos poniéndonos en el punto de mira. ¿Y si activamos a Múgica?
–¿Múgica?
–Acabaríamos con todos los problemas de un solo golpe.
–No, aun no. No tendría cobertura, es posible que le perdiéramos.
–Todos tenemos que hacer sacrificios.
–Ya, pero Múgica es un activo muy valioso. No. Necesitamos salir con los helicópteros y demostrar que alguien ha saboteado nuestro plan antes de que los peregrinos se den media vuelta.
–Busquemos una escusa para salir, aunque no tenga nada que ver con el objetivo. Una vez fuera, los aparatos podrán acercarse a donde sea necesario.
–Pero qué.

Las imágenes que mostraban las pantallas del lejano punto de separación de los grupos, en el viejo hospital, eran apenas una línea borrosa en el horizonte de las imágenes de las cámaras del perímetro. El radio de acción de los pequeños drones de vigilancia no les permitía acercarse por lo que su atención se concentraba en la apertura sur de la alambrada por donde una lenta y constante multitud iba saliendo a campo abierto de forma ordenada.

Nada parecía alterar la operación y en la sala de control el aburrimiento empezaba a apoderarse del personal.

Robledano, el comandante jefe de la Guardia Real, apenas si miraba el operativo intentando captar la atención de una de las operadoras de drones. Una chica pequeña y robusta, de pelo negro y recogido en una corta coleta y guerrera azul verdosa de generoso escote.

No la reconocía y eso siempre suponía un aliciente. La chica, absorta en su trabajo, no había reparado en el ridículo y ajustado uniforme de su comandante aunque él no dejaba de pasearse por delante de ella como un pavo.
El Ingeniero Sánchez de Gandarilla permanecía atento a las pantallas, ajeno a las maniobras de cortejo del comandante.

El secretario personal del general Mata señaló a un grupo de guardias reales que vegetaba en el retén del Estado Mayor.
–Ustedes, tomen sus armas y acompáñenme.

Los guardias se pusieron en marcha sin rechistar siguiendo al joven uniformado por los corredores de ladrillo milenario que unían los distintos espacios subterráneos de la Nueva Toledo.

Caminaban a paso ligero, pero sin correr, dejando a derecha e izquierda bifurcaciones que conducían a las zonas de habitación Norte, el Centro Médico o los Aljibes Reales. En uno de los giros, un indicador fluorescente señalaba en la dirección que tomaron: Hangares.

El sonido acompasado y firme de sus pisadas se extendía por los túneles como un martilleo sordo hasta llegar a los oídos de Martín Barbosa que esperaba frente al imponente guardia de la puerta del hangar uno. Un pensamiento alarmante le asaltó. Consultó su reloj y miró a derecha e izquierda. Los pasos sonaban a su espalda. Sus ojos se cruzaron con la mirada vacía del vigilante que también había oído los pasos y se preparaba para cualquier incidente quitando el seguro de su subfusil.

Sin pensarlo dos veces comenzó a caminar por el lateral de chapa en la dirección que había tomado John Auger como si estuviese paseando.

Los pasos sonaban cada vez más cercanos y él empezó a acelerar los suyos. Cuando creyó estar fuera del campo de visión del guardia se detuvo un instante para quitarse los zapatos y empezó a correr con los pies desnudos sobre el duro y húmedo suelo de ladrillo. El pasillo no solo seguía la pared de chapa, también se abría a la derecha en distintos corredores pobremente iluminados que conducían a almacenes y pañoles. No sabía por cuál de ellos podía haber tomado el americano pero su instinto le hacía seguir pegado a la pared del hangar.

De pronto, cesó el golpeteo de las botas a su espalda. El sonido angustioso de su propia respiración fue lo único que se escuchaba.

–Perdone, ¿nos conocemos?
–La operadora del dron no apartó la mirada de la pantalla ni las manos de los mandos.
–Usted es el Comandante Jefe de la Guardia Real, señor. Yo soy la operadora de primera Márquez. No creo que hayamos hablado nunca, señor.
–Veo que es usted muy diestra con el stick.–El comentario de Robledano tenía un claro sentido sexual. Márquez lo captó, pero su rostro no dio muestras de ello.
–Fui la primera de mi promoción, señor. Pero, si me disculpa, debo tener puestos todos los sentidos en mi trabajo, los drones se desestabilizan con facilidad.
–Ya.–Robledano suspiró.–¿Cuándo acabas aquí?
–Cuando mi dron se quede sin batería, señor.–Consultó una esquina de la pantalla.–Dentro de diez minutos.
–Bien, antes de irse querría hablar con usted.
–Como desee, señor.

Robledano aún tuvo tiempo de tocarse la entrepierna pero los ojos de la chica seguían clavados en la pantalla.

–¿Qué te parece la idea?
Auger no tenía demasiadas opciones.
–¿Crees que funcionará?
–Por qué no. Al menos nos dará la oportunidad de desobedecer al general sin que parezca un motín.
–Está bien. Pues ponlo en marcha, rápido. Voy a buscar a Barbosa. Esperaremos en la puerta…
–No hace falta, señor…–el valido jadeaba mientras atravesaba las puertas batientes de la División Aérea,–estoy aquí.
–¡Martín!–El americano parecía contrariado.–Le dije que me esperara en la puerta del hangar.
–Creo que no hubiera sido buena idea. Un grupo de soldados se dirigía allí a paso ligero. Creo que sus intenciones no parecían ser las de franquearnos el paso.

Los tres se miraron un instante.
–Venid por aquí.–Dijo Mendiola.–Hay una puerta para los pilotos.

–¿Ha visto a un par de individuos por aquí recientemente?
–Si señor. El valido de la Reina y el americano, señor. Se han ido por ahí.
–De acuerdo. Si los vuelve a ver, deténgalos.
–A sus órdenes señor.
–Rápido,–ordenó iniciando la marcha,–A la División Aérea.

El auricular zumbó un segundo antes de dejar paso a una voz metálica.
–Márquez, soy Mendiola. Rockwell.
–Perdone. ¿Roqué?
–Cincuenta y uno. Solicite apoyo aéreo urgentemente.

–De acuerdo.
Los ojos de la chica se separaron de su propia pantalla y barrieron con rapidez el mural de imágenes que cubría una de las paredes de la sala de control. Necesitaba encontrar algo a lo que agarrar su solicitud de apoyo. Y lo encontró.

–Comandante, pantalla A4. Al fondo. Hospital. Hay un tumulto.
El Ingeniero pegó un respingo. En el horizonte de la imagen señalada se iban agrupando los peregrinos a los pies de las ruinas del antiguo hospital.
–Negativo. Todo parece normal.–Dijo otro de los operadores.
–Acérquense con uno de los aparatos.
–Imposible, señor, no tienen alcance.
–Recomiendo apoyo aéreo tripulado, señor.–Dijo la operadora en tono apremiante.
–Sigo sin ver nada.–Volvió a contestar el otro operador.

De pronto, como si las imágenes quisieran desmentirle, la masa de gente que se veía como un trazo grueso empezó a extenderse hacia los lados.
–Se están separando. Abandonan la fila, señor. Hay un tumulto. Posiblemente un enfrentamiento.–Insistió la operadora.–Sugiero apoyo aéreo inmediato, señor.

Robledano estaba bloqueado.
–Haga lo que le piden, comandante.–Dijo el ingeniero ofreciéndole el interfono.–No pueden darse la vuelta. Todavía no.

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