05.37: Teresa la de Soria


Los campamentos que rodeaban Nueva Toledo estaban a su vez rodeados por una alambrada de espinos para disuadir a nuevos refugiados de que entrar implicaba riesgos. Nunca sirvió de mucho, la verdad. No hay disuasión que venza a la desesperación. Ahora permitía controlar a los que querían salir.

Los “segundos refugiados”, los de fuera, aquellos que ni siquiera tenían la suerte de estar en los campamentos, con su comida más o menos garantizada y cierta organización, miraban ahora perplejos cómo éstos salían hacia su territorio, abandonando voluntariamente el lugar que a muchos de ellos les había costado la vida bajo los disparos de la Guardia Real.
Esa Guardia controlaba ahora que sus primos ricos no se llevaran nada valioso, principalmente combustible, en forma de garrafas o botellas de plástico, aparatos electrónicos como receptores de radio o linternas, herramientas o algún tipo de arma rudimentaria como hojas de acero, cuchillas o barras de metal.

Otros objetos como mantas, ropa, lonas, varas para montar sus tiendas y algún pequeño menaje de plástico si podían salir del campo y los refugiados habían hecho acopio de ellos.
También llevaban comida, pero como sabían que esto tampoco estaba permitido, la escondían entre sus ropas y enseres de las formas más imaginativas.

Los guardias, vestidos con su característico mono azul radioresistente y equipados con casco y máscara protectora, hacían su trabajo de mala gana, asqueados de tener que tratar con aquella gente sucia, enfermiza y desesperada. Utilizaban detectores de metal que manejaban con sus manos enguantadas para identificar a aquellos que quisieran violar alguna de las normas establecidas, pero tampoco se entretenían en rebuscar entre sus cosas. Tenían órdenes de acelerar la salida.
Los pequeños drones, dotados de cámaras en blanco y negro y un emisor de radio, solo mostraban la fluidez de las interminables columnas de peregrinos sin detenerse en el continuo rifirrafe entre ellos y los guardias.

Algunos de los que salían, nada más encontrarse con los que estaban en el exterior se acercaban para convencerlos de que debían seguirles en busca de la tierra prometida en lugar de quedarse allí mirando cómo se vaciaban los campos.
Este efecto ya fue predicho por el americano. Le llamó “empatía misericorde”.

“Créanme. Los americanos llevamos evacuando territorios más de cien años.” Dijo con cierto orgullo.

La gente iba a pié cargada de hatillos o arrastrando parihuelas improvisadas en las que transportaban esos magros bienes, algunos de su vida anterior, cuando fueron mecánicos, azafatas, camioneros o enfermeras y podían gobernar sus familias, sus casas y sus vidas.
Ahora, en sus rostros se podía ver que no quedaba nada de esa capacidad. Eran rostros sin expresión, carentes de orgullo, caminando como zombis sin más preocupación que la de no caer en el siguiente paso.

Entre los peregrinos no había demasiados jóvenes. Ni ancianos. Los primeros porque la natalidad estaba prohibida en los campamentos y la mayoría de los hijos que habían nacido de forma fortuita, enfermos o lisiados, habían sido abandonados. Los viejos, en su mayoría, no se sentían con fuerzas para emprender un viaje incierto, largo y duro.

En los campamentos se había extendido el rumor de que la Guardia pensaba exterminar a los que quedaran tras su marcha. Era uno de los muchos rumores que corrían por los campamentos, pero si había alguien a quien morir le importara bien poco era a los viejos.

A unos dos kilómetros de la alambrada se situaba el punto donde debían separase las distintas columnas, todas ellas con su correspondiente santo protector. Era un antiguo hospital abandonado habitado por algunos grupos esquivos que observaban atemorizados desde sus atalayas de cemento la multitud que se iba congregando a los pies de su hogar. 

–¡A ver!–Gritaba una mujer desde el techo de un choche roñoso–¡Los de Gastón tenéis que poneros en aquella explanada, aquí van los de Juan Cruces!
–¿Dónde van los de San Juan?
–¡Aquí, con Juan Cruces!
–¡¿Dónde vamos los de Jerónimo de León?!
–A la derecha, preguntad a aquella que veis allí arriba, ¡vamos, que se hace de noche!

–¡Teresa…Teresa!–Una chica, que no debía tener más de dieciséis años, tiraba de la falda de la mujer.–Juan quiere que vayas a verle
–¡Me cagoen...!–Dijo bajándose del techo.–¿Qué coño querrá ahora?
–Está ahí, en aquella casetilla. Ve tranquila, ya me quedo yo.

Teresa se intentó arreglar la maraña de pelos que casi le ocultaba su ajado rostro. Sacudió la mano para dejar caer algunos piojos que se le habían quedado entre los dedos y se ajustó la falda de color tierra que le llegaba hasta los pies.
La casetilla en cuestión debía haber sido la de los guardias de vigilancia del hospital. Ahora eran sólo tres paredes y media, esta última con grandes lascas de cristal turbio en lugar de ventanas.

Su interior era, no obstante, más fresco que el recalentado erial donde se agrupaba la gente.
–¿Me buscabas?
En la penumbra, una figura redonda y cubierta de cadenas de oro permanecía inmóvil.
–Sí, entra. Tengo que consultarte una cosa.
–¿Quieres…?–Hizo ademán de levantarse la falda.
–No, no. Ahora necesito tu consejo, no tu conejo.

Teresa podía dar consuelo, de hecho es a lo que se dedicaba. Con Juan Cruces y con todo aquél que tuviera algo con lo que pagarle. Pero también sabía dar consejo, quizá porque en aquella vida que ya ni recordaba había sido coach de una importante multinacional y siempre había tenido talento natural para estas cosas.
–Por esto también tendría que cobrarte.
–Anda y siéntate mujer. ¿Cuándo has estado tú mejor que conmigo?
Aquellas palabras dolían pero eran la pura verdad.

Cualquier mujer sola en los campamentos estaba a expensas de cualquier hombre y no era rara la mañana en la que aparecían una o dos muchachas muertas.

Los padres, nada más experimentar los primeros cambios hormonales, procuraban entregar a sus hijas a alguien. Era la mejor forma de darles un futuro más o menos seguro.

La fuerza, la fuerza física, se había impuesto a cualquier otra capacidad humana. Cualquier mujer con dos dedos de frente se buscaba un arma o mejor un hombre que la defendiera, aunque eso implicara pasar a formar parte de sus posesiones materiales. Ella había caído en manos de Juan que no sólo la valoraba en su condición de objeto sexual sino también por esos conocimientos que él denominaba “maldad de mujer” y que a ella le permitían cierto estatus más allá del de concubina.

Juan había llegado al país proveniente de Rumanía y la guerra lo sorprendió rebuscando entre las basuras de la ciudad. No tenía cultura, ni conocimientos valorables en una entrevista de trabajo, pero en el campamento se movía como pez en el agua lo que le convertía en un auténtico macho alfa.

Todo esto lo pensaba Teresa pero evidentemente no se lo podía contar al hombre que tenía enfrente. “Después de todo no es tan malo”, se repitió.

–He estado hablando con el catalán. Tiene unas ideas muy interesantes.
–Ese viejo siempre ha sido muy listo.
–Hemos pensado abandonar a toda esta gente en Guadajaz, el primer aprovisionamiento. Mañana, muy temprano, saldremos en dirección Sureste y nos encontraremos con él y sus hombres en un cortijo que hay en Arroyo de la Rosa. Me gustaría que nos acompañaras.
–¿Por qué vais a abandonar a vuestro pueblo?
–¡Kiá! Teresa… ¿Tú también te has creído toda esa estupidez de la tierra prometida? Porque yo he estado en la catequesis y aquello apestaba a pufo desde el otro lado del río.
–Ya te lo advertí. ¿Por qué seguisteis su juego?
–Es muy complicado de contar, sobre todo a una mujer.
–Ya. Por eso me pides consejo.
–Te pido consejo porque me da la gana pero ahora no escucho nada. ¿Podrías...?

–¿Qué ventajas tiene deshacernos de toda esta gente?
–¿Hablas en serio? Creía que eras más lista. Sin esta gente, la comida de Guadajaz será suficiente para todo el camino, no tendríamos que seguir la ruta marcada por ellos. Además son una carga, hay que ir a su paso, cuidarles, ¡bah! El camino se haría interminable y sólo nos traerán problemas. ¡Qué se jodan!

La mujer se quedó meditando la siguiente respuesta mientras observaba las cruces de oro que colgaban del cuello casi inexistente de Juan.
–Habéis decidido ir a otra parte.
–Gastón dice que al Este hay una gran actividad. Un puerto con comercio y riquezas. Y está mucho más cerca.
–Yo también he escuchado hablar de ese sitio. Es un nido de piratas.
–Bueno, ¿qué mejor sitio para nosotros?

De nuevo se quedó observándolo. Era bajito, más grueso que alto, poco ágil, de brazos y piernas cortas, manos pequeñas y semblante embotijado.
–Tú no durarías medio día entre los piratas. Al viejo igual hasta lo respetan, a ti te quitarían todo ese oro que llevas encima y te rebanarían el cuello como a un cochino nada más aparecer por la puerta.
–¿Tan poco valgo?
–Cada uno vale para lo que vale. Además, ese Gastón es catalán. Nunca me he fiado de los catalanes. Les tira mucho el oro, casi tanto como a vosotro los gitanos. Igual te rebana el cuello el mismo, nada más separarnos. Al menos te ahorraría el mal trago de servir de entretenimiento a los piratas.
–Tengo a mis hombres, no estoy solo.
–Ellos se cambiarán la camisa como lo estás haciendo tú ahora mismo. Tienen un buen maestro.

–¡Qué hija de puta eres!
Es lo que solía decir cuando los consejos no eran de su agrado. A partir de ese punto quedaban dos opciones, que le dijera que se fuese o que siguiera haciendo preguntas, lo cual aumentaba sus posibilidades de convencerle.

–¿Y qué propones que haga?
–En primer lugar, no abandones a nadie. Esa gente, llámalo tu pueblo o como quieras, son una coraza para ti. Si los tratas bien y los ayudas ellos dejaran su vida por defender la tuya. Eso es poder, lo otro, lo que propone el Catalán es huir como las ratas. Nada bueno puede salir de ahí.
–Tendríamos que seguir la ruta marcada hasta el sur.
–Perfecto. En el sur estaremos un poco más lejos de la radiación y seguro que encontramos un lugar en el que vivir de forma menos miserable.
–O sea que propones ir a buscar “la tierra prometida”.

–No me toques el coño, Juan. Sé que no será una tierra de leche y miel y que tendremos que trabajarla con nuestras manos. Eso por no hablar de que probablemente ya viva gente allí y tendríamos que echarlos a ostias.
–Sigues sin convencerme, piojosa. Si además me lo pones tan cuesta arriba...
–Atravesar esa verja es el error más grande que jamás hayamos cometido. Ahí dentro teníamos posibilidades, si hubiésemos querido habríamos acabado con la Corona y toda su panda de maricones engominados. Pero os ciega el oro, y ellos lo sabían. Ahora sólo queda tirar para adelante.
–Pero Gastón piensa qué…
–¡Pues vete con él y fóllatelo también si quieres!–Hizo ademán de irse.–Conmigo no cuentes.

Juan guardó un largo silencio en la penumbra de su rincón. Bufaba y maldecía entre dientes.
–¡Me cago en la puta que te parió! ¿Por qué cojones no haces lo que yo digo?
–Lo estoy haciendo. Me has pedido consejo y te los estoy dando. También me lo pediste cuando os convocaron para este “proyecto”. Te dije que era una trampa, pero tú preferiste cubrirte de oro como la Macarena. Ahora tienes que apechugar.

–¡Maldita bruja!
–¿Quieres algo más?
–Ve a por Gastón. Se lo va a tomar muy mal, te lo advierto.
–Entonces será mejor que tengas a tu gente por aquí cerca, no sea que se encapriche de tu oro y no lo quiera dejar escapar.

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