05.36: Traición
John Auger volaba por los corredores de la Nueva Toledo seguido a duras penas por un todavía atónito Martín Barbosa.
–¿Qué piensa hacer?
–Lo que deberíamos haber hecho hace días, comprobar que los puntos de aprovisionamiento existen y tienen provisiones. Aun estamos a tiempo de evitar una catástrofe.
–Quizá…–Barbosa jadeaba tras la larga zancada del americano.–...me haya precipitado, quizá no hay de qué preocuparse y las provisiones... de los misioneros estarán en los lugares convenidos como... estaba previsto.
–Siempre.–El americano se detuvo en seco y se dio la vuelta. Martín tuvo que frenar para no chocar con él.–Siempre hay que ponerse en lo peor, primera regla de la eficiencia.
El rostro del yanqui no reflejaba ningún tipo de reproche, pero el del valido era la viva imagen de la culpabilidad.
–Yo… yo…
–Otra de las reglas es que no vale de nada lamentarse de los errores cometidos,–volvió a ponerse en camino aún a más velocidad,– hay que solucionarlos
Barbosa no se atrevió a preguntar nada más. Acababan de dejar atrás la galería que llevaba a la Sala de Control donde el ingeniero responsable del abastecimiento supervisaba la salida de los “peregrinos” y simplemente alargó cuanto pudo su propia zancada para no perder de vista al americano.
Mientras, en la Cámara Real, la reina se retorcía las manos devorada por la ansiedad.
“¿Y a quién crees que culparán del engaño?”
Las palabras que acaba de pronunciar John Auger al salir atropelladamente de la habitación sonaban como una advertencia.
"Es posible. ¡No! Seguro que el general Mata ha saboteado el plan de John"
Recordó que desde que el americano llegara a la Corte el general había estado enfrentándose a él.
Primero desacreditándole ante ella y el Diván con la estrategia de la víbora, envenenando los oídos de la Corte con habladurías y mentiras. Pero hoy, iniciada la salida de los “peregrinos”, había intentado captar para su causa a Barbosa, el hombre al cual el americano había puesto al frente de su plan para enviar hacia el lejano sur a los miles de refugiados que rodeaban la ciudad.
Si con el plan en marcha aún seguía intentando captar adeptos es que no daba la causa por perdida. Barbosa dudaba, pero ella no. Nadie continúa luchando si ha perdido y Mata sabía perfectamente cómo evaluar sus posibilidades en un enfrentamiento.
“¿Y a quién crees que culparán del engaño?”
Ella, aconsejada por John, había puesto cara y voz a su iniciativa arengando a los Misioneros del Éxodo aquella misma mañana.
"Los misioneros... no hacen justicia a ese nombre."
Habían sido reclutados por Barbosa de entre los cabecillas de las bandas más activas de los campamentos. No eran gente de fiar aunque John asegurara que ese precisamente era el perfil ideal para liderar a las masas ciegas.
“Les sobornarás dándoles oro o cualquier otra cosa que deseen para que inicien la marcha, luego usaremos la estrategia del palo y la zanahoria para que no cambien de opinión”
La zanahoria debían ser las zonas de avituallamiento, perfectamente distribuidas y espaciadas a lo largo de la ruta hasta el sur como un camino de migas de pan, el palo, la ausencia de vituallas en el regreso.
Sin embargo lo que Barbosa acababa de insinuar era que la zanahoria podría haber desaparecido. En esas circunstancias, caminar hacia el sur o regresar era indiferente, y volver era lo lógico. Pero volverían hambrientos, desengañados y furiosos. Y como había dicho John, no había muro lo suficientemente alto para frenar aquella marea. Las bajas en la Guardia Real serían numerosas, la ciudad se vería asediada y su defensa comprometida. Sólo quedaría darles satisfacción poniendo en la pica la cabeza de alguien a quien responsabilizar de todos sus males.
“¿Y a quién crees que culparán del engaño?”
Pero había muchos engaños en aquel plan, no sólo uno. Y muchos candidatos a que su cabeza fuese alimento de los cuervos.
Las manos de la reina se estrujaban una a la otra como si entre ellas estuviese el cuello de ese culpable.
–No pueden pasar.–El guardia medía una cabeza más que el americano, ya alto de por si.
–No lo entiende, es necesario que examinemos personalmente cómo se va desarrollando la salida de los peregrinos. Necesitamos volar hasta los primeros enclaves, forma parte del operativo.
–Lo siento. Son órdenes del general, nadie sin su autorización puede acceder al hangar de helicópteros.
–Venimos en nombre de su majestad.
–Lo siento señor, sólo recibimos órdenes del comandante de la Guardia Real y del general.
–Pero la reina…
Barbosa agarró del brazo al americano y tiró de él hacia atrás. Auger soltó un gruñido de ira y le siguió. El guardia no se movió de la puerta.
–Tiene razón, la Guardia Real sólo recibe órdenes de los mandos militares, así lo dispuso la reina, hemos tenido problemas con eso.
–Otra treta del General. Contacta con ella, necesitamos que hable con el comandante de la Guardia directamente.
–De acuerdo, intentaré volver cuanto antes.
–Utilice un interfono cercano.
–Mejor. ¿Qué va a hacer usted?
–Tenemos que ponernos en lo peor. Voy a improvisar un plan de contingencia. Nos vemos aquí en diez minutos.–Y se puso en marcha por el corredor que discurría junto a la pared del hangar. Barbosa lo siguió un instante con la mirada. Nunca había visto tan nervioso a aquél hombre.
–¿Cómo va la salida de esa gentuza?
La voz de Mata sonaba irritada al otro lado del interfono de la sala de control. El coronel Robledano se cuadró inconscientemente mientras contestaba.
–Todo en orden, señor. Hemos adelantado la hora de salida por indicación de Barbosa por no sé qué de la noche.
–Claro, claro. ¿Algún problema de organización?
–No señor, todo discurre tal y como estaba previsto.
La línea se cortó sin respuesta desde el otro lado. Robledano se encogió de hombros y colgó.
–¿El general?–Preguntó el ingeniero Sánchez de Gandarilla sin apartar la mirada de las imágenes que transmitían las cámaras de los drones de vigilancia. Robledano asintió.
–¿Y no ha preguntado por mí?
–No. ¿Debía haberlo hecho?
El ingeniero no contestó. Robledano se encogió de hombros de nuevo y murmuró.
–Está todo el mundo muy tenso. La gente debería follar más.
La reina se acercó a la cama deshecha. Tocó la almohada que aún conservaba el hueco que había dejado la cabeza de Auger y se llevó los dedos a la nariz para recuperar su olor.
¿Se trataba sólo de sexo? “No”, pensó, “También es su determinación, su seguridad, su inteligencia.”
En siete años de penuria, John había sido para ella el único soplo de aire fresco en aquella madriguera a la que llamaban Nueva Toledo. Además la miraba con admiración. Y sin asco.
“¿Me he enamorado?”
“Una reina es antes reina que mujer”, le dijo una vez su suegra.
“Vieja estúpida. También a ti te dejaron en tierra, abrasándote entre las llamas de algún centro benéfico a los que gustabas de ir rodeada de periodistas serviles. De qué te sirvió tanta disciplina.”
Sin embargo ella no era un florero con peluca de laca sonriendo delante de un grupo de tarados. Ella era la Reina. Y debía reinar. Debía pensar con la cabeza y no con el corazón. Ya llevaba siete años haciéndolo, ¿por qué tirarlo todo por la borda?¿Por una sonrisa bonita y un buen rato de cama?
Si Mata se salía con la suya lo menos que le podría pasar era que la desterraran. Un escalofrío le recorrió la espalda de abajo a arriba. Una vieja con el rostro desfigurado arrastrándose entre los desposeídos de la meseta. Eso en el mejor de los casos.
Un zumbido la devolvió al presente. El interfono vibraba sobre la mesa de su escritorio. Se acercó y lo descolgó.
–¿Quién llama?
–Soy Barbosa majestad. Intentamos tomar un helicóptero para visitar el primer punto de aprovisionamiento, pero no tenemos permiso. El señor Auger me ha pedido que le rogara su intercesión.
Se quedó muda un instante. Su figura encapuchada la observaba desde el espejo.
–Dígame dónde están.
–En la entrada del hangar uno.
–Esperen ahí y no se muevan. Resolveré esto inmediatamente.
Cortó la comunicación sin esperar la respuesta pero continuó con el interfono en la mano. Volvió a mirar el hueco dejado en la cama por el cuerpo de John Auger. Marcó el cero.
–¿Marcela? Dígale a uno de los guardias que pase.
La ayuda de cámara enumeró algunos nombres.
–Da igual, cualquiera me vale.
Cortó y se dirigió sin soltar el interfono hacia la puerta de la cámara. Un par de golpes secos la hicieron temblar contra sus goznes.
–¿Majestad?
–Entre.
El guardia era corpulento, barbilampiño y de mejillas sonrosadas, pero a pesar de su semblante aniñado, debía de rondar la treintena.
–Sargento Ariza, a sus órdenes.
–Cierre la puerta.
El hombre le obedeció y se cuadró.
–¿Quién es su jefe?
–El capitán Márquez, majestad.
–¿Y el jefe de su jefe?
–El subcomandante de la ciudad, Moreno-Pavón, majestad.
–¿Y su superior es…?
Durante un instante el hombre no movió un músculo. Aquello parecía un test de ingreso en la Guardia Real, pero Ariza llevaba en ella desde antes de la Guerra.
–El comandante jefe de la Guardia, majestad.
–¿Y a quién obedece Robledano?
–La Guardia Real es el cuerpo de seguridad del Reino, majestad. Está sometido a la cadena de mando militar, y por lo tanto al Estado Mayor.
–¿Y quién es el Jefe del Estado Mayor?
–El General Mata, majestad. Si me disculpa… ¿Está su majestad poniendo a prueba mis conocimientos?
–Si tuviera órdenes contradictorias de alguno de ellos, a quién obedecería.
–Al de más alto rango, majestad.
–¿Qué rango tengo yo en el escalafón?
El guardia quedó inmóvil un segundo.
–Su majestad es… ¿la reina?
–Ya. Perfecto. Puede retirarse.
–A sus órdenes, majestad.
Le observó mientras se dirigía a la puerta. “Te han faltado agallas para decir todo lo que pensáis de mi. Pero ya solucionaremos eso.”
Marcó unos números en el interfono y se lo llevó al oído.
–¿General?
Oyó la respuesta.
–Creo que hemos sido víctimas de traición. Si. Sé que me lo había advertido y le ruego que perdone mi torpeza.
La reina tuvo que escuchar una larga retahíla de reproches.
–Lo siento, me he equivocado. No volverá a ocurrir.
El general continuó hablando sin parar.
–Perdone general. Los culpables intentan escapar. Si se dan prisa, podrán atraparlos en la puerta del hangar número uno.
El general estuvo hablando un par de minutos más mientras la reina asentía sumisa.
–Gracias general, no sé cómo podremos agradecerle tantos desvelos por nuestro bien. Por favor, cuando los capturen, no les hagan daño. Serán sometidos a juicio público y serán condenados, no le quepa la más mínima duda.
Se despidieron y la comunicación se cortó. Devolvió el interfono al escritorio. Al hacerlo volvió a descubrirse en el espejo. “Antes reina que mujer.”
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