05.31: Atando cabos
Aquello parecía el retablo de la hipocresía. Por una parte, aquellos tipos estaban en su papel de alegres acólitos, pero por otra, aprovechaban la intimidad que prestaba el descuido para lanzarse miradas torvas cargadas de mensajes silenciosos y código indescifrable.
El maestro de ceremonias, captada la atención del observador, se mostraba ajeno a aquella entente. No le faltaban aduladores, dispuestos a arrastrarse a sus pies para conseguir sus favores. Ni discretos consejeros, susurrándole al oído a saber qué cosas. Pero a él se le veía distraído, extraño, inseguro. Como si realmente no fuera responsable de todo lo que allí ocurría.
–Nunca me canso de mirarlo.
–¿Eh?–Aquellas palabras le habían sacado de su juego favorito: saber quién es quién.
–¡Ah! Hola Emilio. Si, es lo que tienen las obras maestras. Una estupenda copia.
–¿Copia?
–Desde luego parece auténtico. Pero no soy experto en arte, no podría asegurarlo.
–Dejémoslo ahí,–Emilio Falcón tomó a Gallardo por el brazo y le invitó a acompañarle.–Ven, no quiero que te lleves toda la tarde mirando las paredes.
El lugar donde iba a dar comienzo la cena de las “fuerzas vivas” de Ben-Al-Madina, en palabras del gobernador, era un salón sin ventanas de proporciones generosas, techos altos, pesadas lámparas de lágrima y paredes cubiertas de tapices y enormes cuadros de autores famosos. Alfonso Gallardo pudo identificar, aparte del Velázquez que admiraba cuando le interrumpieron, un Goya tremendista, quizá un Picasso de su época azul, una enorme tabla flamenca, probablemente de Rubens y un paisaje impresionista que bien podría haber pertenecido a Soroya.
Si aquellas obras eran originales entonces cubría las paredes del salón una fortuna, aunque claro, eso hubiera sido antes de la Guerra, ahora su valor no se podría determinar. O lo que es lo mismo, era incalculable.
Las personalidades de la sociedad Ben-Al-Madinense se habían ido congregando en torno a algunas mesas vestidas de gala buscando a sus más allegados. Él no pasaba desapercibido, de hecho era el invitado de honor y sentía como lo miraban y hablaban a sus espaldas, pero nadie se había acercado a saludarle ni intercambiado con él ningún gesto o saludo, quizá a la espera de que el anfitrión hiciera los honores. Y Emilio no había dado señales de vida hasta ese momento.
No es que Alfonso hubiese llegado demasiado temprano. Como siempre había sido puntual. Pero el gobernador parecía no compartir sus mismas costumbres.
Después de pasear por la playa y regresar a su habitación, dos plantas más arriba de donde se hallaban ahora, tuvo tiempo para almorzar un par de sándwiches que le dejaron sobre el aparador, repasar los hechos para ordenar sus próximos movimientos y salir de nuevo con Larisa y Katerina para buscar a sus hombres, el conductor y el copiloto del SUV de la Guardia Real con el que había llegado a Ben-Al-Madina hacía dos semanas.
Los guardias también estaban bastante mejorados. Aunque como miembros del cuerpo de élite de la reina ya gozaban de un físico envidiable, ahora además estaban bronceados y mucho más locuaces que de costumbre, lo que implicaba una importante carga de felicidad que llamó la atención de Alfonso.
–Señor Gallardo, ¡qué alegría de verle recuperado!
–Pensarían que me había olvidado de ustedes.
–No, señor, nos informaron inmediatamente de su desfallecimiento. Hemos estado visitándole todos los días.
–Por lo que veo, no es lo único que han hecho.
–Bueno… eh… Al faltar usted, nos encontramos sin órdenes,...
–Los compañeros de la policía de la ciudad nos enseñaron sus instalaciones deportivas, señor. Hemos estado manteniendo nuestra forma física. También les hemos ayudado en algunas misiones rutinarias.
–La verdad es que nos han tratado como a unos compañeros más.
–Digamos que hemos hecho buenas migas.
–Me alegra mucho que hayan establecido lazos profesionales, aunque espero que ello no les haya hecho olvidar su condición.
El guardia de más edad, apenas un muchacho de veinte y pocos años, se puso rígido.
–Por supuesto que no señor. Somos guardias reales, servimos a La Corona y estamos a sus órdenes.
–Bien, eso me tranquiliza. Continúen “haciendo buenas migas”. No hay por qué ser desagradecidos. Mañana a primera hora me gustaría que nos reuniéramos en la playa, junto al faro. Sólo nosotros tres. Hay que concretar algunas cosas.
–A sus órdenes, señor. Le buscaremos en su habitación sobre las 9, si le parece bien.
–¿Han logrado contactar por radio con el otro vehículo, el que llevaba a mi familia a la Colonia de los Maizales?
Los dos agentes se habían mirado incómodos. De nuevo el de más edad empezó a hablar.
–Nos pusimos en contacto con la central, al poco de enfermar usted. Las noticias no fueron buenas. El vehículo fue atacado por una de las bandas de salteadores de las muchas que hay en esas montañas.
–Es una ruta muy insegura.
La mente de Gallardo encajó la noticia como algo esperado, pero su rostro fingió una profunda preocupación.
–¿No les habrá pasado nada?
–Verá.–El guardia tenía dificultades para encontrar las palabras. El más joven soltó lo que pensaba sin dudarlo
–Fueron asesinados.
Aún sentía una punzada en el corazón recordando el momento en que oyó aquellas palabras.
–¿¡Mi familia!?
–No, no. Nuestros compañeros. A uno le destrozaron la cara de un disparo y al otro le segaron la yugular. Esos bandoleros son unos salvajes hijos de puta.
–Sobre su familia,–intervino el más joven,–la Guardia ha sido incapaz de encontrarla, y eso que han peinado la zona con drones durante días. Es posible que los hayan secuestrado y sabe Dios por lo que estarán pasando.
–¿Y dice que eso fue hace un par de semanas?
–Sí señor. Desde entonces continuamos sin noticias. Las comunicaciones son casi imposibles. Tenemos que subir a las montañas que rodean la bahía para poder establecer contacto por radio, pero aún así es muy difícil.
Los había dejado con un gesto de profunda tristeza que se borró nada más perderlos de vista.
Según lo previsto, sus amigos, a los que había dado el rango de familiares ante la Guardia Real, debían de estar ahora con la banda de El Diablo, con la que colaboraban normalmente los Defensores de la Alameda. Éstos les pasaban chivatazos de transportes de mercancías para las colonias y aquellos, tras interceptarlas y saquearlas, les hacían llegar parte del botín.
El Capitán de los Defensores les había asegurado que en la sierra, con la banda de El Diablo, estarían mucho mejor que en una ciudad destruida o en cualquier colonia, cosa que él no puso en duda en ningún momento.
A cambio de su hospitalidad, tanto él como El Diablo dispondrían de dos de los contados teléfonos quantum, el del fallecido De la Fuente y el del Notario.
Si Pepo lograba poner en funcionamiento la central de partículas aquellos artefactos les proporcionarían una ventaja estratégica insuperable en su negocio de aviso, asalto y “redistribución” de bienes de la Corona.
Y podría ser que ellos, por su parte, lograsen contactar con Tsetsu y Jotabé, en el otro extremo del globo. Esto, claro está, si aún permanecían con vida y conservaban sus terminales, como habían hecho la Peligro, Pepo y el mismo.
Además, y esto era lo más importante y lo más improbable, quizá pudiesen tener noticias de Antonia y Paco.
Aparentemente las cosas iban por buen camino, aunque lamentó la muerte de los pobres guardias reales. Eso sí, como se lamentaba en estos tiempos la muerte, muy someramente.
Después de dejar a los guardias, llegó al salón del Palacio de Gobierno de Ben-Al-Madina con la sensación de control que proporcionaba el saber que los acontecimientos discurrían por buen camino. Tras comprobar de un vistazo que el gobernador aún no había aparecido, se detuvo a admirar “El triunfo de Baco” hasta que Emilio Falcón lo tomó del brazo y lo encaminó hacia el resto de los invitados.
–Te tengo que presentar a muchas personas, no sé si serás capaz de retener sus nombres.
–Intentémoslo. Por cierto, no digas a nadie lo que me ha pasado, no tengo ganas de contestar preguntas de las que no sé las respuestas.
–¡Pero Alfonso!–Le echó un brazo por encima–¡Tu historia ha sido la noticia de estas últimas semanas! Me temo que tu aviso llega tarde.
Alfonso miró los rostros que le observaban sonrientes escondiendo quién sabe qué propósitos y suspiró.
–No te preocupes. Estás entre amigos.
“Ya, como Baco en el cuadro de Velázquez”
Gallardo fue saludando, sonriendo e intercambiando monosílabos con todas las personas que el gobernador tuvo a bien presentarle. Había algunas que ni siquiera tuvieron esa consideración, como el propio Benavides de la Rosa que inclinó levemente la cabeza desde un discreto rincón en respuesta a un gesto del excomisario.
Conforme los invitados pasaban por la mano de Gallardo se iban sentando con rostros expectantes ante lo que sin duda esperaban fuera una opípara cena.
Apuntó los nombres de aquellos que le parecieron interesantes, como el Representante de los Armadores, Jaime Yélamo, porque seguro que trataría con piratas o al menos tendría conocimiento de sus andanzas, el de los Agropecuarios, Fabián López, porque era el responsable de que todos tuvieran algo que llevarse a la boca y eso siempre da poder y contactos, el de la Contable de la Ciudad, Adoración Dorado, a la que el sentido común la situaba en el vórtice de todos los movimientos o el Responsable de la Policía, Fermín Guijarro, por su posible conocimiento de lo que se cocía en la bahía y, porqué negarlo, afinidad profesional.
Le llamó especialmente la atención la figura del “Embajador de Al Hoceïma”, Barakah Al-Bakri, un norteafricano gordo y enjoyado flanqueado por dos jovencitos a los que no dejaba de manosear. “No tiene miedo al qué dirán luego es poderoso."
A parte de él, no logró encontrar a nadie de origen africano con el suficiente aplomo para justificar el cambio de nombre de la villa. Evidentemente los piratas no habían sido invitados, tal vez celebraran en esos momentos otra cena, mucho más animada, en algún lugar próximo al que no le importaría acercarse.
Entonces apareció él.
Actuaba de camarero pero no sabía manejarse. Los comensales preferían que no se detuviese ante ellos para preguntarles qué deseaban beber o comer, evitándole el trabajo con amabilidad y ¿respeto?
Su figura parecía rodeada por un halo de fortaleza y crueldad que los más altos representantes de la sociedad Ben-Al-Madinense evitaban.
Sus miradas se cruzaron un instante lo suficientemente largo como para que aquel hombre rodeara la mesa y se le acercara.
–¿El sinior disia tomar algún rifresco?
–Si, por favor. Si tuviera un poco de agua.
–Si mi acirca la copa.
El individuo empezó a volcar el agua con torpeza, haciendo que el líquido salpicara el mantel.
–¿Cómo se llama?
–¿Si rifiere a mí?
–Si claro, es por si tengo que pedirle alguna otra cosa durante la cena.
El falso camarero pensó un segundo antes de responder. Su mirada era dura, casi ofensiva.
–Ben Hassan, sinior.
–De acuerdo. Gracias.
Mientras le observaba por el rabillo del ojo atendiendo a sus compañeros de mesa una corazonada se abrió paso en su mente analítica. Era una locura, pero tenía fuerza: ¿Y si nadie supiera realmente quién mandaba en Ben-Al-Madina?
De nuevo sus miradas volvieron a cruzarse y saltaron chispas. Gallardo tomó una decisión: "Si quiero averiguar algo debo hablar con éste."
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario